“¿Cuántos han visto un drama griego representado en un anfiteatro del año 31 antes de Cristo?”, se pregunta Saúl, el protagonista de “El visitante”. Incluido en El hombre ilustrado, el cuento de Ray Bradbury describe la llegada de un hombre con extraños poderes hipnóticos, que le permite a Saúl y a otros moribundos que se arrastran por el suelo de Marte experimentar en carne propia distintos momentos de la historia de la humanidad ocurridos en ese planeta distante llamado Tierra. El planteo de Un juego de caballeros es mucho más modesto, pero parece partir de una idea similar. ¿Cuántos han visto un partido de fútbol jugado en una cancha inglesa en los tramos finales del siglo XIX? Más allá de las fotografías o las crónicas de la época, no quedan registros de la hora cero de un deporte que también se erigió en espectáculo para atraer a millones de seguidores acá, allá y en todas partes. Ese otro mundo complejo y contradictorio que orbita alrededor de una esfera de cuero y que, en tiempos de pandemia, se ve tan lejano como la Luna.
Seguramente, Julian Fellowes le dio vueltas al interrogante en cuestión durante un buen tiempo. Después de ganar en 2001 el Oscar al mejor guion original por Crímenes de medianoche, el actor, escritor, productor y director británico había profundizado en la serie Downton Abbey la particular dinámica narrativa que se genera cuando los nobles y los criados se entreveran en un mismo espacio. Como hijo de un diplomático que prestó servicios en África, el propio Fellowes había nacido en El Cairo y conocía de primera mano los secretos que circulaban en los salones de la alta sociedad. Un juego de caballeros, su reciente creación, conserva los trazos distintivos del cine de época y se detiene en las relaciones que se tejen entre clases sociales antagónicas, pero los ubica en un escenario ampliado: ya no se trata solo de captar la atmósfera de una mansión de la campiña inglesa, sino también de hurgar en la cocina de un hogar habitado por trabajadores.
La miniserie estrenada el 20 de marzo en Netflix parte de una plataforma de personajes históricos y hechos concretos para recrear el origen del fútbol profesional en la tierra de los inventores del juego. Y en el camino, claro, levanta vuelo sobre el cielo de la ficción. La historia se centra en la biografía de Fergus Suter (Kevin Guthrie), un albañil que llegó a Lancashire procedente de Glasgow para revolucionar un deporte que hasta entonces era dominado por aristocráticos caballeros: considerado el primer jugador pago en tiempos en los que el amateurismo lo prohibía, el mediocampista escocés también fue pionero a la hora de aplicar su inteligencia táctica y estratégica para llevar a su equipo, el Darwen, hasta los cuartos de final de la FA Cup de 1879. Nunca antes un exponente del norte obrero había llegado tan lejos en la tradicional competencia. Fueron eliminados por los Old Etonians, los eternos campeones de la época, en cuyas filas se destacaba Arthur Kinnaird (Edward Holcroft), apodado el “primer lord del fútbol”.
De movida, Suter y Kinnaird se recortan como los polos opuestos de una trama que gambetea los lugares comunes a medida que avanza. El punto de partida es bastante esquemático: los orígenes humildes del primero versus la prosapia del segundo. El contraste que generan los logros deportivos, la vida amorosa, el círculo de amistades, en fin, la distancia que puede existir entre el hijo de un borracho perdido y el de un banquero acaudalado, amenaza con adoptar el tono épico de un melodrama a lo Ken Loach. Pero el guion abre nuevas posibilidades cuando pone en juego una de sus tantas licencias poéticas: mientras que los historiadores del deporte cuentan que Suter pasó en 1880 a Blackburn Rovers, clásico rival de su anterior club, Darwen, en la ficción se suma a las filas del equipo que se terminaría coronando en la FA Cup al vencer a los Old Etonians. Y, según los libros, ese fue el Blackburn Olimpic, pero en 1883. Los Rovers se quedarían con el título en las temporadas siguientes: 84, 85 y 86. Y recién entonces el mito de Suter quedaría bañado en oro.
The English Game, tal su título original, pone el foco en un momento bisagra. Suter no solo saltó la barrera que impedía a los jugadores recibir dinero, sino que también fue transferido a Blackburn Rovers a cambio de una suma de libras esterlinas que llevó a los hinchas de Darwen a acusarlo de “traidor”. Rompió las reglas o, más bien, se anticipó a su tiempo, porque en 1885 la propia Football Association sentó las bases del profesionalismo. Además de ser el futbolista que más veces compitió en una final de la FA Cup con nueve presencias, Kinnaird ocupó en paralelo el cargo de tesorero de la Football Association y, después de su retiro, asumió la presidencia hasta 1923. Y en ese sentido lo que sale a la luz es un ingrediente que abona el suelo de la leyenda desde tiempos inmemoriales: el poder de los equipos grandes para lograr que el reglamento se amolde a sus propios intereses. Lejos de la bajada de línea, la serie relativiza el peso que adquieren los valores morales cuando lo que está en disputa es el deseo de ganar.
Como sea, lo más interesante de Un juego de caballeros es lo que ocurre en esas canchas de límites imprecisos, césped desprolijo y arcos de madera, que se asemejan más a un campo de polo descuidado que a un potrero de barrio. A diferencia de la inmensa mayoría de las ficciones que transcurren en lo que en Manchester United bautizaron como el “teatro de los sueños” (desde películas hollywodenses como Escape a la victoria hasta la indie-argenta El 5 de Talleres, pasando por otra producción reciente de Netflix como Puerta 7), las escenas de juego resultan creíbles. La explicación podría ser tan simple como el fútbol mismo. Más allá de sus cualidades técnicas a la hora de patear una pelota, los actores no padecen la comparación con la referencia real, básicamente porque no existen filmaciones de aquellos años. Un juego de caballeros construye entonces una especie de hipótesis que responde en parte a la pregunta esbozada en el primer párrafo. En tiempos de abstinencia futbolera, imaginar cómo pudo haber sido todo en los orígenes no es poca cosa.