El escritor impertinente -un ex policía que fue abogado penalista y litigó para salvar de la injusticia a mulatos sin dinero y sin dientes- provocaba la sensación de que morir de risa parecía posible. En sus libros, Rubem Fonseca se revela como un conjurado que no quería dejar ninguna convención social y política en pie. Metía el dedo en las llagas de las diferencias de clases, exploraba las anomalías, las excentricidades y la locura, no por encima del hombro, sino como un igual que desdeñaba el tono admonitorio. No habrá otro cronista, cuentista y novelista del Brasil como él. El autor de los cuentos de Feliz año nuevo y Premio Camões 2003 -considerado del Nobel de la lengua portuguesa- murió a los 94 años en Río de Janeiro, como consecuencia de un infarto.
La figura de Fonseca (Juiz de Fora, Mina de Gerais, 11 de mayo de 1925) es adorablemente esquiva. El buen ermitaño –como Salinger- no daba entrevistas. Aunque varios lo han intentado, su amabilidad y locuacidad se esfumaba apenas alguien intentaban grabarlo. Pero hay una curiosa excepción. El escritor estaba en Berlín cuando cayó el muro. El periodista Luiz Carlos Azenha lo escuchó hablar en portugués con Ute Hermanns, su traductora alemana, y le hizo algunas preguntas sin saber de quién se trataba. De incógnito, en noviembre de 1989, Fonseca habló para la televisión brasileña. Lo más extraño está en su biografía. Estudió derecho y fue un alumno brillante de psicología en la escuela de policía. En la década del 50, como comisario, operó en el distrito 16, de São Cristóvão, en Río de Janeiro. Después fue enviado a perfeccionarse como policía en Nueva York, y aprovechando su estadía, se graduó como licenciado en administración de empresas.
Tenía 38 años cuando publicó su primer libro, Los prisioneros (1963). Después editaría El collar del perro (1965) y Lucía McCartney (1967), que impactaron por su visión corrosiva de la sociedad brasileña. Su primera novela, El caso Morel (1973), es una parodia del género negro que comienza con la visita a la cárcel de un agente de la policía y célebre escritor al protagonista de la historia: Paul Morel, un fotógrafo que es el principal sospechoso del crimen de una de sus cuatro amantes, con las cuales vive una experiencia comunitaria en la que está presente el sadomasoquismo. En la década del 80 publicaría también las novelas protagonizadas por Mandrake, el abogado criminalista de El gran arte y La biblia y la bengala, que inspiró la serie Mandrake (2005), producida por HBO y protagonizada por el actor brasileño Marcos Palmeira.
El cuento “Feliz año nuevo”, publicado en el libro homónimo en 1975, fue censurado en diciembre de 1977 por la dictadura brasileña. Todos los ejemplares en venta, más los que tenía en el almacén la editora Artenova, fueron confiscados por la policía. “Lo que leí me espantó, me puso los pelos de punta; es pornografía del más bajo nivel, no hay página en que no se vean los rincones más oscuros del país… Además de ser censurado, el autor debería ir preso”, sentenció el lúgubre senador Dinarte Mariz. ¿Qué es lo revulsivo de ese relato? Fonseca pone la lupa en la marginalidad con una trama aparentemente sencilla: dos hombres junto al narrador en primera persona deciden salir a robar en los barrios de la clase media y alta en la noche de los festejos por el año nuevo. Fonseca, un maestro en el arte de perturbar, logra que los lectores se muevan en una suerte de tensión dialéctica que transita de la empatía inicial a la rabia.
“El escritor debe ser esencialmente un subversivo, y su lenguaje no puede ser ni el lenguaje mistificatorio del político (y del educador), ni el represivo del gobernante. Nuestro lenguaje deber ser del no-conformismo, el de la no-falsedad, el de la no-opresión. No queremos poner orden en el caos, como suponen algunos teóricos. Ni siquiera hacer el caos comprensible. Dudamos de todo siempre, incluso de la lógica. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres”, escribió en la novela Pasado negro (Bufo & Spallanzani) este narrador brasileño, premio Juan Rulfo 2003, que nunca pontificó ni intentó convencer a nadie, sino que logró libro tras libro compartir con un tono socarrón “pensamientos imperfectos”. En la novela Agosto (1990), desmontó la aplastante corrupción de Getulio Vargas a través de la ficción.
En “Un buen trabajo”, uno de los textos de Historias cortas (publicado por Tusquets en 2018), la voz que narra es la de un ladrón que antes tuvo un “trabajito de mierda” como portero de un edificio. “¿Una persona se vuelve ladrona porque es pobre? Qué estupidez, hay más ladrones ricos que ladrones pobres, está comprobado que un ladrón, entre más dinero tiene, más dinero quiere. Eso ladrones que abundan en nuestro gobierno –ejecutivo, principalmente, legislativo y judicial- roban sin parar por años, abren cuentas en paraísos fiscales a su nombre, a nombre de sus parientes y de sus amantes, principalmente de sus amantes, los ladrones ricos tiene amantes, siempre”.
Lo corrosivo, en Fonseca, tal vez no tenga parangón. Quizá podría ser el resultado de mezclar tradiciones, algo del estilo del checo Franz Kakfa con el austríaco Thomas Bernhard, el uruguayo Felisberto Hernández y también Isidoro Blaisten. Blaisten –que pertenece a la gran familia de escritores que han hecho de la risa una de sus mejores armas- tenía una aguda definición del humor: “es una aristocracia del alma”, pero también agregaba: “un humorista es un escritor que se ríe de nervios (…) el humorismo es la penúltima etapa de la desesperación”. La voz más indómita de la literatura brasileña era un maestro en el arte de la risa desesperada.