Los padecimientos mentales, tal como los denomina la ley nacional de salud mental 26.657, son prevalentes en nuestras sociedades. Estudios epidemiológicos de la OPS estiman que en América latina, ocupan el 21 % de la “carga de mórbida” absorbida por el sistema de salud, las familias y la comunidad. Dicha cifra está muy por encima de las enfermedades más divulgadas (cardiovasculares 9%, infecciones 7 %).
La depresión, la ansiedad y las adicciones son los problemas más frecuentes en salud mental y quizás los más “sensibles” y directamente relacionados con las condiciones sociales. La dimensión de la incertidumbre, en tanto dificultad para proyectar la vida a futuro, es tema de diversos estudios. La inestabilidad económica, la disminución de la protección social propia de los modelos neoliberales, la fragmentación de lazos institucionales comunitarios (procesos nunca homogéneos y contrarrestados por otros de organización colectiva), son algunos de los entramados con los cuales la constitución subjetiva debe arreglárselas. Nuestra subjetividad no depende únicamente de factores intrapsíquicos: el trastrocamiento de legalidades, regularidades y principios que articulan nuestros proyectos vitales, genera padecimiento.
Es lógico que esto sea mucho más complejo en un contexto de pandemia. Los niveles de incertidumbre aumentaron significativamente y no hay claridad de lo que puede significar todo esto en nuestras vidas. Ante ello, los motivos de consulta recibidos mayormente en estos días, parten de problemas de ansiedad, miedo y ataques de angustia.
Hay dos factores que se conjugan. Por un lado, hay padecimientos específicos generados por el aislamiento. Muchos de ellos se pueden mitigar y contener a través de diversas acciones, como el armado de rutinas, contacto social virtual y otras herramientas. Muchas de ellas fueron difundidas por agentes psi como ayuda a la comunidad (recomiendo ver la cuenta de Instagram de Red de Psicologxs Feministas).
Además, cualquier emergencia implica perturbación individual y social que puede exceder nuestra capacidad de afrontarla y generar “respuestas esperadas” ante una situación inesperada; reacciones de nuestros cuerpos, de nuestros sistemas psicológicos ante el contexto, y es importante no psicopatologizarlas. Pueden ser síntomas físicos (temblores, dolor de cabeza); llanto, tristeza, decaimiento; ansiedad, miedo; estado de alerta, nerviosismo; ataques de pánico; insomnio, pesadillas; irritabilidad, culpa, estado confuso y sensación de irrealidad entre otros. Si bien el 80% remite después de la situación crítica, una parte significativa necesita ayuda a tiempo y eso mejora su evolución.
Por todo eso es necesario evaluar los recursos en salud mental. Está comprometido el bienestar de la población y se necesita integridad psíquica para garantizar el cumplimiento de las medidas preventivas contra el coronavirus. La atención en hospitales está trastrocada por el contexto de pandemia: debieron suspender tratamientos y sólo reciben urgencias. Muchos profesionales atienden pacientes desde su propio celular y en algunas obras sociales y prepagas no están cubriendo las terapias on line. En este marco hay que pensar estratégicamente la salud mental. Y si algo se revela como importante, es que los principios que rigen la desmanicomialización son ahora más validos que nunca: descentralización, vinculación con la comunidad y modificación de las prácticas. Se debe garantizar a su vez el cuidado del principal eslabón de la salud mental: los recursos humanos.
Carolina Dome es licenciada en Psicología. Magister. Docente e Investigadora de la Universidad de Buenos Aires.