Mentira que se murió el cabrón ése. Luis Sepúlveda, digo, mi amigo, mi hermano desde que hace 40 años nos juramos amor y fraternidad junto con quien considerábamos nuestro maestro, Osvaldo Soriano.
Mentira, qué se va a morir Lucho, en todo caso habrá cambiado de barrrio y andará con su sonrisa de niño y sus risotadas estruendosas quién sabe por qué nube. Que por ahí empezó a andar hace un mes y pico, cuando la maldita peste que está en el aire del mundo le puso el dedo encima.
Escribo mientras lloro, desgarrado y con una de las más hermosas y conmovedoras novelas de la literatura latinoamericana en mi regazo: "Un viejo que leía novelas de amor". Nadie más que él pudo escribir una historia tan dura y a la vez tan colmada de ternura. Un libro que sólo un grande de la literatura como él pudo escribir.
Lucho Sepúlveda fue un volcán patagónico para admirar y también, acaso, para ser temido por tontos, necios y envidiosos. Porque él, en verdad, era nada más y nada menos que un muchachote generoso y ditirámbico, un dionisíaco gritón y con recia pinta de guardia de infantería pesada, pero en realidad era un niño. Toda su vida fue un chiquilín con cara de malo patotero, pero al cuete, porque enseguida cualquiera se daba cuenta de que era pura pinta, bastaba un guiño, un gesto amable para que se le humedecieran los ojos y se deshiciera en ternuras.
Escribo en primera persona porque no puedo hacerlo de otro modo. No con él, mi amigo, mi hermano Lucho que ahora debe estar buscando en algún punto del universo a Antonio Sarabia, mientras aquí quedamos tan desamparados sus otros hermanos: José Manuel Fajardo, Daniel Mordzinsky y yo, por lo menos. Y también sus hermanas, "las minas" como las llamaba en chileno argentinizado: Pelusa, Ainoha, Karla, Natalia, Manuela. Y su ringlera de hijas, nietas y nueras.
Lucho siempre estuvo en el centro de todos y todas como un cacique mapuche, un indiano prepotente y gritón que amaba hacer asados "a la argentina" pero no sabía hacerlos, aunque tozudamente los organizaba una y otra vez. Ay, cómo me enternece recordar su espíritu de competencia en ésa y otras artes culinarias de las que emergíamos brindando con tintos de ambos lados de los Andes.
Quisiera insistir en que es mentira que se murió Lucho Sepùlveda. Porque ya empecé y empezamos a extrañarlo hace un mes y pico, cuando todos y todas supimos que en él la peste jugaba a redoblona y a maldita ganadora.
Y quiero decir además que Lucho escribió esa belleza para niños que es "Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar" y también escribió una larga lista de textos, como hacemos quienes trajinamos el oficio de las invenciones literarias, y entre los últimos destaco la también conmovedora "Historia de un perro llamado Leal".
Quizás divago y pido disculpas a l@s lecto@s, pero esta nota es de las que jamás uno piensa que un día escribirá. Parece mentira pero hace apenas un cuarto de siglo y en Gijón hablamos de esto y jugamos a los obituarios, con la consigna que él estableció: "Muérame yo primero, cabrón, así la escribes tú, que yo no quiero escribir la tuya y a ver qué dices de mí, puras mentiras". Y soltando una carcajada se fumó un pucho, o acaso fue un habano porque le encantaba parecer un gángster de película, uno de esos jefes de pandilla seguido por sus amigos fieles a morir.
Hacedor y promotor de esa "banda", expurgando fotos y papeles y ahora lloroso, encuentro un email que me mandó el 25 de abril de 1999 desde Gijón, en el que dice que "nuestros propósitos siempre están muy bien para un caballo, pero no para un ser humano. Por eso si le hacemos caso a todas las ideas que se nos ocurren, nos reventamos". Y así fue cómo organizó el Salón del Libro de Gijón, que duró una docena de años, y vino al Foro de la Lectura en el Chaco un par de veces, y voló por todo el mundo, aclamado por millones de lectores en casi todos los idiomas.
Se fue un grande, señoras y señores.
Y punto. Y me quedo con la idea de que sí, quizás sea mentira que se murió Lucho Sepúlveda. Capaz que se fue a dar una vuelta por ahi, nomás. Honrémoslo y leámoslo, que es lo que hay que hacer cuando muere un grande de la literatura. Y al lloro adolorido sabrán ustedes dispensarlo.