(Desde San Francisco)

Ahora el silencio se siente. Desde mi ventana se ve la quietud de las hojas. Estamos acá, cada uno en su lugar, o en su no lugar. El tiempo detenido. El gris de la ventana se queda solo, flotando en aire.

¿Cuándo volveremos a tener este silencio? ¿Cuándo volveremos a sentir el calor del horno tocando la cara? Las galletitas caseras como monedas de trueque en la infancia.

“¿Qué va a pasar cuando todo esto pase?”, me pregunta Luis desde Boedo.

Beatriz, desde Rosario, me manda una foto de cuando tenía menos edad que la que tiene mi hijo ahora.

Yo la recuerdo con los dedos flacos, siempre manchados de tinta azul.

En esos años nuestros encierros miraban a la Iglesia Santa Rosa. Separadas del mundo por una ventana y nubes de tiza, luchábamos a aprender solamente lo necesario para proteger nuestras cabezas. Cada día era ir a simular. Esperar que no se dieran cuenta de que no creíamos en ellos. La campana sonaba y nosotras nos íbamos por diez minutos a desahogarnos para después volver a ser lo que se esperaba de nosotras. Sobrevivíamos y para eso desarrollábamos códigos, como los presos. Con sólo mirarnos nos entendíamos. Reírnos era salvarnos. Los echarpes tejidos a mano eran una excusa de abrigo. Una pared blanda para ahogar los pensamientos que nos llevarían a las amonestaciones o a la expulsión.

“Es como un karma”, me dice Beatriz en su mensaje. “Hoy casi me agarran y por poco no me llevan”. En Argentina las calles están custodiadas, acá no.

En la mañana voy con mi hijo al supermercado. Voy temprano, en el horario designado para jubilados y personas con discapacidad y riesgo. Somos muy pocos. Las bateas están ordenadas. Hay lo indispensable. No falta nada pero tampoco sobra.

Lo llevo a mi hijo del brazo para que no toque nada. Los clientes y los empleados en su mayoría tienen máscaras y guantes. Todos evitamos encontrarnos y elegimos pagar en los cajeros de auto servicio y con tarjeta para evitar cualquier contacto con el otro. Pienso en este virus. Y pienso en las dos consignas que circulan para cuidarse de él “lavarse la manos” y “distancia social”. Los dos pilares que sostienen al capitalismo.

Las calles despobladas, los negocios cerrados. Una vastedad de nadies, llenando el universo. Pienso en ese hombre mayor. Parado solo, en la vereda del mercadito latino, me mostró su bolsa de tamales. “Para pasar la semana”. Me aclara que también le compró un paquete de queso y pan a una amiga. “Era niñera y también se ha quedado sin trabajo”. Para auto definirse, usa una palabra que yo no escuchaba desde hace tiempo: “jornalero”.

“Quién se apiadará de nosotros, los indocumentados”, me dice y señala al vacío.

Filmo su relato con mi celular. ¿Quién puede ser indiferente al miedo de un hombre?

Ayer hablé con Peter. Su trabajo es organizar la ayuda para la gente sin casas, en el Condado de Alameda, California. Una tarea infinita. En tiempos de emergencia sanitaria global, una tarea imposible, como contar los granos de arena en la playa. Las personas que están trabajando en estos lugares están haciendo realmente una tarea heroica.

“Estamos hablando de una población de 10 mil o 12 mil personas sin viviendas. Algunos de ellos viven en refugios, otros en autos. Muchos transitan de noche sin lugar permanente toda la noche. Otros tantos habitan en los vagones de los subterráneos”.

“Nos estamos organizando para que los refugios estén abiertos durante todo el día, no solamente en las noches. La consigna es que se queden en los refugios, las veinticuatro horas. Estos lugares son asistidos generalmente por voluntarios, en su mayoría jubilados. Esa población de riesgo que ahora no pueden dejar sus casas. Entonces los refugios están abiertos pero carecen de personal que los atienda.

Hay escasez de papel higiénico y cloro. También faltan máscaras protectoras y guantes para la gente que trabaja allí y para los residentes de los refugios”.

“Por el momento si alguien presenta síntomas, no pueden ir a los hospitales. Se los aísla en los mismos refugios porque no hay máscaras suficientes para las personas que están tosiendo”.

“Por otro lado, a las personas que viven en carpas, se les aconseja quedarse dentro de ellas, circular lo menos posible. A través de un sistema telefónico, estamos entrenando a voluntarios, para que eduquen a la gente que vive en las calles acerca de los peligros de las transmisiones y contagio. Para que se cuiden los unos a los otros. Muchos de ellos enfrentan situaciones serias de adicciones, enfermedades pulmonares o de hígado, infecciones y otras situaciones complejas que los ponen en un riesgo aún mayor ante la pandemia”.

No hay lugar para ellos, me dice Peter.

Me cuenta que en esta semana se planificará la apertura de algunos hoteles en la ciudad de Oakland para albergar a las personas que ya están enfermas. El costo es de 200 dólares por noche y se prevén 300 camas. El presupuesto no alcanza para contratar ambulancias, por lo que el traslado de los enfermos a los hoteles, todavía no se sabe cómo se hará. “No podemos llamar a Uber”, me dice Peter riendo.

Me cuenta de la labor de las Naciones Unidas. Me nombra a Farha Leilani y su trabajo por los derechos humanos. En un perfecto español me dice que se están haciendo reuniones virtuales para tratar las situaciones de las villas, las favelas y homeless.

Nos despedimos con afecto. Le agradezco por su trabajo, él es uno de los heroicos.

Antes de la pandemia, todos los miércoles por la tarde íbamos con mi hijo a caminar al costado del camino que bordea el mar. Me gusta seguir los pasos de Dante. Ver cómo va caminando su rutina. Al final de la caminata nos íbamos al pueblo. En un pequeño negocio de la calle principal nos esperaba Marie Louise. Alta, de ojos bellos y claros. Con su acento sueco, me decía “bienvenida señorra”. Solamente me cobraba un sandwich aunque comiéramos dos y el paquetito de papas fritas iba de yapa.

Charlábamos de jazz, de poesía. Ella me contaba que trabajaba casi doce horas por día, siete veces a la semana, para ahorrar y viajar. Su lugar favorito en el mundo es San Telmo. Allí pasó todo un todo un verano enamorada de un hombre que según ella era igual al Che. “Nunca bailé y me reí tanto, qué belleza de hombre, no como estos”, me decía, señalando con desdén a los parroquianos del pueblo.

Recién suena mi celular. Era Marie Louise. “Me dejaron sin trabajo”, me dice. “Estoy en Pescadero, sentada en el auto, mirando el mar para no volverme loca”.

Charlamos, nos confortamos. Nos decimos una y mil veces que vamos a estar bien.

“Por favor, le digo, a cualquier hora, lo que necesites, acá estoy”.

Me contesta agradeciendo. Me manda una foto de su jardín y firma el mensaje.