“Será necesario poner sobre la mesa reformas radicales, que inviertan la dirección política predominante de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Deben ver los servicios públicos como inversiones en lugar de pasivos, y buscar formas de hacer que los mercados laborales sean menos inseguros. La redistribución volverá a estar en la agenda. Los privilegios tendrán que estar en cuestión. Las políticas hasta hace poco consideradas excéntricas, como los impuestos básicos sobre la renta y la riqueza, tendrán que estar en la mezcla”.
La sentencia no es de ningún mandatario de los denominados “populistas”, mucho menos de algún economista de los considerados keynesianos. Se trata de una editorial reciente del Financial Times, uno de los diarios financieros más influyentes del mundo, que sorprendió con sugerencias redistributivas y propuestas heterodoxas para el manejo de la crisis y su día después.
Está claro que los efectos económicos inmediatos que la pandemia ocasiona sobre la población en todo el mundo son devastadores y podría decirse que tienden a incrementar desigualdades existentes. El sólo hecho de afrontar una cuarentena supone que quienes no pueden trasladarse físicamente a sus trabajos, y tampoco realizarlos desde la casa, pierden sus ingresos o por lo menos los resienten significativamente.
Pero este contexto, a la vez, expone otras desigualdades, no directamente ligadas al ingreso monetario y que manifiestan su carácter mutidimensional. Por ejemplo, 4 de cada 10 hogares tienen jefatura femenina, niveles que se amplifican en los hogares más pobres y en especial unipersonales y monoparentales, como es el caso de las madres solteras. Estas mujeres son el único sostén del grupo familiar y tienen que compatibilizar trabajo doméstico y remunerado, estando a cargo de la responsabilidad sobre la crianza y cuidado de sus hijas e hijos.
El confinamiento preventivo las afecta de forma directa: la escolarización en casa involucra que dediquen mayor tiempo de cuidado a sus hijos/as y que deban resolver situaciones tan concretas y diarias como efectuar las compras sin exponerlos. En paralelo, la cuarentena imposibilita disponer de ingresos económicos y de la red familiar y comunitaria a la que habitualmente acude.
Así, las desigualdades de oportunidades y elección son enormes según cual sea género y estrato socioeconómico. Las brechas se acrecientan entre los sectores medios y los sectores populares. No es igualitario el impacto de la pandemia.
Quienes sufren más que otros son quienes están en la pobreza y son jefas de hogar monoparental, jóvenes, con problemas de inserción laboral. Es importante, por tanto, definir políticas específicas para estos grupos. El apoyo del Ingreso Familiar de Emergencia y refuerzos de la Asignación Universal por Hijo constituyen una respuesta a su favor.
Otra dimensión de la desigualdad que visibiliza la cuarentena es la de acceso a la tecnología, de la cual la inclusión financiera es una muestra, entre tantas otras.
La largas colas en los bancos expusieron esa situación, donde se entrecruzaron cuestiones ligadas a la costumbre (la fila bancaria constituye un mecanismo de sociabilidad para una porción de la población que la contempla como una “salida” programada y cierta manifestación de que todavía puede valerse por sí sola) con otros propios de las desigualdades que transitan a diario: si una persona no sabe manejar un celular o descargarse una aplicación, es poco probable que pueda utilizar dinero electrónico para sus operaciones.
Eso conduce a que los incentivos para tener o disponer de una cuenta bancaria a su nombre sean muy bajos, y si a eso le sumamos que la red de comercios donde habitualmente realiza sus consumos tampoco ofrecen esos mecanismos de pago, el resultado es preferir tener el dinero en efectivo aun haciendo una fila interminable e inoportuna.
Por lo tanto, es bastante más que un ritual: son condiciones materiales que diferencian a unos de otros y en donde se expone algo de la historia institucional y de la memoria colectiva que especialmente incide en los más grandes, esto de retirar todo y atesorarlo en el domicilio por miedo a que un banco se lo apropie.
Dicho sustrato material en donde se expresa esa desigualdad de inclusión financiera la exponen los investigadores Ariel Wilkis y Mariana Luzzi, quienes revelan que en Argentina el 29 por ciento de los hogares no tiene cuenta bancaria, pero si el Jefe de Hogar tiene primaria incompleta, dicho porcentaje asciende al 40 por ciento. Y si los/as trabajadores realizan changas, quienes no tienen cuenta son el 56 por ciento del total. Es decir: aquí las desigualdades son múltiples y se retroalimentan por nivel de escolarización, acceso a la tecnología y baja capacitación financiera. No pasa entonces solamente por tener capacidad de compra de un celular, sino por los incentivos aplicados a sacarle provecho.
En un contexto de fuerte mercantilización de servicios públicos esenciales, las inequidades globales quizás con mayor impacto entre vivir o morir se manifiestan en el acceso a la salud frente a una pandemia tan agresiva como la del COVID-19. Un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de 2019 advertía que los países destinan, en promedio, alrededor de un 10 por ciento del PIB mundial de su gasto en salud. Pero como reflejo de las fuertes desigualdades entre los Estados, y no solo al interior de cada uno de éstos, apenas el 20 por ciento de ese gasto total se distribuye entre países de desarrollo medio o bajo.
Esto quiere decir que los países más ricos son quienes destinan más recursos a la salud, por más que no necesariamente esa distribución hacia dentro de cada uno sea equitativa: un ejemplo claro es el de Estados Unidos, donde a pesar de ser el tercer país del mundo en gasto en salud per cápita (8895 dólares, solo detrás de Noruega y Suiza y en el extremo opuesto de los que menos destinan, como la República Democrática del Congo y Etiopía, que apenas desembolsan 20 dólares) es quien actualmente presenta mayor cantidad de infectados y un número de muertes que hacen pensar en una temeraria extensión del Coronavirus en todo el país. La conclusión, pues, es obvia: tan importante como afectar recursos es garantizar políticas públicas que aseguren una apropiación equitativa de los mismos, para no consagrar infraestructuras sanitarias solo a disposición de los que tienen mayor capacidad de pago.
En definitiva, un abordaje sistémico de la crisis y de su reconstrucción posterior supone abordar las desigualdades de manera integral, y plantear en la agenda por delante un conjunto de esfuerzos que contribuyan a fomentar equilibrios como premisa transversal de los Estados en todas sus iniciativas, así como de asegurar esquemas de cooperación que consagren un rasgo más humanitario e igualitario en las políticas públicas donde los más privilegiados sean quienes resultan hoy víctimas de las inequidades múltiples del sistema.
* Coordinadora Académica del Diploma Superior en Desigualdades y Políticas Públicas Distributivas de Flacso Argentina- [email protected]