Esta no es una columna de opinión y pretendido sesudo análisis –o sí, también, un poco- sino ante todo y sobre todo un arcón de recuerdos que se amontonan, que se superponen, que hacen pogo. Quizá no el pogo más grande del mundo; un pogo entre las paredes del cráneo, un pogo módico pero de efectos igualmente movilizadores. Escenas de una larga historia que empezó a bajar el telón hace veinte años, el 15 y 16 de abril de 2000.
No estuve en la cancha de River, pero todos sabemos más o menos lo que pasó. A los Redondos, que pocas veces la tuvieron fácil, se les venía haciendo cada vez más difícil. El contexto es inseparable: el nuevo siglo exhibía la bestial cosecha de diez años de neoliberalismo aplicados por un tipo que llegó al poder diciéndose peronista, y montó primero un remate y luego una fantasía que dejó al costado del camino a miles y miles. El Indio, que siempre tuvo un radar finísimo para las frases que sintetizaban universos, los definió bien: los desangelados. En las convocatorias del muñeco Patricio Rey, los desangelados encontraron un refugio pero también un atajo peligroso al todo vale. Un verdadero redondito no arruina la fiesta, decía la bandera que el grupo colgó al pie del escenario de Satisfaction, en la era pre-Obras. Pero para esas noches de 2000 la fiesta se venía agriando hacía rato.
Cuando llenar de a tres Obras se convirtió en costumbre, las bandas cantaban seguido “Ya copamos Satisfaction / Ya copamo’ Obras también / No nos rompan las pelotas / que copamos River Plate”. Sonaba a bravuconada. El rock argentino no llenaba canchas de fútbol. De hecho, el rock argentino apenas se interesaba en el fútbol. Pero en los ’90, esto es tan sabido que no hace falta más que apuntarlo, los modos de la tribuna de fútbol y el público de shows se mezclaron, se confundieron. En el cabal significado de la palabra. Como las barrabravas que hinchan por sí mismas, que autocelebran el aguante, apareció la distorsión de creer que el espectáculo estaba no solo arriba sino abajo –y a los costados- del escenario. Que las banderas y la pirotecnia debían ser parte integral del asunto. Ya sabemos cómo terminó eso.
Nunca vi a los Redondos cuándo éramos 20 en La Esquina del Sol. Desconfío un poco de los que sacan pecho y largan la frase: la siento como otra expresión de esa futbolización, un agitar el trapo de superioridad, una bengala iluminando al privilegiado que le ganó a casi todos. Y como Woodstock, si hacemos la cuenta de todos los que fueron esos 20, los Redondos nunca tocaron para 20. Matemáticas.
Me los descubrieron Alfredo Rosso en la Expreso y Gloria Guerrero en Hum® y Lalo Mir y la Negra Vernaci en 9PM, pero recién los vi en el Fénix de Flores cuando ya éramos muchos más de 20. Y sí, el público de Patricio Rey era un poco bravo, un vidrio roto en ese Fénix, un Cemento hasta las pelotas e irrespirable, la monada subida al escenario en Satisfaction, los muchachos trepando las rejas para colarse en Obras o Parque Sarmiento. Pero la combinación de la camiseta de fútbol y la devastación menemista introdujo un factor que se volvió indominable. El caótico show en la cancha de rugby de Obras en 1989 fue apenas una muestra. Cuando lo primero que vi al llegar a Huracán en 1993 fue a una barra atropellando a los controles para entrar y a uno trompeando a otro en el campo para chorearle las zapatillas pasó lo que nunca en sus misas: tuve miedo. Los Redondos no eran miedo, eran fiesta, goce y disfrute. Y de pronto alguien me había secuestrado el estado de ánimo.
El resquebrajamiento social y la miseria pusieron el contexto, la prensa amarilla hizo su recorte, los inadaptados de siempre y los limados ayudaron; la cana trabajó lo suyo. Lo reventó a Walter Bulacio. Se encargó de agitar el ambiente para que invariablemente se pudriera. Extorsionó a la banda y apretó a la gente. Para descomprimir, Patricio salió a la carretera, pero la mochila ya estaba recargada. Si antes había garantía de fiesta, ahora había garantía de quilombo. Un oscuro intendente se dio el lujo de prohibirlos cuando la gente ya estaba en la ciudad. No sucedió una hecatombe porque la banda, gesto inédito, salió a hablar por TV.
Los shows de Racing fueron raros. La primera noche, todo lo que podía salir mal salió mal: las máquinas se plantaron, se cortó la luz de escenario en el final de la primera mitad, buena parte del público recibió con extrañeza más que entusiasmo ese cierre tecnoso con “Esto es to-to-todo amigos!”; algunos ni siquiera volvieron sobre sus pasos cuando los bises arrancaron nada menos que con el “Popurrí”. Ultimo bondi a Finisterre, que era y es un gran disco de los Redondos, jugado y rupturista, necesitó más tiempo para decantar. La segunda cita no, la segunda cita fue otra cosa, sin problemas técnicos, con el pogo de “Ji Ji Ji” arrasando el Cilindro, los pibes y pibas revoleando alegría y la cana revoleando sus palos, atropellando a caballo. Noticias de ayer.
“Ha pasado algo muy grave acá. Han entrado un par de hijos de puta, no sé si mandados por alguien o qué, que se cagan en el esfuerzo de la banda y los 70, 80 mil pibes que vinieron. Hay varios chicos lastimados”, dijo el Indio después de media hora de tensa, dolorosa pausa en el primer River. “Nosotros no tenemos ánimos en este momento, vamos a concluir este show por respeto. Parece que todo el esfuerzo de la prensa para meternos en este ghetto dio resultado. Ahora por un dictamen del juez vamos a tener que terminar el show con las luces prendidas”. En el campo del Monumental dirimieron sus internas tres barrabravas diferentes; Jorge Ríos pegó puntazos a siete personas antes de ser asesinado con su propio cuchillo. Las crónicas apenas si pudieron hablar de música: se había copado Satisfaction y Obras también, pero quedaba poco por festejar de haber llegado a River Plate. “Consideren esta como una de las últimas noches que tocamos”, anunció el Indio esa noche; poco más de un año después, en el Chateau Carreras, la promesa se hizo realidad.
Bajo el puente pasó un tsunami y se lo llevó. Todavía hay quien canta Solo te pido que se vuelvan a juntar. Pero es apenas un eco, una canción que sale de una fonola en un rincón lleno de polvo: el último estribillo de un sueño que terminó de partirse cuando el siglo recién asomaba. Estamos lejos de ser los mismos. Pero quién nos quita lo bailado, Patricio.