Si hay algo que el virus pudo dejarnos como lección reciente es que la tregua política no tiene ningún tipo de viabilidad. El impasse duró apenas diez días y una vez más, aquellxs que mascullan como gatos por la democracia siempre en pérdida, son los primeros en fracturar todo pacto posible. Mientras a diestra y siniestra se hacía un llamado a la calma, la reflexión y el apego en la lejanía, nos dimos cuenta de que el poder propietario no descansa y que al final el problema no era tanto el virus sino una actualización más de la guerra entre ricos y pobres. No es que no haya buena voluntad, capacidad de diálogo: es que para algunos ricos lo único que importa son sus intereses, unos que no son de cualquier tipo, ya que viven contrariando a los de las amplias mayorías, y exigir sacrificios sin medidas efectivas es un episodio más en la vieja y larga historia de traiciones.

Jorge Alemán fue muy preciso en estos días al decir que cuando todo esto termine -si es que termina- no solo habrá que recordar lo mortífero del virus sino que habrá que tener la memoria bien firme respecto a la estructura miserable donde esta peste recayó: un sistema totalmente desguarnecido por las políticas neoliberales que, desde hace años, no han hecho otra cosa más que querer reducir el estado a sus prestaciones básicas que, hoy día, son la de mantener al pie del cañón la renta financiera y la de los monopolios más desagradables. Bifo fue más crudo al respecto y vale la pena citarlo textualmente: "Los economistas que han venido prometiendo durante los últimos treinta años que la solución a cualquier enfermedad social era reducir el gasto público y privatizaciones deberán ser socialmente aislados si intentan abrir sus bocas otra vez. Deberían ser tratados por lo que son: unos idiotas peligrosos."

En marzo de este año salió publicado en Argentina el último libro de Ian McEwan. El escrito, que se arrastra con esa bella ironía palaciega que tanto caracteriza a los ingleses, retrata un gabinete que desde el cuerpo del primer ministro hasta la carne y la mente de su círculo rojo de colaboradores ha sido tomado por cucarachas, una versión inversa del dilema kafkiano que, por supuesto, no es necesario profundizar. A la luz de este libro el contagio del primer ministro inglés no es ninguna novedad: la literatura siempre es una buena expresión de los síntomas de época y más que esperar una reescritura del Decamerón de Boccaccio lo cierto es que hoy día más importante que la peste es el modo patético en que se la ha tratado por las principales potencias económicas occidentales, las cuales han demostrado que la neotenia, es decir, la persistencia crónica de los estados infantiles incluso en la edad adulta, no es una condición exclusiva generacional sino que se reparte por igual en este mundo de desiguales.

Tanto Trump como Bolsonaro como el premier inglés son la demostración de un tipo de liderazgo político que no ha asumido la crisis y, como bien ha señalado Badiou hace ya un largo tiempo, cuando unx no se vuelve sujeto de la crisis no le queda más que ser su objeto. Unos y otros han sido arrastrados por lo que muchos veían pero no lograban aceptar: que el virus vino a acelerar una crisis profunda que ya lleva larga data y que los bajísimos niveles sanitarios y de protección comunitaria no son más que una muestra. En todo esto debería quedar en claro aquella lección foucaultiana respecto a lo que se nos muestra y se nos veda: la crisis está frente a nuestros ojos, está hace rato, no hay nada por detrás de la crisis, no hay síntoma que leer e interpretar, la crisis viene viviendo hace tanto tiempo en nosotrxs que ahora la llevamos también en lo más profundo y microcelular del cuerpo.

En un escrito no muy leído hasta ahora y en un tono que se aleja del alarmismo que se ha generalizado en el discurso filosófico-político Maurizio Lazzarato apuntó a un flanco histórico bien definido: la crisis desatada en 2008 todavía no está resulta. Es una ilusión de economistas, estatistas, empresarios y políticos profesionales de todo rango imaginar que la crisis se ha resuelto. En la política local se suele repetir que estamos frente a un estancamiento en la economía real desde al menos el año 2012 pero reducir la problemática a lo autóctono no hace más que profundizar la estrategia gorila frente a un mar que, con el faro del FMI al mando, está lleno de tiburones. Estamos ante una gran y larga crisis que todavía no ha mostrada el perfil más crudo de sus caras posibles y mientras el virus convulsiona al mundo la timba financiera continúa: ahora la apuesta más grande la hacen los laboratorios, por patentar antes de tiempo. Pero, no hay que confundirse, la lógica sigue siendo financiera: es apostar tantos millones para ganar tantos millones dentro de un tiempo. La producción es lo de menos. La especulación lo cubre todo.

El hombre que encabeza la lista Forbes de Argentina ha decidido echar a 1450 empleados con lo que se ha ganado una notoriedad ejemplar. Lo que no fue tan notorio fue la jugada del segundo hombre más rico de la Argentina. El día en que se hizo el programa televisivo para recaudar fondos Unidos por Argentina uno de los presentadores dijo que había que agradecer a alguien muy especial por el grosor de las donaciones que hizo: Alejandro Bulgheroni, quien ya se había dado cuenta de lo que desencadenaría ese gesto autoritario de Rocca y que no se dejó esperar: el de pensar un impuesto extraordinario para los hombres más ricos del país. Resulta por lo menos curioso ver el modo en que los empresarios hacen sus jugadas en un contexto de crisis aguda. Sería interesante ver también qué tipos de estrategias se pueden hacer desde abajo, en un confinamiento que prohíbe la movilización social y en el que la represión parece estar más que asegurada.