La noticia del Krakatoa erupcionando me recuerda que William Ospina cuenta en El año del verano que nunca llegó de un volcán en Indonesia que, en 1815, escupió tal cantidad de cenizas que oscureció al planeta durante un año. De ese suceso global habrían surgido cosas tan variadas como que un grupo de amigos románticos hasta el caracú (Byron, Polidori, Mary y Percy Shelley), atrapados en Ginebra por ese clima de fin de época, escribieran libros fundamentales como Frankenstein y El vampiro, hasta heladas mortales que contribuyeron al desarrollo de la bicicleta ante la complicación de los trenes para circular.
Pero hay más. Incendios que amenazan las centrales nucleares de Chernobyl, ríos que se secan, plagas de langostas y sismos. Todo esto, con la pandemia como centro, sumado al flujo demencial de información, ha generado algo novedoso: que veamos por primera vez al mundo como una sola cosa. La aldea global, al fin. La primera puesta en escena verdadera, y curiosamente de orden natural, de la tan promocionada globalización.
Hasta ahora la globalización había sido un mundo interconectado, sobre todo para comerciar y en el caso de las potencias para influenciar o directamente mandar. Pero los hombres comunes veíamos estas acciones desperdigadas según nuestra formación y curiosidad. Una invasión por acá, un genocidio por allá. Ahora, como en el mundo oscurecido de Ospina, pero con la capacidad de información actual, vemos, todos, personas comunes, intelectuales y también los burros que no se enteran de nada, al mundo como una unidad. Por eso hablamos de China, India, Irán o EEUU como si fueran barrios vecinos. Y por esta vez lo son.
Y no es todo. Lo interesante de esta tragedia múltiple es que también por primera vez lo que está en el centro del escenario es el hombre, ya no números fríos, estadísticas, caídas de acciones y guerras comerciales. El hombre y su destino. El hombre de todo el planeta, sin raza ni credo. La supervivencia de la humanidad. Tal es así que en estos días apenas hemos prestado atención a nada que no sea sobrevivir. Ni los vaivenes de la bolsa, ni la vida de Messi, ni los chismes del espectáculo nos conmueven. ¡Hasta el valor del dólar hemos desatendido!
Esto significará una revelación, que vendría a ser el otro aspecto interesante de esta tragedia global. Sobre esta revelación hablaremos luego, cuando llegue, pero es probable que sea colectiva y a la vez individual. Lo que podemos aventurar ahora es que nos sentiremos más débiles, más finitos, más prescindibles.
La muerte de chinos, ecuatorianos y norteamericanos en tanto vecinos nos hace tomar conciencia, como nunca antes, de que los que mueren también somos “nosotros”. Que las noticias hablan de “uno mismo” aunque sucedan lejos. Son anticipos de lo que nos puede tocar mañana: morir.
Pero, Chiabrando, la muerte, la tragedia, existió siempre, me dirá usted. Sí, pero como dije, antes veíamos un tsunami acá, un avión que cae allá. Muertos ajenos, tragedias que difícilmente podían alcanzarnos. Eso cambió. Siguiendo la idea del libro de Ospina: El mundo se oscureció. El presente ya no son anónimos africanos que cruzan el Mediterráneo para morir como tontos. El presente es la muerte colectiva como posibilidad. O un posible (aunque improbable) fin del mundo, lo que equivale a decir fin del hombre.
Y no es una cuestión de números, de cantidad de muertos, porque la cantidad de muertos de las recientes invasiones norteamericanas debe ser mayor que con el virus, así como la muerte de los africanos que no saben ni nadar de pobres que son. Pero ninguno de esos muertos entraba en la categoría de “nosotros”. Ahora sí. La aldea global está enferma, así de simple.
Esta revelación tiene un precio. El de la muerte de una parte de “nosotros”. Pero también el de la vida de otros. Es que el valor de la vida se mide también en el poder de fuego de la muerte. Y quizá esta revelación incluya cosas aún más importantes: entender que hay que dejar que muera una cosa para que aparezca otra. Casi morir para entender lo que es vivir.
Siguiendo con esa línea creada por los románticos encerrados en la Villa Diodati de Ginebra, mi revelación personal (me adelanto) incluye que se viene una etapa de oscuridad. No real, sí simbólica, abstracta. Un dolor existencial. Una oscuridad que nos pondrá a prueba duramente. Lo digo con la certeza de que yo no tengo problemas en vivir en la oscuridad. Creo que estábamos sumergidos en un modo de vida cómodo e indolente. Demasiada molicie, demasiado conformismo. Demasiadas ofertas y proyectos que no cambian lo esencial aunque parezca que sí.
En esa cancha del futuro se verán los pingos. Veremos qué tan fuerte es el hombre para vivir sin tantos objetos, comodidades y ofertas. Veremos qué tan fuerte es cada cultura, cada país. Y qué tan fuerte es cada uno de nosotros.
Es obvio que para algunos no habrá revelación alguna. Verán pasar el virus y volverán a alimentar el fuego de este mundo injusto. Pero otros se sacarán la modorra, aceptarán la oscuridad y, como los románticos a los que no es difícil imaginar mirando el cielo gris y amenazante, escribirán libros maravillosos. Y quizá hasta volvamos a inventar la bicicleta para poder retozar como chicos cada vez que deseemos ser felices.