Con Ricardito fuimos vecinos siameses, unidos por una delgada medianera entre el tercero y cuarto departamento, en pleno silencio insondable del centro de manzana, al que se llegaba pisando escalones de ladrillos en escaleras horizontales en el interior de uno de los tantos edificios acostados de mi Echesortu natal. Si bien el gallinero y el palomar estaban en la terraza de su casa, en realidad indicaban las raíces de su madre, Ramona, santiagueña de ley, famosa por ser la mejor empleada doméstica de la zona, quien aprovechaba sus horas de descanso para lavar y planchar ropa para afuera. Solamente se tomaba algunos domingos para volver en rituales de tamales, locro y humitas a su inolvidable Atamisqui. En plena edad de preguntar, cuentan que un día dejé sin respuesta a mis mayores, “si Ricky es hijo natural, ¿yo no soy natural?“ 

La raíz expuesta del árbol comunitario de los pasilleros fue el primer auditorio de sus historias. Podía quedarme horas escuchando sus relatos surgidos de su imaginación. A la escuela íbamos siempre juntos, a veces comía en mi casa y de allí partíamos, otras, la mayoría, tenía que despertarlo de sus pesados sueños. Generalmente no bastaban mis golpes en su puerta, debía recoger la llave que mecía colgada de un hilo del otro lado de la chapa, entrar, destaparlo y tirarle agua en su cara pegada con una espesa baba a una almohada sin funda. Cuando no dormía, dibujaba. Parecía faltarle espacio para sus obras, las hojas tamaño oficio, los cuadernos apaisados, los blocks de dibujo, resultaban finitos para todo lo que tenía para expresar. Por mi parte era bueno para las matemáticas, siempre le pasaba los resultados de las cuentas en las pruebas decisivas; no obstante, mi amigo nunca pudo ayudarme en dibujo, las ciencias exactas se pueden copiar, los talentos son personales e intransferibles. Sus mentiras fueron creciendo con él, aquellas ocurrencias que en algún momento causaban tanta gracia, poco a poco fueron erosionando relaciones, perdiendo credibilidad entre sus pares, generando rechazos. El mundo de los adultos exigía verdades, hechos, patrimonio. 

Ricardo no mentía para aparentar, lo hacía por necesidad, nunca se lo perdonaron. Sus relatos de viajes con su padre esquiando sobre la nieve del Cerro Catedral o pescando tiburones en la Patagonia, eran tan precisos en sus detalles, tan minuciosos, que superaban la necesidad de veracidad. Los muchachos se cansaron, poco a poco lo fueron aislando y a mí con él, por incauto. Debo reconocer que siempre me sentí un niño inocente sentado en la raíz del viejo plátano, plataforma desde donde me enancaba en sus palabras para viajar en un tiempo de fantasías. Desde el anonimato alguien lo bautizó el guanaco. Cuando se encendía en sus exposiciones nada ni nadie lo detenía, no escuchaba críticas, ni contestaba preguntas, acelerado en su discurso, tal vez para no prenderse fuego drenaba hacia los costados escupitajos de fiebre. Dicho gesto fue origen de su sobrenombre. Una noche de verano nos contó que había pasado toda la tarde con María del Carmen, gozando de la brisa de la felicidad hamacándose en la Buratovich primero, mirando vidrieras por calle Mendoza después, finalizando el paseo en un beso con gusto a coco en la heladería La Gloria. Entre tres tuvimos que apartarlo a Titi Gamíndez, novio oficial de la coprotagonista, de la humanidad del cuentacuentos. El ofendido, perdido en una nube de celos, no entraba en razón, interpelaba a los gritos, “¿pero cómo sabe que a la Mari le gusta el helado de coco?". Mi amigo, lejos de retractarse, desde el piso y con la nariz rota, le contestó, "María del Carmen no es tuya, no es un objeto, no te pertenece, ella es un milagro."

Poco a poco sus relatos se fueron ahogando en los vasos de vino del boliche de Don Soria, lugar elegido para gastar el dinero de las changas. Tenía alquilada la mesa con una silla frente a la columna, de espalda a la puerta de entrada, debajo del televisor a color en donde pasaban películas con flameantes banderas del país del norte que los parroquianos miraban embobados. El tiempo fue fregando las fuerzas de la fregona, la salud y el trabajo comenzaron a escasear, no había razón para vivir en un barrio que estuviera cerca de todo. Los acompañé en la mudanza hasta la casa de unos parientes, cerca del cementerio La Piedad. Quizás como agradecimiento por haberle prestado tanto oído a sus historias, el fabulador me contó su secreto. "Todos nacemos con un don, pobre de aquél que lo desprecie. El mío es poder soñar con lo que deseo profundamente, concretarlo en un plano casi real, casi tangible, casi vivencial. Digo casi porque una noche deseé morirme... Lo logré, pero me despertaron. No conozco nada más cierto que la vida, elegí vivirla a modo de sueño. Para mí la vigilia fue la pesadilla. Afilé mi capacidad desde muy chico, me duermo pensando en lo que me falta, me abrazo a dicha visión y me despierto en el oasis de mi maravilla. Siempre narré lo deseado, es decir mi más pura verdad".

Aquellos que manejan con oficio la ficción no soportan mentiras burdas. Al escucharme balbucear futuras visitas periódicas, supo cortarlas desde su lógica incaica. "Los mestizos pecamos de la soberbia de querer manejar el tiempo, eso nos carga de tristeza, no existe la palabra adiós en el idioma quechua, los nativos usaban «tupananchiskama», hasta que la vida nos vuelva a juntar". 

Una tarde de primavera, después de un montón de inviernos, estacioné mi auto frente a una entidad bancaria, se me acercó un hombre extremadamente delgado luciendo un chaleco amarillo fosforescente y un trapo rejilla en su mano derecha, se paró ante mí y tuvimos el siguiente diálogo, “le cuido el auto, ¿señor?/ me cruzo al cajero y vuelvo/ ¿quiere que se lo lave?/ entro y salgo, ya me voy.../ Flaco... ¿sos vos?". 

Hay abrazos tan fuertes que rompen la jaula de los días. Lo reconocí en una sonrisa leve que le devolvió por un instante su rostro de niño. Dicen que la esencia no se modifica, más bien se agudiza. Después de salivar hacia un costado, narró eufórico: “Siempre nos acordamos con mi vieja de ustedes, nunca más tuvimos vecinos tan buenos. ¡Lo contenta que se va a poner cuando le cuente que la vida nos volvió a juntar! A mi viejita la veo todos los domingos, no veo la hora de contarle...". Mientras extraía los escasos billetes de mi jubilación, sentí, por primera vez, una fuerte envidia del mentiroso.

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