Si algo queda claro, en estos días que avanzan en definiciones, es la ratificación de cómo se ubica cada quien en torno de algunos grandes planteos gubernamentales.
Hay mucho número de por medio y no es que no deba interesar el análisis fino del proyecto para gravar a las grandes fortunas del país. O el del cronograma de pagos presentado a los bonistas. Pero importa tanto o más cuál es la postura política, básica, instantánea, intuitiva, que se adopta frente a determinados temas.
Tomemos un ejemplo. Hoy, lo que se llama “inseguridad”, en su acepción relacionada con los delitos urbanos, no forma parte de las preocupaciones sociales o instaladas por la agenda mediática. Pero cada vez que esa cuestión reapareció, y toda vez que vuelva a hacerlo, lo habitual es encontrarse con aquello de que “la seguridad no es de derecha ni de izquierda”. Al escuchar eso, es inmediato saber que se está frente a un pensamiento de derecha.
Trasladado ese precepto a los dos hechos que la semana pasada agregaron combustible político, ocurre lo mismo.
Basta ver quiénes son los disgustados y hasta enfurecidos con la propuesta parlamentaria oficial de impuesto extraordinario a los más ricos, junto con la reacción frente al programa planteado a los acreedores.
Con eso alcanza para saber por dónde se profundizará un ataque feroz, de apariencia estrictamente mediática, cuando en rigor se trata de voceros directos del capital concentrado. Portavoces y mandaderos. Algunos más serios; otros payasescos; algunos ideológicamente solventes, con buena pluma y verba; otros, apenas representantes del ideario simplote, facho, que siempre tiene a mano el recurso de la indignación. Pero todos, quien más, quien menos, subsidiarios de la información y de la opinión como mercancía del poder verdadero.
Reproducimos debajo, nuevamente, un tramo de la columna que Alfredo Zaiat publicó en este diario el domingo 1 de marzo pasado. El coronavirus quedaba lejos. El centro de la atención mediática discurría por la (entonces futura) oferta a los bonistas. Y los gurús, como ahora retomaron, advertían que el Gobierno carece de plan económico alguno para encauzar una senda de crecimiento, simultáneamente capaz de conseguir los dólares a fin de pagar en algún momento.
“Existen (…) intereses políticos del establishment local que confluyen con los de los acreedores. El canal de expresión que tienen son los medios de comunicación con mayor capacidad de penetración en el mercado. Esas grandes empresas de medios que comercializan contenidos, como uno de sus negocios principales, son parte activa del poder económico. Éste va siendo moldeado y condicionado con sus diarios posicionamientos políticos y económicos, y actúa a la vez como vocero calificado del conjunto. Esas firmas mediáticas, como sus principales accionistas y la mayoría de las compañías líderes, han destinado una parte de sus excedentes financieros a comprar títulos públicos. En los balances de cada una de ellas están registradas tenencias de bonos. El derrumbe de las cotizaciones de los papeles de deuda les representó una pérdida financiera y la próxima reestructuración también les significará, dependiendo de cómo se defina, una mayor o una menor carga negativa en el renglón financiero de sus respectivos ejercicios económicos. Se despliega entonces una coincidencia objetiva entre miembros del establishment local y los grandes fondos acreedores, en relación a cuestiones financieras. Pero también irrumpe la cuestión política, ideológica y de negocios que exacerba la presión al gobierno en alianza con financistas internacionales. Es una disputa económica. Pero es, fundamentalmente, una disputa de poder. O sea, de quién es el que tiene más capacidad para definir cómo son las condiciones de la negociación”.
Significa, como asimismo dijimos en este espacio, que los medios de comunicación, sus economistas de la City y la pléyade de opinadores que, más a cada rato que todos los días, hablan del plan económico que no existe, de las batallas entre Presidente y vice, de un futuro poco menos que apocalíptico si no hay arreglo “responsable” con los acreedores, son… acreedores.
Conviene, también, insistir con algunas aclaraciones que puedan despejar la idea de que las cosas fáciles de diagnosticar son sinónimo de recetas infalibles.
El mundo casi entero atraviesa un escenario que oscila entre dramático y terrorífico. Argentina no sólo no es excepción, sino que determinadas características la ubican en un plano de tormenta perfecta, sobre todo al cotejársela con la realidad y panorama vigentes hasta 2015.
La deuda externa más grande e irresponsable del planeta, el crecimiento vertiginoso de pobreza e indigencia, un aparato industrial que funciona con suerte a la mitad, las pymes que ya estaban con respirador artificial, vienen a sumarse al contexto pandémico.
El Gobierno reaccionó con una prontitud de acciones sanitarias que le elogian inclusive sus enemigos de adentro y afuera. Adoptó medidas adscriptas a un Estado presente ante los más débiles. Y, ahorcado por la deuda catastrófica que dejó Macri, no ha hecho más --nada menos-- que cumplir con su palabra electoral: primero proponer cuánto y cómo pueden postergarse los pagos, de modo tal que la asfixia no termine de liquidar a una economía agónica, para recién después instrumentar cifras y proyectos concretos.
En cualquier caso, la crisis deberán pagarla los que más tienen y, si no, no será nada. La orgía de especulación financiera que nos condujo hasta acá, así el coronavirus no existiese, tiene culpables y responsables específicos que hoy requieren un Estado salvador. De ellos.
¿Qué hace esa gente? Nada muy original. Reclama ajustar el costo de “la política” y de “los políticos”, y llama a levantar el aislamiento para que el darwinismo social acomode los tantos eliminando adultos mayores.
Tan afectos ellos a los pedidos de autocrítica del populismo, no ejercieron ni una sola respecto del modelo que vertebraron. No quieren poner un peso, se victimizan, insisten en agarrárselas con el gasto público, imponen rebajas salariales en canje por no despedir trabajadores.
Subrayar esas posiciones quizá no sirva de mucho, en la vida cotidiana, para distender la inquietud, horrible, respecto de una actividad económica prácticamente detenida, a la que le llovió sobre inundado.
Cuando el virus se vaya o aminore, más tarde o más temprano, las consecuencias serán espantosas porque costará horrores la readecuación a circunstancias “normales”. Mucha gente, difícil de cuantificar, habrá quedado excluida del circuito productivo y de consumo. Probablemente, con sectores de clase media a la cabeza.
No todos, pero la mayoría seremos más pobres. O estaremos más ajustados. O como quiera denominarse a una situación en la que se habrá añadido el frente externo gracias a la deuda impagable, que muy posiblemente complique toda salida que pueda imaginarse.
Sin embargo, como dijo el Presidente en Olivos, al presentar las grandes líneas de la oferta a una parte de los acreedores, tal vez estemos ante una oportunidad histórica para construir una sociedad más solidaria, más justa. Puede tomársela como una frase hecha, es cierto, pero no es eso lo que la desmentiría. Su refutación transcurre por otro lado. Pasaría por que el Gobierno no asumiera cargar la crisis en quienes tienen la chance de hacerlo, sin siquiera dejar de ganar plata a lo pavote.
Cualquier escena es complicadísima. Pero, como insiste en señalar Roberto Feletti, los argentinos disponemos de variables que, bien administradas, trazan un esquema potencialmente más optimista que el de otros mercados emergentes.
Alimento, techo, energía, salud pública, vestimenta, son necesidades básicas que el país puede resolver o manejar por las suyas. Objetivamente. Desde ya que un default agravaría el acceso al crédito desde el exterior, que hay insumos importados que son imprescindibles y que además existe un patrón de consumismo cultural muy difícil de deshacer sin generar malhumor social.
Pero, si es veraz que el coronavirus, la economía parada y el estrangulamiento externo son, en efecto, la tormenta perfecta, también podría serlo que, con un liderazgo político firme, haya una visión remozada, inteligente, decidida, del vivir con lo nuestro.
Aunque suene facilongamente romántico, es tiempo de utopías.