A mi tío abuelo Valerio lo ví una sola vez.
Habíamos ido con mi madre y mi padre a visitarlo a su casa-taller. yo tendría 3 o 4 años y él ya era una persona entrada en años.
Las imágenes de esa tarde no me las olvidé jamás. Me acuerdo de un pasillo largo, por el cual se llegaba a un patio, una escalera exterior que llegaba a una puerta de madera en el primer piso. Allí vivía Valerio. Tengo grabada la imagen que se me presentó cuando entré: una habitación relativamente amplia, de techo alto, de paredes rosas, lleeeena de cuadros. Cuadros en las paredes, hasta el techo, cuadros apoyados por ahí en el piso, y allí a mi izquierda, un cuadro en un caballete. (tengo un recuerdo sin movimiento, yo parado delante de la puerta de entrada, mirando hacia arriba y hacia todos lados). Pinceles, trapos manchados, olor especial, y algo así como la idea de desorden, todo allí desplegado.
Para mí, aunque no de manera consciente en ese momento, claro, fue la revelación de que un lugar así podía existir. De que alguien podía vivir de esa manera.
Cuando volvimos a casa, agarré mi cajita de doce marcadores Silvapen y me dibujé a mi mismo pintando con un pincel enorme sobre una tela apoyada en un caballete complejísimo, lleno de maderas y tuercas que las sujetaban. Tengo ese dibujo guardado, pues a su vez mi padre lo guardó. Realmente es uno de mis dibujos preferidos, está lleno de alegría y deseo.
Mi tío abuelo Valerio vino a la Argentina ya de grande, cuando su hermano, mi abuelo Fidel , almacenero junto a su mujer, mi abuela Lola, habiendo juntado unos pesos, lo invitaron a mudarse a estas tierras. Ellos tenían el almacén justo en la esquina de las calles Yatay y Potosí.
Una vez en Buenos Aires, mi abuelo le preguntó qué quería hacer; él le podía dar trabajo en el almacén. Pero no, Valerio, quería hacer algo que siempre había querido hacer, y nunca había podido: pintar.
Había trabajado toda su vida en España como peón en el campo, jamás había tocado un pincel, pero así y todo quería empezar y hacerlo. Entonces mi abuelo le facilitó lo necesario para que se comprara sus materiales y demás.
Al tiempo de ponerse a pintar, una señora le ofreció comprarle materiales a cambio de sus cuadros, y a Valerio le pareció perfecto. Él solo quería pintar, nada más.
Es así como pintó bastantes cuadros, alguno de los cuales fueron a parar a la casa de mi abuelo y abuela, y de sus hijas, mi madre y mi tía.
Toda mi infancia y adolescencia, vi colgado en la pared del living, entre otros tres o cuatro, este cuadro de Valerio Ledesma.
Sus colores, y su alegría se expandían por todo el gran ambiente. Ni bien uno entraba en la casa, la mirada no podía dejar de dirigirse a él.
Lo he mirado tanto tanto, de lejos, de cerca, de más cerca todavía, lo he tocado, asombrado por la textura de las pinceladas, en diferentes zonas, en la casita de arriba, en el camino, en los autos, las copas de los árboles, incluso en su firma.
Tengo tanto recuerdos visuales como táctiles de esta pintura. la miré y la toqué toda. Incluso, la primera vez que deposité un color sobre una tela sobre bastidor, ¡fue en este cuadro! Una tarde, mientras padre y madre no estaban a la vista, no pude frenar el deseo de hacerlo: me puse a buscar algo parecido a pintura, algo con lo que pudiera imprimir un color en, justamente, este cuadro. Encontré el bolsito donde mi madre guardaba los lápices labiales, y elegí el rosa. Si se fijan al centro hacia la izquierda, hay una pareja bajo un árbol, ella con vestido azul, él con pantalones bordó y un cigarrillo en la boca, y como convidándole uno a ella. El calzado de ella, ese zapato extrañamente grande, ese manchón rosa claro: lo hice yo.
Se me fue un poco de las manos el manchoncito, y cuando lo quise arreglar empecé a empeorarla, así que ahí lo dejé. Así como lo ven. Rogué que no se den cuenta temiendo alto reto, pero nunca se enteraron.
Décadas después le mostré el accidente a mi padre y nos reímos juntos.
Otro detalle que me encanta de los cuadros de Valerio, es que él se pintaba en todos. De una u otra manera se las ingeniaba para estar allí. En uno en el que se veía una cosecha , se pintó como el capataz, en uno que hizo de un partido de fútbol era el arquero. En todos, se ponía de espaldas al observador.
En este cuadro, que muestra la entrada del Parque Tandil, lo pueden ver, hacia el inferior de la tela, por entrar al parque, de sombrero gris, camisa blanca y tiradores.
Para nosotros, en la familia, Valerio, que falleció siendo yo un niño, siempre fue estos cuadros. Algo familiar, cercano e íntimo. Grande fue mi sorpresa cuando me enteré , hojeando un fascículo de pintura naif argentina, ¡que era un artista reconocido!
No sé si él alguna vez se enteró. Ni siquiera que supiera de la existencia de una corriente de la pintura llamada naif. Él era naif. Naif de verdad. No forzaba nada para parecer que no sabía de perspectiva ni cosas por el estilo, le salía así y listo. Amo eso.
Este cuadro lo tiene en préstamo un ser querido mío, que lo disfruta, pero yo tengo en mi taller, el primer cuadro que pintó en su vida, antes de comprarse su primera tela, una témpera sobre papel, que me sigue dando energía de la buena cada vez que llego a trabajar y lo miro.
En un punto siento que ese día que entré en su taller, se encendió en mí la imagen de cómo quería vivir, y qué quería hacer.
Ernesto Ballesteros nació en Buenos Aires en 1963. Desde 1983 participó en muestras colectivas e individuales en Argentina y en el exterior. También fui seleccionado para la 56º Bienal de Venecia en 2015 y para La Biennale de Lyon en 2011. Actualmente trabajo en el terreno del dibujo, la performance, el grabado. Lo representa la galería Ruth Benzacar.