Su voz anticipa y deriva, como si la música fuera una fuga no se sabe bien adónde de cantantes que asisten al funeral de Charles Olson y Theodore Roethke. Karen cantó canciones de Tim Hardin (también podría ser a su funeral al que las voces asisten) y hace que “Reason to Believe” sea de verdad, cuando la mentira se dice en la cara de quien llora, un tema que toma por asalto, por las astas, tanto la fe como la esperanza y la caridad. Los noventa mataron a la chica de la gran voz perdida del tablado folk del Greenwich Village neoyorquino de los años sesenta, una voz ondulante que mecía la pérdida gélida y la clemencia en el mismo arrullo. Karen estaba allí cantando las letras de los otros como pocos saben hacerlo y en lugar de hablar de ella (en lugar de escucharla) dejaban que las comparaciones que aguijonean en incitación infalible al olvido fueran palabra y oído. Y entonces Karen no era Karen, era, de parecida tristeza, “una especie de Billie Holiday”. Queremos a Billie, claro, y también a la guitarra de Jimmy Reed -otro de sus parecidos de jerarquía- pero queremos que Karen sea Karen.
Vivía en Oklahoma con un marido y dos hijos cuando decidió ir a cantar a New York, el marido y uno de los hijos se quedaron en casa y Karen se fue a la ruta con su guitarra de muchas cuerdas y uno de los niños. El florecido Greenwich Village le dio micrófono, eran los primeros días largos de Bob Dylan, uno de sus fans fervientes, Fred Neil y Richard Tucker, con quien después vivió algunos años en Colorado, y entonces Karen, la hija Cherokee del banjo, de largo pelo negro con la cara marcada antes de que apareciera la mueca cantó suave en fraseo profundo. Todos los músicos del Village querían que Dalton cantara sus canciones, la mujer que no componía interpretaba haciéndolo. Dicen que le molestaba la multitud y que siempre prefería cantar entre pocos, más de una vez sus amigos promotores -una vez fue Fred Neil- consiguieron grabarla sin que se diera cuenta, timidez de tendencia firme que se protegía en el patio trasero en el que aún dormía su infancia en cama de bronce.
Lejos de uno de sus hijos -una versión de admiración tardía cuenta que antes de grabar uno de sus discos volvió a Oklahoma a buscarlo y que sumó al viaje a uno de sus perros y a un caballo- Karen vivió la crueldad comercial de la industria discográfica. Un segundo disco sin éxito unió los dientes de algunos productores que mascullaban sobre la “debilidad emocional de la intérprete” mientras la destinaban a los márgenes que su tristeza habitaba. Temporales de cambio, demasiada heroína, algunos intentos de recuperación impuesta en Texas y la protección de Peter Walker y de Lacy J. Dalton, la cantante country que adoptó su apellido como reverencia y quien la bautizó para deleite de los titulares luctuosos “canario en una mina de carbón, demasiado sensible a lo que pasaba en el mundo”, esbozan sin certeza los años previos al día de su muerte en una de las calles de New York en la que algunos dicen y otros desmienten que vivía. Susurros biográficos de mujer homeless, de VIH y de litros de alcohol que nunca alcanzan llenan las copas de los homenajes y siguen hablando de Karen sin hablar de ella hasta que escuchamos “How did the feeling feel to you”, “Katie Cruel”, “In a Station” o cualquier otra canción y su voz adiestrada en ese arte de burlar la línea siguiente frasea el mismo tema siempre con ataques distintos y le gana al desconocimiento y al olvido.