Nombrado por el entonces Presidente de la Nación Domingo Faustino Sarmiento como subcomandante de la frontera sur, lindante con el hábitat de los indios ranqueles, Lucio Victorio Mansilla asumió en enero de 1869 ese cargo que no estaba a la altura de sus ambiciones. Aunque los separaba el abismo de la historia familiar, Mansilla había trabajado por la candidatura presidencial del gran enemigo de su tío y padrino Juan Manuel de Rosas y aspiraba a un puesto más relevante.
Pese a la frustración, una vez llegado a la villa del Río Cuarto en Córdoba, abordó enérgicamente su cometido, que no era fácil. Una ley nacional (la 215, debatida y aprobada en 1867) ordenaba el avance de la frontera sur hasta los ríos Neuquén y Negro “mediante la conquista militar del territorio de la Pampa, unánimemente percibido como desierto a conquistar” (Navarro Floria), no como zona ocupada por otros pueblos con derechos sobre ella. Con incansable empuje, Mansilla logró mover la frontera desde el Río Cuarto al Río Quinto. Estableció una línea de fortines, restauró otros antiguos y semi abandonados, y lo hizo sin que este desplazamiento dependiera de una vasta campaña ofensiva (como sí lo deseaba, en cambio, el general Arredondo, su superior).
A poco de vivir en la zona fronteriza, comenzó también a notar las complejidades y claroscuros de ese mundo móvil, lábil y mestizo, donde los bandos y las alianzas se hallaban lejos de estar claramente definidos según la condición etno-cultural. El contacto asiduo con los ranqueles de Tierra Adentro que llegaban para comerciar o en delegaciones formales (“comisiones”) enviadas por el cacique Mariano Rosas, incidieron seguramente para que terminara inclinándose por el consenso y las tratativas pacifistas.
INDIOS VIVOS, INDIOS QUE HABLAN (1870)
Por eso, el 30 de marzo de 1870, desde el recién creado Fuerte Sarmiento, partió una comitiva encabezada por el entonces coronel Mansilla, a quien seguían diecisiete militares, dos misioneros franciscanos, y dos lenguaraces (intérpretes). Su objeto era la firma de un tratado de paz que le había costado antes más de un viaje rumbo a Buenos Aires para persuadir al presidente Sarmiento de la necesidad del acuerdo. Pero el verdadero fruto de este “paseo” no fue el tratado (que nunca llegó a tener la aprobación final del Congreso y que el sucesor de Mansilla desconoció en 1871) sino un libro imperecedero que cambió la percepción literaria de cuanto había del otro lado de la frontera inestable.
Allí quedaron escritas afirmaciones opuestas a varios lugares comunes de su tiempo. Como que el “desierto” no era tal, ni en el sentido demográfico ni en el geográfico y climatológico, ni siquiera en cuanto al ethos atribuido a sus moradores, capaces de practicar la solidaridad y la clemencia. Y que esos moradores no constituían una insuperable “otredad” en el cuerpo de la nación. Los indios –afirmaba Mansilla– son argentinos y los criollos también son indios.
Defiende esta posición tanto en su discurso ante el parlamento de caciques como en su apelación final a los lectores. Los primeros españoles (a quienes llama “gringos” frente al auditorio ranquel) llegaron solos a Buenos Aires y, sic en el original, “les quitaron sus mujeres a los indios, tuvieron hijos con ellas, y es por eso que les he dicho que todos los que han nacido en esta tierra son indios, no gringos”. La descripción invierte el mito de origen propuesto por la primera crónica rioplatense de Ruy Díaz de Guzmán (1612), donde sólo hay una cautiva tomada por la fuerza: la mujer española. Y recuerda algo que sería cada vez menos reconocido en la representación de la identidad nacional: el mestizaje fundador biológico y la hibridación cultural que continuaba activamente sus alianzas. Estos procesos eran manifiestos en los “ojos garzos” del cacique Mariano Rosas, en Baigorrita, hijo de una cautiva y apadrinado por el militar unitario Manuel Baigorria, jefe destacado entre los ranqueles. También se evidenciaban en los cruces de bienes, prácticas, hábitos y gustos entre la sociedad criolla y la gente de la pampa seca. Incluso la religión católica oficial y la espiritualidad mapuche-ranquel coexistían en la misma persona del longko (jefe, cabeza), además de estar representadas por los variopintos habitantes de la toldería (criollos, afroargentinos y ranqueles). En efecto, Mariano Rosas, ahijado de Juan Manuel de Rosas, que así lo había hecho bautizar, de niño, durante el cautiverio del futuro cacique en su estancia del Pino, no se oponía a promover y alentar el bautismo de criaturas indígenas, incluso las propias, aunque mantuviese el plantel habitual de machis (chamanes, generalmente mujeres) que curaban y que negociaban con lo sobrenatural. El vínculo entre los ranqueles y los dos misioneros que acompañaron a Mansilla (y que resultaron profundamente defraudados por la actuación posterior de las autoridades criollas) preexistió y sobrevivió a la expedición de 1870.
Cabe recordar que, en la Argentina independentista, los aborígenes habían sido declarados hombres libres e iguales a los blancos por las primeras disposiciones de los organismos de gobierno (la Junta Grande en 1811, la Asamblea de 1813), debido al solo hecho de ser nativos americanos. La Constitución de 1819 insistía en esta igualdad. La de 1853 (Cap. IV. Título primero, segunda parte, art. 67, inciso 15), advierte la existencia (problemática) de dos mundos: uno “interior” y otro “exterior”, estableciendo que el Congreso debía “proveer a la seguridad de las fronteras, conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo”.
Caída la “pax rosista” pactada entre Rosas y Calfucurá, jefe de la Confederación Indígena; urgida la clase dirigente por la voluntad de modernizar la Argentina (lo cual implicaba un giro hacia la economía extensiva agroexportadora que requería la ocupación y la explotación del territorio), las fronteras iban a tornarse cada vez más irritantes. Y los indios cada vez menos humanos y más mudos. En ese contexto la visión mansillana, situada entre las representaciones brutalmente animalizadas o demonizadas de Esteban Echeverría (La cautiva, 1837) o de José Hernández (Martín Fierro, 1872), destaca por su singularidad extraordinaria.
Lucio Victorio no fue el primero en dejar constancia escrita de un viaje por territorio indígena. Hubo varias crónicas, no sin algunos matices empáticos, en la época aún colonial (la de Luis de la Cruz, en 1806, es la más famosa); luego, la del coronel Pedro Andrés García (1823), enviado a Salinas Grandes por el Gobernador Manuel Rodríguez. Pero se trata de memorias y diarios redactados con fines oficiales, que permanecerían inéditos hasta su tardía publicación por Pedro de Ángelis. Mansilla, en cambio, además del informe reglamentario (elevado a su jefe militar), elabora un “inclasificable genérico” de enorme riqueza literaria. Desde el formato de una crónica de viajes epistolar dirigida a su amigo Santiago Arcos, su texto fluye naturalmente en meandros, practica el arte de la cita y de la digresión pluritemática, entrelaza la conversación con el ensayo, el testimonio y la narración aventurera.
Pero hay un eje y un propósito fundamentales que articulan todo el relato. Mansilla merodea sin perderse, siempre baqueano de sus laberintos. Su hilo de Ariadna es la búsqueda de la comprensión y sobre todo, la escucha. Si bien el autor se autoconstruye como personaje literario protagónico, su narcisismo (impregnado de autoironía), se abre como un portal, como un canal, para dejar oír, en primera persona, la voz plural de los otros. Tanto las voces de los indios como las de los gauchos refugiados entre los ranqueles y, en menor medida, de las cautivas que comparten ese espacio.
Por otro lado, aunque su hermana Eduarda ya había introducido el punto de vista aborigen situándolo en la época de la Conquista –Lucía Miranda (1860)–, así como el de los gauchos y cautivas del presente y pasado cercano en otras dos novelas: El médico de San Luis (1860) o Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), Una excursión a los indios ranqueles, publicada por entregas en el diario La Tribuna el mismo año del viaje, añade el plus del testimonio inmediato, de primera mano, desde el mismo teatro de los hechos, firmado por un escritor y periodista que impacta por su persona pública tanto como por sus letras. Su obra participa, con intención y fuerza de alegato, en los debates políticos del momento.
Si los indios de Echeverría o Hernández son pintados como hordas crueles en incesante pie de guerra, incapaces de lenguaje humano, Mansilla nos presenta la vida cotidiana de una comunidad orgánica, con sus formas de gobierno, de religión, de justicia, y una lengua que es un preciado y elaborado instrumento de oratoria. Retrata, minuciosamente, individuos diferentes entre sí, no se ciñe al cartabón de los estereotipos.
INDIOS MUDOS, FÓSILES, FABULOSOS (1992)
Mucho se ha hablado de la llamada “Conquista del Desierto” (1879-1885), liderada por el General Julio A. Roca, pero sus efectos no fueron solo militares. Su consecuencia más duradera ha sido quizá la desaparición simbólica de los indígenas. Las nuevas demandas económicas, el sistema político imperante y las ideas-fuerza de la época exigían declarar no solo que los aborígenes argentinos como tales ya no existían sino que, en cierto modo, nunca lo habían hecho, aunque hubiesen intervenido continuamente en las contiendas externas e intestinas del Río de la Plata, y los huincas, a su vez, en los asuntos de los naturales.
Para los que sobrevivieron quedaba una sola alternativa: la homogeneización con respecto al patrón cultural dominante, juzgado el único aceptable. A la pérdida de la autonomía territorial y política se unieron otras: las de la religión, la lengua, las costumbres. La condición de indio era vista como un atavismo que debía superarse.
Los pueblos originarios fueron considerados parte, no de una sociedad viva, sino de una arqueología fósil. Cráneos y huesos de caciques terminaron exhibidos en los museos de ciencias naturales como restos de un pasado anterior y externo a la historia de la nación, en la que sin embargo habían actuado de todas las maneras posibles.
Pude comprobar hasta qué punto la operación de borradura de la memoria se había cumplido, en otra excursión personal, siguiendo el camino de Mansilla, durante el verano de 1992. Estaba escribiendo entonces una novela histórico-maravillosa (La pasión de los nómades, 1994), cuya hipótesis consistía en que el héroe (un fantasmal Lucio Victorio) volvía sobre su ruta de la Tierra Adentro, pero hacia fines del siglo XX. Para ello necesitaba verla con mis propios ojos.
¿Por qué Lucio querría regresar sobre sus huellas pampeanas? En principio, podríamos aducir cierto remordimiento, ya que en la última etapa de su vida pública se desentendió de la suerte de esos ranqueles con quienes había contraído lazos y obligaciones. Pero eso no explicaría por entero sus móviles dentro de mi libro. Mansilla, soñador al fin, también retorna en busca de la utopía incumplida: la nación integrada, la civilización inclusiva, el “plan B”, la alternativa que la clase dirigente de su tiempo descartó. Así es cómo emprende su viaje a un espacio donde la antigua noción de frontera ya no existe pero la memoria histórica tampoco. Tanto él como los ranqueles han ido a parar al agujero negro de todo lo que la nación argentina moderna decidiera, formal y oficialmente, olvidar.
La posibilidad de recorrer el itinerario mansillano ya había seducido antes a otros. En 1981, el historiador de Río Cuarto Carlos Mayol Laferrère (que puso generosamente toda su experiencia y saber a mi disposición) organizó una cabalgata con varias docenas de jinetes. Fruto de ese viaje y de años de investigaciones en múltiples archivos y sobre el terreno es un libro único: Tras las huellas de Mansilla, publicado finalmente en 2012.
La excursión de 1992 fue mucho más modesta que la de Mayol. Éramos una pequeña familia: mi marido (Oscar) y yo, con dos hijos: Leonor, de 8 años, y Alfonso, de 11 (Federico llegaría nueve meses más tarde); no íbamos a caballo sino en un Mercedes Benz del año ’53, pieza de museo pero muy eficaz (a falta de una camioneta) para sortear los obstáculos del terreno en la pampa central argentina, cruzada por pantanos y por médanos.
Excluido de los grandes cuadros militares, Lucio V. Mansilla no es un héroe guerrero, un prócer de la nación. Ninguna calle lo recuerda en Buenos Aires, como él comprueba, amargamente, en su retorno novelesco. La que porta ese apellido en la ciudad de su nacimiento, se refiere en realidad a su padre, el general Lucio Norberto Mansilla, él sí registrado en el panteón épico por su desempeño en la Batalla de la Vuelta de Obligado (hoy conmemorada con un feriado nacional). Su hijo recibe homenajes mucho más laterales: un pueblo del interior cordobés y una calle de Río Cuarto llevan su nombre; una estatua modesta se emplaza en esta ciudad.
A lo largo de nuestro camino por la pampa central, Mansilla seguiría siendo no solo casi olvidado sino tomado por otra persona. Los trabajadores de la estancia Monte de la Vieja, recordaban, por ejemplo, que unos diez años atrás había hecho noche en esos campos ¡el mismísimo Mansilla con toda su gente….! La confusión del historiador contemporáneo Carlos Mayol Laferrère con su objeto de estudio se repetiría en varias paradas.
Lecueder (cerca del paraje de Zorro Colgado) nos puso frente a una de las más crudas ironías de la historia de la frontera. Había apenas tres o cuatro casas de propiedad estatal, que rodeaban la vieja estación ferroviaria. Si cuando Mansilla atravesó esas mismas tierras el “tren del progreso” era un arduo punto de conflicto con los indígenas, en la nueva etapa de reducción del Estado los ferrocarriles de la Argentina interior estaban en pleno proceso de desactivación y cierre.
El colmo de los trastocamientos llegó al final, en la antigua morada del cacique Mariano Rosas. La mítica laguna de Leuvucó (de leufú: corre, y có: agua) se encontraba dentro del establecimiento rural de la familia Alston. El encargado o mayordomo era perfectamente incrédulo en lo que a búsquedas históricas se refería: “…para mí que son fábulas todos esos cuentos de que una vez acá vivieron y pelearon los indios. Yo estuve cavando por un lado y por otro, y nunca encontré nada. Ni una punta de lanza, ni un botón de uniforme.”
Nuestros indígenas habían pasado de fósiles a fabulosos, a pesar de los datos duros inscritos no solo en el sustrato histórico-cultural sino en el ADN de los argentinos, como lo probaron en 2005, el Servicio de Huellas Genéticas de la Universidad de Buenos Aires y en 2018 el Instituto Multidisciplinario de Biología Celular (IMBICE, CONICET-UNLP-CICPBA) en conjunto con colegas locales y de Estados Unidos.
RECORDAR Y REPARAR (2020)
Algunas cosas han cambiado en el plano de la memoria nacional. La categoría de “pueblos originarios” y sus derechos como preexistentes, se incorporaron a la Constitución reformada en 1994. Se fue creando una mayor conciencia sobre el papel de los indios como sujetos políticos de la Historia argentina, que se refleja en la bibliografía especializada pero también, en menor grado, en el imaginario social y en la educación escolar.
Entre los gestos simbólicos institucionales reparadores, cabe destacar la devolución a sus descendientes del cráneo del cacique Mariano Rosas, en 2001. Había estado durante 123 años en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata tras una vitrina, en la sala de Antropología y Etnología. Hoy se halla, humanamente sepultado, en una urna construida con madera autóctona de caldén, en el cauce ya seco de la laguna de Leuvucó.
En la provincia de La Pampa referentes comunitarios como Germán Canuhé, promovieron la recuperación de la espiritualidad y de la lengua. La provincia de San Luis restituyó tierras fundando el municipio “Pueblo Nación Ranquel”. La entrega fue realizada oficialmente en 2009 por el entonces gobernador Alberto Rodríguez Saá, descendiente del cacique Painé. Su bisabuela Feliciana era hija del militar y político puntano Juan Sáa, refugiado en las tolderías, y de una hija de Painé.
Las voces de los que en el presente reconocen y reivindican su origen ranquel, como huella genética y como legado cultural, se escuchan, de manera directa, en nuevas producciones audiovisuales: Otra excursión a los indios ranqueles (2017), una “docuficción” en ocho capítulos de la RENAU (Red Nacional Audiovisual Universitaria), teatralizada, con intervención de bandas musicales, y en Mansilla y el encuentro con los indios ranqueles (2018), documental del Senado de la Nación.
No podía faltar un nuevo viaje mansillano a los ciento cincuenta años del primero. El 1 de marzo de 2020 iniciaron el suyo el profesor y periodista Alejandro Seselovsky y el director del Archivo Histórico de la ciudad de Bolívar (Buenos Aires), descendiente de mapuches y llamado nada menos que Santos Vega. Seselovsky, que pronto publicará su crónica en la revista Orsái, me anticipa la dispar visión de Mansilla que hay en los extremos del camino: héroe en Río Cuarto y Villa Sarmiento, traidor y espía para un descendiente del cacique Yancamil a quien entrevistó en La Pampa.
Ya sabemos, con Borges, que el traidor y el héroe pueden coincidir en la misma persona. El “plan B” (la civilización inclusiva), que Una excursión a los indios ranqueles propone para la Argentina nunca se realizó. No estaba en manos del autor torcer la dirección dominante de las ideas-fuerzas de su tiempo. Pero también es cierto que Mansilla, aunque no participó en la Conquista de Roca, terminó aceptando sus consecuencias, y pareció olvidarse de sus compadres ranqueles y de los ahijados por quienes se había comprometido a velar. Sin embargo, un testimonio de Miguel Ángel Cárcano (hijo) lo evoca en París, donde murió, ya viejo, mientras se quiebra y estalla en sollozos sobre el apolillado poncho pampa que Mariano Rosas le regalara. Desde el recuerdo de ese poncho y ese dolor empecé a escribir un día La pasión de los nómades.