Hacia fines del siglo XVIII, una mujer que es pintora llega a una casa solitaria en la costa de Bretaña con la misión de retratar a una chica de una familia adinerada a la que su madre ofrece en matrimonio a un italiano. Como el pretendiente no conoce a su futura esposa, es importante que el retrato sea lo más fiel posible a la modelo. Pero como la chica no quiere casarse, es natural que se rebele y así, a la pintora se le impone la restricción de pintarla sin que la chica se de cuenta. Marianne, la artista, y Héloïse, la joven casadera, empiezan a compartir paseos diarios en los que una mira y estudia a la otra con cierto sigilo, tratando de no agitar su rebeldía.
Retrato de una mujer en llamas es la historia del amor y el deseo que surgen entre estas dos mujeres y busca, de paso, abrir un repertorio de cuestiones sobre la mirada, el arte, la relación entre artista y modelo, el margen de libertad otorgado a las mujeres de cierta época y sus estrategias para subvertir esos límites, entre otros temas. Muchos temas. Porque si hay algo que no falta en Retrato de una mujer en llamas son los temas, incluidos en la propia película a partir de diálogos alrededor del arte, o de imágenes que “invitan a la reflexión”.
Un ejemplo: cuando Marianne llega a la casa de Héloïse se entera de que hubo, antes, otro artista que intentó pintarla, un varón. Pero no pudo. El descubrimiento de la pintura a medio hacer que dejó abandonada ese varón es inquietante, casi de terror: la pintura no está terminada. Hay un hueco donde debería estar el rostro, claramente porque hay algo que ese hombre no pudo ver. ¿Podrá verlo Marianne? Con esa falta de sutileza, Retrato de una mujer en llamas va sembrando sus temas, haciendo de las imágenes algo tan grueso como la pintura inacabada que en algún momento va a arder en el fuego. La directora Céline Sciamma no se toma el tiempo para hacer nacer el deseo entre las dos mujeres; todo está indicado, subrayado, puesto ahí con una evidencia casi grosera. Desde la primera vez que la ve, la mirada de Marianne se fija sobre Héloïse de una manera robótica, en una película que confunde seriedad con intensidad, lugares comunes con ternura, y calculada hasta el mínimo detalle para dialogar con y complacer a esta época. Hay una subtrama de aborto por allí, conversaciones relativamente libres sobre la igualdad entre mujeres de distintas clases sociales, reflexiones dichas en voz alta sobre la exclusión de las mujeres en el mundo del arte, y así.
Todo se dice, todo se explica, todo está diseñado para indicar dónde buscar el sentido, incluso los cuerpos de las chicas en la cama no tienen tanto que ver con el deseo y su explosión como con la metáfora: en la cumbre del cálculo y el mal gusto seudo-barroco, la pintora apoya un espejito sobre el pubis de su amante desnuda y lo usa para hacer un autorretrato. Retrato de una mujer en llamas parece ese tipo de película que los profesores de arte nos mostraban en el secundario para después invitarnos a discutir ciertos temas de importancia, porque no hay nada en esta película que no responda a un tema de importancia, incluido un uso bastante banal del mito de Orfeo. La profundidad en Retrato de una mujer en llamas está creada a fuerza de citar y retorcer esas citas, de intercalar imágenes de modo bastante torpe (como ese fantasma de Héloïse que Marianne ve repetidamente) sin que importe construir mínimamente alrededor de ellas.
De todas formas, la buena recepción de una película así está asegurada: lo que se pretende importante se lee como importante y punto, así de dócil es la relación con el arte en esta época. Mucho de lo que hoy forma parte de la conversación pública impulsada por el feminismo está allí, metido en una licuadora, eso sí, pero presente y claro. Una sugerencia para después: revean Carol de Todd Haynes, que es todo lo que Retrato de una mujer en llamas intenta ser pero con cine, no bla bla.