“¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!”
Aquellas palabras infames fueron pronunciadas por Millán Astray, un general fascista, mentor y amigo de Francisco Franco, en la Universidad de Salamanca en 1936, como un modo de celebrar la asonada contra la República que resultaría en cuatro décadas de dictadura.
Recordé ese himno a la barbarie en octubre del 2017 cuando comencé a rastrear las formas en que Donald Trump, ya en los primeros diez meses interminables de su gobierno, estaba librando una inquietante guerra contra la ciencia y la verdad. En un artículo que apareció en estas páginas, hice ver las "consecuencias letales" que esta ofensiva implicaría.
En ese momento lo que me preocupaba era el asalto de Trump a las leyes ambientales y laborales, la imprudente evisceración de los organismos consultivos al despedir a los expertos a mansalva, los recortes presupuestarios a la investigación científica, los ataques a las vacunas y al sistema de salud, la obtusa negación de que existiera un cambio climático. Aunque denuncié que su gabinete estaba lleno de "oscurantistas visceralmente hostiles al conocimiento científico” no pude anticipar plenamente el horror que el futuro nos depararía cuando, a raíz de una pandemia que se alimenta de la estupidez y la codicia, ese presidente mal informado y mendaz se convertiría en un verdadero sirviente de la muerte, cuyas intervenciones insensatas han aumentado en forma exponencial el número de víctimas.
Los comentaristas han centrado las críticas en la confusión y caos que crea este agente de la malignidad, los torrentes de falsa información que fluyen cotidianamente de su boca. Han surgido revelaciones de que ya en enero de este año se le advirtió en varias oportunidades de que era urgente poner en marcha un plan para combatir la infección, pero se no llevó a cabo preparativo alguno. Y. aún mas escandalosamente, se supo que los acólitos de Trump desmantelaron a principios del 2018 la oficina y el equipo encargados de manejar precisamente este tipo de enfermedad desastrosa y, como broche de oro, desahuciando a sus miembros más experimentados. La última escena en esta trágica farsa llena de caprichos y egocentrismo es la insistente demanda de Trump de que la hidroxicloroquina se utilice para combatir al Covid-19. A pesar de que este remedio antipalúdico no ha pasado por pruebas suficientes de laboratorio para investigar su viabilidad o serios y nocivos efectos secundarios, Trump lo alaba como si fuera un medicamento milagroso, un eco de su actitud cuando anunció, hace poco, que "un día - es como un milagro - el virus va a desaparecer". El pensamiento mágico tiene cabida en la religión y la literatura y entre el público que asiste a espectáculos donde se extraen conejos de sombreros, pero no lo queremos en las salas de operaciones ni como parte de las prácticas médicas profesionales. "¿Qué tenemos que perder?" Trump reiteró recientemente en una de sus inacabables conferencias de prensa. No le importa que muchos pudieran perecer debido al uso de un remedio inservible o que se malgasten recursos, dinero y tiempo al levantar quiméricas esperanzas.
Estos reproches a su comportamiento, por válidos que sean, no deben cegarnos a algo más fundamental: la respuesta incoherente y torpe a esta emergencia, lejos de ser accidental, es el resultado de un desdén sistémico a la ciencia, una altivez imbécil que se remonta al comienzo mismo del régimen de Trump, y que está profundamente arraigado en el ADN anti-intelectual de ese presidente y sus seguidores.
Si, allá por octubre de 2017, Trump parecía un discípulo remoto, aunque involuntario, del general fascista que gritó ¡Viva la Muerte! cuando la democracia estaba a punto de sucumbir en España, hoy lo veo como una figura más aterradora: la personificación de uno de los jinetes del Apocalipsis, el que cabalga en el caballo blanco de la pestilencia.
Y, sin embargo, no me abandona la esperanza de que sabremos derrotar esta plaga.
La misma ciencia que Trump ha ridiculizado y que ignora en forma antojadiza sigue su lento avance, progresando paso a paso, en forma rigurosa y medida, proponiendo modelos y soluciones que recuerdan las grandes victorias humanas en nuestra lucha perenne contra la muerte. Lo que nos permitirá salir de esta crisis y de las que todavía han de sobrevenir es la gracia de nuestra razón y la luz de nuestro conocimiento y, por cierto, la constancia de la solidaridad y la colaboración que siempre, pese al desvarío criminal de Trump, ha caracterizado a nuestra especie.
Por supuesto, cuando salgamos efectivamente de esta catástrofe, no cabe duda de que Trump se jactará de que fueron su genio y su previsión los que salvaron a los Estados Unidos y además, por si fuera poco, a toda la humanidad.
Este será, sin duda, conocido como el año de una peste que cambió todos los parámetros. Queda por ver si también pasará a la historia como el año en que el facilitador de la muerte que habita la Casa Blanca fue finalmente juzgado y derrotado por el pueblo estadounidense, queda por ver si la gran mayoría de sus compatriotas lograrán desarrollar los anticuerpos que extinga de una vez la epidemia de su reinado ignorante.
Ariel Dorfman es el autor de La muerte y doncella. Sus libros más recientes son la novela, Allegro, y el ensayo, Chile: Juventud Rebelde. Vive con su esposa en Chile y en Durham, Carolina del Norte, donde es un distinguido profesor emérito de literatura en la Universidad de Duke.