Un amplio patio con mucho verde en el conurbano. Huella de haber visto Midsommar, última película de Ari Aster, días atrás. Se parece al patio de mi tía en la época de mi infancia. Nenas rubias con ropa clara y antigua que desconozco qué función cumplen. Todos los días se escuchan, a la misma hora, a la tarde y todavía con la luz del sol, gritos de mujer. No es una mujer gritando: son varias. Y no es realista el grito. Es una voz coral y tétrica, sobrenatural.
El falso barrio inglés de Temperley en cuarentena. Los vecinos cumplen con el aislamiento obligatorio y se preguntan, por sobre los tapiales, ya sea por curiosidad, morbo, miedo e incluso fastidio: “¿los escuchás?” Algunos dicen que sí, otros que no. El denominador común es que nadie hace nada.
En la siguiente escena me veo caminando por la cuadra en que vive mi tía, volviendo a casa sola, de noche, en medio de una feroz tormenta que agita los sauces. Llevo la tensión de la cuarentena en mi cuerpo transitando por el espacio público.
Se me cruza un hombre apurado hablando por celular. La conversación es rara. A pesar de lo difuso de su discurso, entiendo perfectamente que habla de un crimen y desliza un nombre: Patricia. Le está contando a alguien que mataron a Patricia. No noto tristeza ni rabia, tan sólo el tono de voz un poco elevado y nerviosismo en sus pasos. Habla del crimen como si se tratara de un hecho más. Lo menciona entre otros aspectos de la vida de Patricia, dice incluso algo sobre el trabajo de la mujer.
Es sábado y es el peor día de toda mi cuarentena. Despierto abrumada de la siesta y de esta pesadilla que contiene otros condimentos macabros que mejor no agregar. Demasiadas películas de terror seguidas, me digo. Haré una pausa con las pendientes. Casi inmediatamente se me viene a la mente el cuento "Las cosas que perdimos en el fuego", de Mariana Enriquez; la imagen de un movimiento de mujeres que deciden prenderse fuego ellas mismas tras una oleada de violencia machista.
Al comienzo mi sueño tenía la forma de una ficción de terror. Los gritos de Patricia no eran sólo sus gritos. Los gritos al unísono expresaban una voz colectiva. A pesar del remate tan claro que parece explicar su origen, ese ritual de gritos a la misma hora tiene para mí más de un sentido. Voces del más allá, por un lado: los fantasmas con los que estaremos obligados siempre a convivir exigiendo no caer en el olvido. Pero también una especie de ruidazo alternativo en tiempos de pand emia. Mujeres que se lastiman a sí mismas como las de aquél cuento; que lastiman su garganta por las que ya no pueden gritar, o por las que no pueden hacerlo estando encerradas a toda hora con quienes ejercen violencias sobre ellas.
Claro que la pesadilla no tuvo que ver solamente con mi preferencia por el cine de terror en mi aislamiento en solitario. En este país todos los delitos se han reducido durante la cuarentena salvo los femicidios. Antes de aquella siesta publiqué una nota sobre el de Nancy Paola Pereyra, asesinada en Florencio Varela. Quizá la ubicación geográfica haya influido. El ex marido de Nancy tocó la puerta de su casa con la excusa de que llevaba alimentos para los hijos en común. Ella salió a la entrada. Y luego de una “discusión”, el hombre sacó una escopeta de su campera. Le disparó directo a la cara. Nancy tenía 36 años y tres hijos.
A la noche, en videollamada catártica con mi amiga psicóloga, le cuento mi sueño. Que este suceso se haya filtrado en mi actividad onírica grafica, según su interpretación, cómo las mujeres cargamos con las mujeres muertas. No tengo muy claro por qué se me ocurre agregar: “nuestras” muertas. Tal vez estemos siempre escuchando esos gritos del más allá y del más acá unificados en un único mensaje. Ahora mismo hay seguro otra mujer gritando sin ser oída. O ahogando su grito. Cómplices desde el silencio, alguien minimizando un hecho de violencia, como aquel hombre que bajo la lluvia ninguneaba el femicidio de Patricia.