Creo que tengo fiebre. Intento asegurarme pero no entiendo cómo leer el termómetro de mercurio. Dejé los postigos cerrados: la luz se ha convertido en agujas diminutas sobre mi retina. Me acurruco en el halo de luz bajo el velador para controlar las rayitas y los numeritos que miden la temperatura. Me arden los ojos. Sacudo el termómetro, no sé si el mercurio se mueve; me lo vuelvo a calzar en la axila izquierda.

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La pantalla muestra vehículos de todos los tamaños con tripulaciones diversas: la mayoría con conductor solitario. Son muchos los metros de autos en fila, quietos pero alertas, con el motor encendido. Parece una sociedad autónoma, todos afincados a lo largo del camino, como detenidos en el tiempo y en la acción. Es el cuento de Cortázar. Las filas se van mezclando torpemente hasta hacerse una sola.

Al principio del embudo unos tipitos minúsculos van y vienen. Desde adentro de los autos, las siluetas se inclinan, se contorsionan, revolean papeles. Cada tanto apartan algún rodado a la banquina: entonces llega un tipito de otro lado (no se entiende de dónde, como del espacio exterior) y se estanca al lado del vehículo paria que ha sido apartado de la cinta asfáltica.

Sirenas, gritos, llantos retumban en el silencio. Todo tiene olor a fin de algo pero nadie arriesgaría de qué.

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–¿Llamó al número de la provincia, señora?

Me pregunta una voz del otro lado del teléfono. Le digo que no, que no estaba segura de lo que tenía que hacer y que por eso los llamaba a ellos, que son mi obra social. Me pregunta si tengo fiebre y le contesto que no sé, que tengo frío y dolor de cuerpo. Le miento: le digo que no tengo termómetro, mientras toso en el tubo del teléfono fijo y adivino la cara de asco del operador. “Sensación subjetiva de fiebre” dice en voz alta el tipo. Teclea. Espero la próxima pregunta y pienso que si es todo subjetivo y todo sensación, para qué tanto quilombo.

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La peste (alguna peste) los ha tomado por asalto. Los que están adentro se controlan los síntomas cada dos horas. Si la podredumbre llega a las vísceras, la muerte es inminente. Los que están subidos a sus autos, en fuga, se esconden entre los que deben asistir a los moribundos, los que deben cocinar el pan, los que deben cosechar el vino. El Sumo Padre envía bendiciones sin barbijo y los fieles no quieren recibirlas. No saben si Dios no se ha infectado, o incluso, muerto. En los balcones se golpean el pecho hasta que sangra, se inmolan: si la sangre llega al piso, contagia.

La peste se hace símbolo en los que se salvan porque pueden.

¿Se morirán de vergüenza?

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Los rodados siguen sin avanzar. Más allá, alguien muere de hambre porque el cocinero no llegó a dar su comida a tiempo. Otra se ahoga porque el doctor está demorado en la autopista. El canibalismo se apodera de muchos y la podredumbre en la boca de la peste es la metáfora perfecta. Los embarrados se asfixian en el barro, a los desnutridos los mata el hueso que se asoma y se les clava. En la cola de autos, una señora gorda llora porque se le ven las canas y cerró la peluquería. El andropáusico lamenta los parques cerrados para hacer footing. El Corsa se grita con el Fiat: qué mala suerte que se suspendió el fútbol. Los tipitos mandan a la banquina un Renault rojo que trae el baúl repleto de valijas.

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– ¿Llamó al médico a domicilio de su obra social, señora?

Hago silencio, tengo ganas de llorar. A esta altura me estalla la garganta. Le digo que sí, que ellos me dieron este teléfono. Me pregunta si tengo fiebre, le digo que no tengo termómetro. Que si no tengo todos los síntomas no pueden venir a testearme, me dice. Que no soy prioridad. Que me acueste y que no tome nada. Que espere y que, cualquier cosa, vuelva a llamar. Que descanse,“ total no hay nada para hacer”. No le digo que paso más de nueve horas frente a la pantalla de la computadora dando clases por Zoom, corrigiendo por Drive, escribiendo mails: le agradezco y me despido antes de cortar.

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Las sirenas suenan más fuerte. Los gritos se van ahogando. Al promediar la tarde hay más autos detenidos a un costado que en el camino. Los tipitos están exhaustos y esperan el recambio. Unos tosen, otros duermen parados. Si se tomara una fotografía habría que alejarse a una perspectiva de años luz: la estupidez tiene dimensiones liliputenses.

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Los muertos se apilan en los galpones, sin responso de despedida. Los vivos han salido del país y no pueden regresar.

Me zumban los oídos. Se me parte la cabeza. Me meto en la cama y me abrazo al acolchado. Si puedo dormir un rato, a lo mejor todo habrá pasado cuando me despierte.