No se daría descanso a la memoria ni a la consulta de los diccionarios si quisiéramos referir todas las versiones que tiene el mito de Antígona. Facilita la tarea el estudio que el gran crítico Georg Steiner había hecho como reseña erudita y sutil en su libro Antígonas. Por supuesto, Sófocles es el primero, por lo que se sabe, que tomo los hilos sediciosos del mito, intentando atraparlo. Como podemos suponer, toda literatura que termina imponiéndose es aquella que captura más o menos habilidosamente (con sangre sudor y lágrimas), las caprichosas volutas de los mitos. Así, tenemos la Antígona de Bertolt Brecht, la de Jean Anouilh, no faltan las óperas y las adaptaciones televisivas. En nuestro país, están las Antígonas de Griselda Gambaro y Leopoldo Marechal, que la invocó para promover una conciliación nacional en 1950, lo que sería una de sus tantas interpretaciones. No nos equivocaríamos si decimos que el mito de Antígona es el centro de las lecciones de estética de Hegel en lo referente a la tragedia antigua.
¿Por qué la mencionamos ahora, en tiempos de reclusión obligatoria, si no fuera para cambiar un poco de tema respecto a lo que todos hablan? Sin embargo, es al revés. No queremos abandonar ese tema, porque somos como niños que estrenan un juguete nuevo hasta destrozarlo. ¡Ah! ¿Entonces verdaderamente va a relacionar a Antígona con el virus, profesor? No, por lo menos no tan directamente. Como es sabido, Giorgio Agamben escribió quizás las páginas más equivocadas, pero también las más interesantes sobre la situación que atravesamos, llamémosla de aislamiento domiciliario, encierro relativamente forzoso, administración de la soledad en determinados metros cuadrados, tolerables en ciertos barrios, problemáticos en las periferias, en fin, la reglamentación del domicilio o el barrio como clausura monástica. Agamben escribe cartas airadas y sumamente atrevidas. Intrépido, desafiante pero equivocado. O mejor, equivocado, pero más interesante que los filósofos mundializados que lo son por las trivialidades que esparcen con sus profecías obligatorias o con el empeño de ver quien asusta más con premoniciones solo sustentadas en jergas del momento. No en la argumentación delicada, que sin embargo vemos en el excesivo Agamben. Nos advierte que las consecuencias del aislamiento, al llegar ahora a la inhibición del acompañamiento de los familiares en los velorios y entierros, producen una absoluta novedad. Dice que esto no ocurría en la civilización Occidental desde Antígona. Esa novedad es pues lamentable.
Por supuesto, Antígona es un mito. Condensa en su complejo andamiaje el desafío al Estado desde los dioses domésticos, las deidades sagradas del parentesco sanguíneo y del hogar. Estas deidades subterráneas cuidan a la singularidad de la vida, lo que podríamos llamar la vida desnuda, la de los que, sin dejar de estar investidos de veneración, tienen la fragilidad del paria que puede ser muerto por cualquiera. El entierro de los muertos, el riesgo personal, el desdén por los reglamentos abstractos, el suicidio como acto de inmolación, es lo que antepone Antígona a la Ley mala, la ley abstracta. La que acusa a los que mantienen la norma estatal sin el respaldo moral que pueda convencer al último o a la última de las discrepantes. No es aleatoria la femineidad de Antígona, que hace valer su respeto por los ritos fundadores de vida por encima de la guerra, incluso aquella en la que está empeñado su hermano Polinices. Como en las crisis ciclicas del capitalismo, un mito reaparece de tanto en tanto, como un sentencioso asteroide que señala las fallas de los ámbitos culturales en los que vivimos. Aun cuando queremos y debemos cuidarnos.
La observación de Agamben suena como el tañido de un anciano radicalizado, obstinado en incomodar nuestros pobres movimientos actuales. Hay una lógica sanitaria de inmunización, de puesta de las poblaciones en un encierro que es abrigo. Lo aceptamos. Pero esto cuenta con la oposición de los dueños generales de las órdenes de producción industrial y financiera de todo el planeta. ¿Recién nos damos cuenta que en la razón de la producción (tanto de insumos, productos terminados o mercancías simbólicas) hay una pregunta implícita? Que es ésta: ¿Cuántas vidas deben sacrificarse para construir un alto horno, una plataforma submarina, una serie de caños sin costura, una central hidroeléctrica, un banco de datos, un aeropuerto? Eso está calculado, las estadísticas son en verdad ciencias del destino, las filosofías más agudas del siglo XX lo han denunciado. Se trata del mundo de la escasez, donde hay una cantidad de sobrevivencias y sacrificios computados y ya deducidos. No es que la razón calculista de las corporaciones sea inhumana. Tiene otra idea de la humanidad. La toma de antiquísimos saberes oscuros, quizás el de Creonte, no el de Antígona, que dicen que cada monumento del poder (económico, financiero o también simbólico) significa tal o cual costo en vidas humanas. Incluidos en el balance anual y general.
Una peste lo hace notar más, porque ahí aparecen gobiernos obligados, conminados éticamente a decir que las vidas nunca son calculables en términos de tablas de producción. Es el ultimo resto de antiguos humanismos, en una civilización que se instaló sobre la base de que una decisión economicista ya tiene en su mismo ser, la cifra secreta de cuántos deberán morir ante un llamado de la razón instrumentada a la manera de una producción que ya perdió su base empírica. Que ya es producción de la producción, ausentada de referencias en aquellas remotas necesidades humanas que incluían el derecho a la vida, sin más. Por eso ahora se habla de cuidado, como si se hubiera redescubierto lo que antes no era necesario decir o lo decían filósofos que profundizaban la idea de cuidado hasta el punto de proyectarse en la comprensión de la propia muerte. ¿Un cuidado que también sospecha del otro? ¿Que se cuida con un miedo interno, que habita de contrabando en ese cuidado, cuando se señala fácilmente a presuntos descuidados como enemigos de la comunidad normatizada?
De este modo, alguien que parece estar contra la cuarentena, como lo estarían los gobiernos que protegen la productividad material de las empresas e inmaterial de los entes financieros, nos advierte sobre las consecuencias secundarias del distanciamiento. En vez de una métrica sanitaria, las considera una lógica descuidada, aunque se hable de cuidado. Protesta contra la desconfianza en el abrazo, contra el recelo en la proximidad de los cuerpos. Y evoca el fantasma recurrente de Antígona, que no puede posar en esta época, quizás por primera vez en su larga historia de mito esencial que acompaña la historia humana. ¿Qué significa esto? El grito de advertencia de Agamben, aunque enoje por su desacato a las medidas necesarias de los gobiernos sensatos, tiene alcances filosóficos profundos. Nos ayuda más que el frágil pronóstico de la caída del capitalismo por un resoplido matutino del Logos.
Nos indica, contra los que presionan para levantar la cuarentena en nombre de ofrendar las necesarias vidas desnudas que el capitalismo siempre sacrificó (y no fueron muchos los que se indignaron contra esas muertes millonarias donde goteaba el silencio) que las medidas de protección de la vida deben mantenerse con un cuidado inspirado en una preocupación profunda. No con decisiones arbitrarias, abusos de poder, rasgo militarizantes, que lo único que provocan es un descontento que le sirve a la torpe filosofía del “muertos hubo siempre” de los hermanos Rocca y sus cofrades de todo el mundo. El cuidado intenso de las vidas no debe ser ni una rutina, ni una estadística ni un patrullaje. Debe tener también su economía política, su proyecto de distribución de responsabilidades colectivas, su plan maestro para el habitar, el educar, el curar y el vivir, que es la escucha para estar activos ante los legados culturales. Lo que Agamben quiere decir -lo interpreto y lo suavizo- es que si perdemos el cuidado más hondo, el del abrazo y la visita a nuestros muertos, esto es, el tema de las grandes leyendas de la humanidad, nos será más difícil el rudo debate con los mercaderes de la muerte estadística, que como parece abstracta, la consideran como la cuota necesaria para seguir dominando el mundo.