Una vez en casa, con un dolor de garganta incipiente, que no llega a ser síntoma pero que tampoco me deja dormir tranquilo, comienzo mi segunda cuarentena. En el exterior todo parece repetirse en un deja vu transatlántico. Las medidas, los aplausos, las consignas, el alarmismo permanente de los medios. El modo de gobierno de la crisis es global. La cuarentena es planetaria. Pero en casa, sin la fragilidad que supone la condición racial y migrante en la metrópolis del Norte, la experiencia es radicalmente distinta. Estando en Madrid nunca tuve miedo al contagio, sí al estado policial, al estado de emergencia, a la guardia civil pertrechada para una guerra donde ir a devolver las llaves del departamento que alquilo es una conducta subversiva. Aquí reina hoy un estado similar. Pero la larga historia de la lucha contra el terrorismo de Estado, contra la perpetuación de sus prácticas en las fuerzas policiales y militares, hace que gran parte de la sociedad, incluso del Estado mismo, estén más atentos frente a una deriva represiva que parece tan incontenible como el virus mismo.
No se trata de generalizar. Pero sí de reconocer que hay una racionalidad en el gobierno de la pandemia que se ha planetarizado al mismo tiempo que el virus fue conectando territorios completamente heterogéneos. El avance del virus parece obedecer a una logística, seguir un flujo de mercancías y cuerpos que conectan a los núcleos de poder económico: China, Europa, EEUU. Y a partir de allí se disemina sobre otros territorios subordinados. Esta nueva razón del mundo es global pero no es unívoca, se declina y articula de modos completamente heterogéneos en cada espacio geográfico particular. No somos todos sujetos igualmente sospechosos, ni enfermamos, ni morimos todos de la misma forma.
En Madrid me sumo al equipo de un master en el que la mayor parte de les estudiantes vienen de China. Antes de toda medida oficial de prevención avisan al director de la carrera que quieren auto-aislarse voluntariamente. Es la primera vez que escucho esa idea: “autoaislamiento voluntario”. En realidad buscan aislarse de la xenofobia que desata el “virus chino”. En el edificio en el que vivo, dos señoras mayores conversan que no quieren subir al ascensor cuando van “los dominicanos” con sus hijes. El argumento es que los niñes pueden ser portadores asintomáticos. Me lo comentan, aclarándome que no quieren parecer racistas. Yo les respondo, sinceramente, que no hace falta que aclaren nada.
En Argentina, como la mayor parte de los casos son todavía “importados” del Norte global, el virus parece señalar una pertenencia de clase: es una enfermedad de chetos, de los que pueden viajar a Europa o a EEUU. Ciertamente un vuelo internacional no deja de ser un privilegio para una población que muchas veces no tiene acceso ni al más precario medio de transporte. Pero también es cierto que en buena medida, más de lo que los mismos viajeros estamos dispuesto a reconocer, muchos de esos viajes son forzados, producto de necesidades más que de actos volitivos. No se trata sólo de un prejuicio, se trata también de una historia colonial donde el viaje a las metrópolis ha sido parte de un proceso de construcción subjetiva y social de las elites y clases medias, de su blanqueamiento por medio de los que en otra época se llamaba el “consumo imitativo obsesivo” del centro por parte de las clases acomodadas periféricas. Mi hermano le dice a eso el EuroDream.
En Europa durante los primeros días sucede algo impensado: ministros, empresarios, estrellas del espectáculo, deportistas “dan positivo”. La sorpresa estremece a los comentaristas de la televisión. Como si fuese imposible que los ricos, los poderosos, los famosos enferman de algo tan vulgar como el virus supuestamente nacido en un mercado de comida china. Claramente esa sorpresa es el revés de una distribución desigual de los padecimientos, donde lo habitual es que los “casos” los pongan África y las demás regiones pobres del mundo. Esta vez la pandemia explota en las ciudades ricas de Europa y ahora detona en el mismisimo ombligo del imperio, New York.
Esto llevó a muchos comentaristas a insistir en la afiebrada idea de que el coronavirus sería democrático. Una derivación del tópico clásico de la cultura europea de la muerte como la gran igualadora. El virus como revancha fantasmal de los pobres. Apocalipsis frente al cual no hay privilegios. ¡Por fin un poco de igualdad en este mundo de desigualdades obscenas, de riquezas inconcebibles y de miserias planetarias! Pero habría que recordar que el virus no mata. Durante mucho tiempo se discutió si los virus son o no una forma de vida. Es que hasta no hace mucho el mundo se dividía entre materia orgánica y materia inorgánica. Los virus no tienen organismo, forma de vida “a-orgánica” dirían los filósofos contemporáneos, pero necesitan de uno para sobrevivir: nuestros cuerpos. Y nuestros cuerpos sí que están organizados orgánicamente, divididos funcionalmente, sexualmente, racialmente, económicamente. Y todas esas marcas, divisiones y jerarquías son las que aseguran que unos cuerpos estén más expuestos a las enfermedades y la muerte que otros. Más que el virus, esas marcas son las que matan, las que distribuyen la muerte. Lo que mata son las condiciones económicas, políticas, sociales y técnicas en las que el virus entra en contacto con nuestros cuerpos.
“El coronavirus es el ébola de los ricos”, afirman en una carta pública los médicos de Bérgamo. Al leer esa expresión que intenta ser un llamado de atención, un grito de alarma, no puedo dejar de pensar que estamos al frente de lo que el pensador camerunés Achile Mbembe llama el “devenir negro del mundo”. El ébola, esa forma racializada de enfermarse y morir, de morir-como-negro, es ahora una norma de existencia que se propaga a todo el planeta. El ébola de los ricos, la coronación de la muerte viral. Pero hay algo más, algo dicho a medias, en esa carta desesperada de los médicos del norte de Italia: morir-como-negros, es morir en salas de espera desbordadas, es morir porque no hay respiradores, porque no hay camas, porque los hospitales no dan abasto, es morir solos y aislados sin derecho a ser llorados, porque los cuerpos muertos son todavía focos infecciosos, morir-como-negros es morir anónimamente, terminar en fosas comunes. Es esa muerte la que el coronavirus vuelve planetaria. La universalización tendencial de la condición negra, de los riesgos, de los dolores, de la pobreza, de las enfermedades a la que los esclavos negros fueron expuestos desde el nacimiento del capitalismo y que constituyen el destino que amenaza a todas las humanidades subalternas.
Pero este devenir ébola del mundo no debe confundirnos. El ébola, el dengue, el cólera, la desnutrición, la tuberculosis, la malaria, el paludismo, las enfermedades de los pobres, la enfermedad de la pobreza, el hambre, siguen siendo privilegios de las humanidades subalternas. No devenimos todos igualmente negros. El devenir-negro del coronavirus no será democrático. Y eso lamentablemente me temo que lo podremos dimensionar en la medida que empecemos a conocer las estadísticas de muchos países del sur, si es que las hay, si es que esas vidas merecen ser medidas, donde el agua potable y la camas de hospital son bienes escasos.
Si el coronavirus es el ébola de los ricos, de los europeos, de los norteamericanos, es porque antes el neoliberalismo planetarizó la condiciones de existencia precarias de la plantación esclavista. El neoliberalismos es el virus que se viene incubando hace más de cuatro décadas en nuestros cuerpos, en nuestras relaciones, en nuestras instituciones y en nuestras subjetividades. Un virus que ha destruido toda dimensión existencial que no sea la empresarial, toda dimensión colectiva que no sea la competencia, toda dimensión estatal que no sea la financiera-securitaria. El ébola de los ricos no habla del virus, describe la consternación de los médicos europeos frente al hecho de que los habitantes del norte rico de Italia mueren hoy como lo han hecho los africanos desde los inicios del capitalismo: como vidas descartables.