Al Negro lo conocí en lo de Jorge Pistocchi, director de la revista Mordisco, en el ’75. Con veinte años cumplidos, llegué a la redacción y les dije que me iba un mes a Londres y quería ser corresponsal. No salió lo que escribí pero, al volver, Pistocchi me subió al barco como redactor y traductor y me dijo: “Mordisco cierra, pero quedate cerca: vamos a hacer otra revista alucinante que se va a llamar Expreso Imaginario”.
El desfile de personajes por la casa de Viamonte y Pasteur era constante. Pistocchi atraía gente idealista y creativa, como el Pelado Hidalgo, fotógrafo; Robertino Granados, actor y director teatral; y Pipo Lernoud, a quien yo admiraba como letrista pionero del rock nacional. Y un buen día apareció Horacio Fontova, con su mágico cuaderno de dibujos, escritos y poemas, incluyendo una oda de orgullo fálico llamada “Maravilloso ser lila”. Recuerdo la química inmediata del Negro con todos. Gesticulante, entusiasta, la risa siempre a flor de piel. Yo era el pibe rockero, fascinado por ese mundo desbordante de música, arte, teatro, literatura. La contracultura joven de la Argentina de los ’70 brillaba ante mis ojos en esa buhardilla de Pistocchi. Expreso Imaginario estaba en marcha, mientras afuera se extendía el manto oscuro del Proceso militar.
Fontova dibujó el payasito mascota de Expreso Imaginario –y de Mordisco, convertido en ilustre suplemento musical- y también la tapa del icónico número dos: un niño diabólico que juega a la bolita con el mundo. Pronto sus dibujos se volvieron un símbolo del Expreso, al tiempo que crecía su vocación musical. Lo recuerdo con su característico vozarrón atronando la redacción con “Cementerio Club” de Spinetta: “¡Qué calooooor hará sin vos, en verano...!”
Disfruté mucho de ser secretario de redacción en el ‘79 y en gran parte fue por compartir los cierres de Expreso con Fontova, ya convertido en director de arte y diseño, además de dibujante. Expreso se imprimía en Alemann, en 25 de Mayo y Tucumán, junto con Cabildo, Mundo Israelita y el Argentinisches Tageblatt, todos trabajando en un mismo salón. A pesar de las líneas editoriales divergentes, todo era calmo y silencioso... ¡hasta que llegaban los quilomberos del Expreso! Notas de último momento, tapas que mutaban un segundo antes de imprimir, discusiones a viva voz entre directores y redactores... El Negro procesaba todo con calma zen, solo alterada por el tedio de esperar que la seria jefa de la editorial nos trajera las galeras para pegarlas en las páginas, corregirlas y mandarlas a impresión. Fontova aburrido era un pasaporte a la travesura. Amante de Lovecraft, lo vi pedir a la esforzada mujer títulos tamaño desastre con los apelativos de los célebres monstruos del escritor. La pared se llenó de nombres como Cthulhu, Yog-Sothoth, Shub Niggurath e interjecciones como ¡Ngaaaaahhhh! y ¡Rlyeeee! Un día algo le colmó la paciencia, y Fontova profetizó: “¡Acá va a llover mierda!”. En el siguiente cierre, se rompió un caño maestro de aguas cloacales y sobre la oficina de fotocomposición cayó una parda garúa. Nunca le vi al Negro una risa tan diabólica, en medio de efluvios hediondos y desbande general.
El Expreso tuvo su cisma y el Negro partió para meterse de lleno en la música. En el ’82, paladeando ya el retorno democrático, seguí durante meses al Fontova Trío por bares y locales como La Cofradía, Entreacto y Satchmo. Éramos la barra de Villa Crespo bailando y coreando a voz en cuello “Rosita”, “Me tenés podrido”, “Qué mañana rara”, “El resbalón”... Después del show, iba a verlo al backstage para brindar testimonio de nuestro amor por la Incredible String Band, cantando juntos, a capella, una estrofa de “The Banks of Sweet Italy”, un rito que mantuvimos por siempre.
La etapa de mayor éxito y fama con Fontova y Sus Sobrinos y más tarde en la televisión y el cine la admiré desde lejos: la vida nos llevó por rumbos distintos. Pero siempre fue un placer el reencuentro. Y me di el gusto, ya en los ’90 y trabajando para el sello BMG, de promover la reedición en CD del álbum Rosita y el compilado 20 Grandes Éxitos. Y canté presente cuando la Legislatura porteña lo distinguió como Personalidad Destacada de la Cultura. Lo recuerdo a Horacio esa noche, con su inseparable compañera Gaby y su sonrisa pícara de siempre. Disfrutaba del momento pero sin creérsela del todo, como poniendo una saludable distancia ante lo solemne.
Hoy que el Negro se fue, no puedo estar triste, porque pienso en Fontova y recuerdo su arte, su música pero por sobre todo, su risa. Amaba la vida; sus misterios y sus absurdos. Y nos hizo reír. Mucho. En un mundo complicado, conchisumá, eso no es moco ‘e pavo.
¡Hasta siempre, Negro! ¡Fue un gran honor!