Quién sabe qué pensó Raphael el pasado 8 de marzo durante el trayecto en auto desde su hotel hasta el Teatro Gran Rex para dar el último recital de la gira de su espectáculo Sinphonico, al cruzarse en su camino miles de mujeres que se manifestaban por todo el microcentro por el “Ni una menos”. Desde el primer minuto arrancó cantando y recién dirigió unas palabras al público después de haber cantado varias canciones, para expresar cuánto le gustaba venir a Buenos Aires donde había pisado por primera vez a los 17 años. En la platea y en el pulman desbordados lo esperaban muchas otras mujeres: en las diez primeras filas, las más fanáticas, las que se sabían todas las canciones, las que cuando él cantaba ellas coreaban, suspiraban a viva voz, aplaudían y pegaban agudísimos gritos de excitación. “¡Te queremos, Raphael!”, “¡Te amo, Raphael!”. Y también muchos hombres que, una octava más abajo, coreaban un “Oooh ohohoh oh”, al estilo futbolero. Se destacó el vozarrón de un señor mayor que con amor lo alentaba desde el fondo de la platea entre tema y tema con un “¡Vamos, Niño, todavía!” y, cuando el Niño ya había cantado como unas quince canciones (en total cantó casi treinta), le pedía “¡No te vayas, Raphael!”. Hombres y mujeres extasiados coreaban “¡Pro-vo-ca-ción!” o “¡Es-cán-da-lo! ¡Es un escándalo!” y las canciones que se sabían desde hacía quién sabe cuántos años.
En el escenario apenas entraba la orquesta sinfónica compuesta por más de sesenta músicos, una escena barroca que quedaba eclipsada por un Raphael radiante, que saltaba y bailaba como un quinceañero. La voz, impecable, como si el tiempo no hubiera pasado para el “Jilguero de Linares”. En medio de las ovaciones entre la tercera y cuarta canción, una mujer gallega de más de ochenta años con la que habíamos conversado mientras esperábamos que iniciara el show, se sorprendía de la vitalidad del Niño y me contó lo que yo ya había escuchado en un reportaje: Raphael, que tenía hepatitis B y, según cuenta, nunca había sido aficionado al alcohol, empezó a tomarse las botellitas del minibar cada noche que volvía al hotel después de un show. Por el año 2000, sentía que su vida se estaba apagando. En 2003 recibió un trasplante de hígado y, tras una prontísima recuperación, según afirma, comenzó una segunda vida, como si le hubieran puesto “un motor nuevo”.
Recuerdo a Raphael desde muy chico por haberlo visto decenas de veces en la televisión. Algo en su forma de cantar y de moverse me intrigaba, algo que en mi inconsciencia infantil asociaba a lo que ya en la adolescencia pude nombrar como mariconería: una manera de mover las manos, de pestañear, de cambiar de plano de cámara con un giro de cabeza espasmódico, un fondo desafiante y provocador en la mirada. Raphael se vio obligado a desmentir el rumor de su homosexualidad todas las veces que fue interrogado sobre el tema, pero también se manifestó siempre a favor de todos los derechos obtenidos por la comunidad lgbti, que en España lo considera un ícono. Quien más avanzó sobre la cuestión de su sexualidad en un reportaje fue Jaime Bayly: “Que una mujer sepa conversar, eso es lo importante -dice Raphael-. Porque lo otro son diez minutos malgastados”. “¡No son diez minutos!”, arriesga Bayly. “Hay quien llega a los doce… jaja… Y hay quien no llega a ná”, contesta el Niño con picardía.
En el Gran Rex, el show duró dos horas y media y Raphael se cogió literalmente al escenario. Además de sus pestañeos y sus movimientos flamencos, a los que sumó unos pocos movimientos de break dance robot, al estilo Michael Jackson, levantó la temperatura en la platea con unos movimientos de pelvis con una mano a la altura del bulto como si se estuviera masturbando. Coronó tres bises con el tema “Qué sabe nadie”, uno de los temas que más siembran la intriga sobre sus preferencias: “¿Qué sabe nadie?/Lo que prefiero o no prefiero en el amor/ A veces oigo sin querer algún murmullo/ Y no hago caso y yo me río y me pregunto/ ¿Qué sabe nadie?/ Si ni yo mismo muchas veces sé que quiero/ ¿Qué sabe nadie?”