Un conjunto de representantes de las derechas latinoamericanas firmaron una solicitada llamando a cuidar “las libertades” en el contexto de la pandemia. Giorgio Agamben (luego de negar la realidad tratando al nuevo coronavirus de “invento” o “gripe”) también se focalizó en esta denuncia de los riesgos autoritarios de un nuevo “Estado de excepción”. En la escena local, intelectuales mayores de 70 años reaccionaron airadamente ante los intentos del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires por limitar su circulación, así como se habían presentado amparos para garantizar el “derecho a la circulación” para desplazarse a countries o casas de veraneo en los primeros días de cuarentena.
Uno de los peores errores que se puede cometer ante transformaciones radicales de la realidad es asumir verdades o consignas no situadas que pueden terminar alimentando las peores consecuencias. Los intelectuales orgánicos de las derechas han tenido esto siempre claro. Por el contrario, los progresismos tienen muchos más problemas para comprenderlo.
Como en toda epidemia, lo que se juega en esta coyuntura es la defensa de la vida de la población más expuesta: por su edad, por el estado de sus sistemas inmunitarios y/o por su menor acceso a los sistemas de salud. Más allá del número de respiradores, camas o personal sanitario, sabemos que en nuestras sociedades el acceso no es ni será igualitario. Por ello, aunque en la Argentina el contagio irradió desde los sectores con mayor poder adquisitivo (por su capacidad de viaje a países con circulación del virus), la propagación local descontrolada generaría un nivel mayor de victimización en la población carenciada, como cualquier enfermedad.
Las cuarentenas, por lo tanto, si bien cuidan al conjunto de la población, tendrán mucho mayor impacto en el salvataje de las vidas de los más necesitados. Por ello, son los sectores de capital concentrado y sus voceros intelectuales y mediáticos los que más insisten en quebrarlas, no solo porque las formas económicas para sostenerlas tendrán que poner en cuestión la actual distribución del ingreso sino porque la masacre de un contagio descontrolado funcionaría como el genocidio que no se han animado aún a implementar en sociedades donde consideran que la mitad de la población es “sobrante”, algo que iluminó con lucidez Susana Murillo, en un artículo reciente que analiza la historia de las cuarentenas desde el siglo XIV y los sectores que las combatieron. Bolsonaro, Lenin Moreno o Trump evidencian esta política descarnada y feroz, ilustrada por las fosas comunes de un proceso que recién comienza y está muy lejos de haber alcanzado su pico.
Lo notable de la miríada de foucaultianos trasnochados de cierta intelectualidad progre es que su preocupación por el riesgo de autoritarismo (legítima respecto de los desbordes de las fuerzas de seguridad con control de la calle, que sí deben ser enfrentados) logra minar la necesidad de establecer normas de cooperación para el control de la curva de contagios, que requieren no solo de acciones estatales costosas y oportunas sino de un fuerte involucramiento de las organizaciones sociales, algo que comprendieron con rapidez los curas villeros o los movimientos piqueteros.
Los argumentos rozan el ridículo como el reclamo del “derecho a salir a correr” (esgrimiendo ejemplos como el de Bélgica, que gracias a ello se convirtió en el país con mayor cantidad de muertos por habitante), el derecho a circular “porque no se sienten como adultos mayores aunque tengan dicha edad”, la necesidad de recuperar “el trabajo informal” al grito de “no se aguanta más” (lo que implicaría una supervivencia de los más aptos, en lugar de diseñar formas de asistencia estatal para paliar la necesidad) y un coro de “especialistas” alertando sobre los “riesgos” de la cuarentena, que paradójicamente se enuncia en un tono similar al de la liga del espanto reunida por Vargas Llosa.
Ante la aparición de guerras, hecatombes o crisis económicas, la intelectualidad del campo popular muchas veces debió transformar sus supuestos para ajustarse a las nuevas realidades y correlaciones de fuerzas. Ojalá la intelectualidad argentina pueda reaccionar a tiempo, en un contexto que requerirá de enormes redes de cooperación (y no solo de la acción de un Estado canibalizado tanto en sus capacidades como en su confiabilidad) para evitar la pérdida de miles de vidas. Mientras la derecha postula “populismo vs autoritarismo”, los sectores más lúcidos del campo progresista han recurrido a la metáfora de “la bolsa o la vida”.
Elegir la contradicción incorrecta (aun justificada con los autores más revolucionarios) puede ser un error garrafal para los intereses populares, como la ha sido a lo largo de la historia en cualquier coyuntura crítica.
El autor es investigador del CONICET, Profesor en UBA y UNTREF. Autor de “La construcción del enano fascista. Los usos del odio como estrategia política en Argentina”