Al rostro que se alineaba de perfil era difícil reconocerlo por separado. Todo comenzaba por allí, en ese punto antiortográfico, voz interior de la hamburguesa metonímica, en todas sus formas y variedades, que no obedece a los manuales de psicología o de lingüística. El rostro precedía el sol de los puentes curvado por las lavanderas en el ala este, por los pescadores en el ala oeste. Parecía que el resto del mundo anduviera sobre el lomo de una hormiga, y el amor, sobre el lomo de otra. Esas dos órbitas resbalaban en simulacros de big bang, y yo instintivamente metí la mano en la cartera.
Ya, a determinada hora, la luz era fuerte. Hacía calor. Pero, ¿por qué el otoño avanzaba implacablemente en la memoria del invierno? El campo visual de ese rostro me reconocía a su izquierda y me desconocía, hacia la derecha. En un lado yo era toda nobleza y dignidad, en la otra, pura mezquindad y miedo infantil. El hombre de la boina, la pareja robachicos, el padre muerto, el tío abusador, los vecinos violentos y las matemáticas, a un lado de la cartera. La nobleza y la dignidad, en el otro. Si alguien pudiera explicar la razón del equilibrio ni yo misma se lo creería. Todo debería ser un verdadero desmadre. Pero no. Por las cañerías de la cartera, que era mi casa, circulaba el té verde sin mezclarse con el agua. Jamás la ciencia podría aprobar este supuesto, porque llegaría a su fin.
Por momentos, el karma se ponía la piel de cordero y bajaba a pastar el té verde del sótano. Lo peor era cuando nos miraba, a las dos mitades, con los ojos en compota y nos hacía sacar un crédito para pagarle las deudas, y peor aún cuando se acurrucaba en el sillón del living, en el medio de las dos, y nos parecía que era un hombre, y lo acostamos en nuestra cama y no sabíamos qué hacer con la entropía de ese cuerpo, con ese caos incapaz de acceder a su propia transformación.
Al sentirse impelido a una ventura de tres, en los inicios de un nuevo vericueto, bullía, juguetón y deslumbrado, tratando de ser hombre, antes que karma o cordero. Si me hicieran dar dos vueltas sobre mí misma, no sabría si ese borametz antropomórfico era el ingrediente principal de la carne picada de la hamburguesa cósmica que yo amasaba a temperatura ambiente.
Tengo un don para saber lo que no sé, y para no saber lo que sé. El té verde, como un niño se subía a la copa de los árboles, y cuando creíamos que todo había terminado, recién estaba por comenzar. Lo peor, porque siembre había algo peor, era cuando el karma se vestía de sueño, y las dos mitades nos convencíamos de que era nuestro sueño cumplido, y lo creíamos en la más absoluta bancarrota pero con el corazón contento.
Sin soltar el botón antiortográfico, encontré la mamushka en la cartera. Una de las dos mitades, comprendía que el karma era una mamushka, siempre había más, siempre algo peor, algo que fingía ser más pequeño pero que era el corazón mismo, el carozo del karma. Adentro de la mamushka kármica estaba la albóndiga metonímica, aplastada, transmutada en hamburguesa atómica.
Esta clase de hallazgos en mi cartera es la que me repliega sobre mí misma, y me ha convertido en autoeditora de mis textos y mis deseos. La digestión de las albóndigas narrativas puede tentar mil rumbos antes de llegar a una lectura lineal. Igualmente, se entiende que hay que leer una palabra después de otra, con purismo saussureano, significado y significante. Albóndiga de signos lingüísticos que sobrepasan su propia razón de ser, vendrían a ser estos textos que van en puntas de pie desde los estoicos hasta Derrida, sin que nadie más que mis dos mitades autoeditoras lo adviertan.
El té verde se volvía denso, y una de mis mitades quería salvar el mundo, la otra mitad quería que el mundo se hundiera de una vez por todas. El karma se iba convirtiendo en antikarma, porque lo bombardeábamos con las albóndigas atómicas. Entablamos una guerra que unió mis dos mitades, y el rostro empezó a confundirnos. Ahora me reconocía a la derecha y me desconocía a la izquierda. Yo misma hecha una, con las dos mitades, adentro de la cartera, supe que todo lo que debía hacer en este mundo era albóndigas. Y que si aplastaba las albóndigas, se convertían en hamburguesas. Y que todos los lectores, desde Saussure hasta Derrida, desde los estoicos hasta los carpe diem, todos tienen boca y tienen ano. Tienen ojos y tienen huesos, así que por qué no las leerían.
Cerré el pasador del sótano de la cartera y volví sobre mis pasos. Lo importante era no seguir con lo de los ojos y el ano. Podría derivar en un gran lío y lo de las albóndigas terminaría mal. La censura tiene muchas artimañas. A veces se disfraza de mercado, otras, de moral. El mercado y la moral siempre están de acuerdo. Y mis albóndigas aplastadas podrían prohibirse en cualquier plan alimentario cultural si siguiera metiendo el dedo en el ojo, y bueno, ni qué hablar si lo metiera en el ano.
Igualmente, mis albóndigas no podían ser ajenas a la voz de la narradora que las parió. Heavy. Muy, muy. Volví entonces al punto antiortográfico. El botón que pone en marcha la máquina de hacer albóndigas. Creo que fue en ese instante en el que me prometí que no volvería a dejar al libre albedrío la agilidad de los dedos para poner en palabras lo que está en mi mente, sin el debido proceso de selección, y en cierto modo de autocensura (porque la moral y el mercado son más poderosos que cualquier albóndiga atómica). Digo que, fue entonces, cuando me prometí que me recataría. Veremos.