-Dale mi Negrito, levantate que ya amaneció. Y la luna y las estrellas se han dormido. Te traje mate cocido.

-Bueno mami.

Hay cifras elocuentes, morgues repletas y ascensores vacíos. La gente no va a ningún lado, pululan como aparecidos en las colas de la farmacia esperando la orden de internación, el barbitúrico, la receta para no esperar al miedo sentado en una silla de paja. Un asesor de vestuario puso en la vidriera expuesta sobre el linde de los parques un tapacara confeccionado en tela del color que nos corresponde y que debe coincidir con el de cada alma. Es gratis el cemento para pintar enanitos acumulado y el abandono de las plazas repletas de nada y el agua edulcorada que expenden los que se atreven a abrir las compuertas de las ballenas de sus negocitos de arañas. –-Mañana te toca cocinar a vos -le murmura un pato a un paraguas. Este asiente. Ya se ha comido todos los juguetes del parquecito sur y no le queda nada pero no dice cosa alguna. Habrá entonces que devorar alguna madera sobrante del cajón de manzanas. 

Es cuestión de llegar hasta la próxima curva del viento, donde los platinos del gran auto fúnebre se lubrican con lágrimas de los deudos. Una estampita de San Cayetano da la patita por un brazalete de fideos o un manojo de lentejas. Cae una viejecita del octavo piso cantando la desconocida Marcha de Ferrocarril Oeste, pero lo hace sin estruendo sobre un colchón de hojas y no se hace nada: solo estornuda y estornuda y con esos estruendos hace caer el edificio de un municipio que hace días está cerrado, rodeado de nidos con faja de clausura. En la Catedral han entrado carpinchos y los zorritos se excomulgan moviendo sus colitas. Llegan bomberos en un carrusel pero nadie los vitorea. La gente encerrada en sus casitas de cristal mira televisión donde un contador da cifras gigantescas sobre los fallecidos que parten con sus alias impresos a mimeógrafo lleno de dibujitos camino al cielo. Para otros, los que nunca tuvieron casa, todo sigue igual. Silvio Rodríguez canta debajo de la estatua del Soldado Desconocido. Hay olor a pólvora y a manzana podrida en el aire. Ah, si le hubiese hecho caso al tipo aquel del cartel escrito a fibrón donde predecía el fin de los tiempos. ¿Es éste ese momento? Un cordero y no de Dios está pastando sobre el cantero. Me acerco despacio y con un trozo de mampostería lo desnuco. Nadie ha visto el crimen. Escondo su cadáver en el garaje de la verdulería abandonada donde sé que aún funciona un congelador. Pesa mucho y me hace transpirar. No hay nadie adentro y la fruta apesta por mosquitas de la hinchazón. Tengo la presa confinada para reserva. Luego pateo una chapita y en este momento es cuando me advierto de no ponerme descriptivo. 

--Despertate Negrito, que es hora de ir al cole. 

Es mi mamá, su voz proviene de dentro de mí. Esto que pasa no sé qué es, puede ser un sueño y yo quedaré como un estúpido narrando como si fuese algo real. Hablando de eso hay una tele prendida en una casa de apuestas y veo a dos monarcas de Europa esquiando en la nieve. Llevan respiradores a modo de mochilas. Debe ser viejo el programa. Miro hacia abajo y es un conejito de hule con la cara de luna quien me habla. --Esperá, vení que tengo mi cueva del refugio viviente -me grita con un vozarrón teatral. Regreso y me meto con él. --Acá vamos a estar bien hasta que pase todo. Se oyen pasos arriba ¿Viste? –me dice al oído. Ellos ya están acá. --Shh, ni respires. Por una hendija distingo dos figuras: son alemanes en blanco y negro, es la serie Combate. Todos ellos de pronto se ponen a aullar, caen, ni pueden respirar por un gas letal que los aliados con el Sgto. Saunders y Cage a la cabeza le han arrojado. Me tapo la cabeza con una bolsa plástica. -Mejor ponete esto, me dice el conejo alcanzándome un cubrebocas con los colores de River. --¿No hay con otro motivo? --Sí, hay unos que sobraron de la otra peste, tomá, revolvé. Son anteojeras blanquicelestes. Son de un campeonato donde perdimos. --Como de costumbre, -le retruco y se pone a reír con una risa tan contagiosa que los dos casi gritamos. Afuera, ya es noche y podremos salir de las restricciones misteriosas. Lo hacemos. 

Ya no hay gente en cola alguna. Y se ha levantado un viento frío. Pasa un coche de la Policía con música adentro. Ni nos ven. Van tomando mate con una calabacita en forma de calavera. --¿Viste? -le susurro espantado. 

--Dale Negrito que se hace tarde, de nuevo mi mamá. --¿Oíste? Pero el conejo está en otra. --Se avecina una tormenta de arena -exclama con firmeza mirando hacia el sur, tapándose los ojos con sus deditos de peluche sobre las cejas. --¿Qué hay que hacer? --Nada, dejate llevar, dejate llevar… que la música te ayude… es el viento, es el viento, estamos salvados… Cerrá los ojos, no, mejor abrilos, abrilos boludo que hace horas que no parás de dormir y dormir y ya ni sabés qué día y qué hora es. ¡Vamos, movete! Hacé algo, caminá por la casa, dibujá, hacé algo pronto antes de que te encierren de nuevo en el sueño, que estás en cuarentena y no podés ni pisar la sombra de una vereda. Dale vestite, que el perro está ladrando de hambre y de miedo a los fantasmas que rascan la puerta pero no, no podrán entrar si vos no salís, chambón. 

--¡Eh, qué cara de julepe, dale despertá de golpe y prepará café, para mí sin azúcar! 

--Vení, contemos los muertos y hagamos apuestas sobre qué país va puntero. 

--Dale negrito que ya es tarde y hace frío -me deja mi mamá un beso en la frente. 

Silvio Rodríguez ha empezado a sonar por la radio reloj en la casa de al lado. Hace semanas que no para de cantar Sueño con serpientes. Y ya me tiene bastante podrido.

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