La pandemia global está generando un nivel de información sobre la salud pocas veces visto, y un cuestionamiento de las cosas como son. Entre tanto número, estudio y modelo alternativo, aparece información que indica que el capitalismo salvaje, el de la salud privada y cara, literalmente mata. No es un decir: la expectativa de vida en Estados Unidos, el modelo y paradigma de la salud como negocio, empezó a caer en 2015. Las muertas innecesarias e inexplicables hasta ahora hacen que la covid-19 parezca menor. Cada año, 190.000 norteamericanos mueren de lo que se llama “muerte por desesperación”.
La última vez que algo registró de este modo en las estadísticas de la gran potencia fue en 1993, el pico de la crisis del HIV. Lo que ahora empuja para abajo la expectativa de vida son el suicidio, el alcoholismo y las sobredosis de drogas, en particular los opiáceos. Esta pandemia silenciosa arrancó en los pueblos y ciudades desindustrializados y en las zonas rurales despobladas por la concentración de la tierra en manos de las multinacionales. Pero ya está afectando a las ciudades supuestamente exitosas y dinámicas.
El rasgo distintivo de esta pandemia americana es que no afecta en particular a las poblaciones marginadas. Negros, latinos y asiáticos tienen sus problemas como minorías, pero sus tasas de suicidio, alcoholismo y drogadicción son estables. Las nuevas víctimas son los blancos sin educación universitaria, o sea el setenta por ciento de todos los norteamericanos blancos. Lo que apunta directamente al origen social del problema.
Resulta que la tasa de mortalidad de los blancos con educación universitaria, y los ingresos correspondientes, bajó desde los años noventa un sólido cuarenta por ciento. Pero la de los que sólo terminaron el primario o el secundario subió un sorprendente 25 por ciento. Como para comparar, la mortalidad entre la población negra, que sigue siendo alta, bajó un treinta por ciento en esos mismos años. Curiosamente, es la baja que se registró en países con sistemas sociales estatales, como Suecia y Francia.
Hay un correlato entre los números de la economía y los de este problema de salud pública que apunta a la inseguridad económica como el factor determinante. En 1979, Estados Unidos tenía casi veinte millones de puestos de trabajo de clase obrera que pagaban bien, con un extendido sistema de garantías sociales. Hoy, con un cincuenta por ciento más de población, el país tiene apenas doce millones de esos puestos. Hace cuarenta años, una en diez familias tenía un puesto obrero con sueldo de clase media, empleo de por vida, jubilación y atención médica. Hoy, completada la masiva evacuación de la base industrial a países de mano de obra barata o esclava, apenas una familia en treinta tiene un empleo industrial bien pago, y las promesas “populistas” son un recuerdo de los viejos.
No sólo no hay más estabilidad y conchabo de por vida, sino que el salario real de esta clase obrera -la que todavía tiene esos empleos- cayó un quince por ciento desde 1979. El que completó cuatro años de universidad gana, en cambio, un diez por ciento más, y el que tiene un master o doctorado, gana un 25 más, siempre a valores ajustados.
Al mismo tiempo, y en particular en los años ochenta, los sindicatos fueron efectivamente destruidos, lo que permitió una baja real de salarios, la eliminación de los servicios sociales, como la medicina paga por la empresa, y casi toda idea de estabilidad. De hecho, algo que desapareció fue la misma idea de indemnización o despido injustificado, excepto por razones de racismo o discriminación.
Las patronales hasta inventaron exquisitos instrumentos de control, como el de los contratos con cláusulas de no competir para puestos obreros. Por ejemplo, hasta hace unos pocos años y gracias sólo a un fallo judicial, un cocinero de McDonald’s no podía mudarse a Burger King por algún dólar más por día, porque no podía “competir” con McDonald’s. Una inmensa cantidad de trabajadores hoy son “de contrato”, como lo muestran los treinta millones de desempleados en un mes pidiendo cobrar el seguro. Son gente a la que mandaron a su casa con un “gracias” y listo, después de yugarla en empleos sin futuro.
Los resultados sociales incluyen tasas de atomización de las familias muy altas, las más altas del mundo desarrollado. Un quinto de todos los norteamericanos que se alimenta en alguna caridad tiene un trabajo full time, que no le alcanza para alimentar a su familia. El prestigioso Urban Institute calcula que la cuarta parte de los sin techo en el país tiene trabajo, pero no llega al alquiler.
Pero las circunstancias económicas, medida por salario real, no explican completamente esta endemia americana. Los negros ganan en promedio una quinta parte menos que los blancos y sus tasas de mortalidad mejoraron. Los estados más pobres y atrasados no necesariamente tienen tasas más altas.
Hay que considerar el lado cultural y político de la ecuación, que se traduce en hasta dónde cada grupo se compró el sueño americano. Los norteamericanos negros y marrones están acostumbrados a que la vida sea dura, y también a la solidaridad de familias, amigos y comunidad, que no los culpan por el mal momento que estén pasando y dan contención, y ayuda. Los inmigrantes llegados de Europa están acostumbrados a ver los problemas sociales como parte de la política y se asombran de que no haya ni manifestaciones ni reclamos al gobierno.
Pero los obreros blancos no tienen estos recursos mentales, sino la sola convicción de que el individuo, si trabaja duro y bien, prospera. Con lo que si no prospera, es que el despedido algo hizo. No es la falta de leyes, ni la implícita asociación entre gobiernos y patronales. Es él -o ella, pero sobre todo él- que falló. Esto explica el voto de clase obrera por Trump, la muy baja tasa de participación en las elecciones de los blancos de clase trabajadora y la asombrosa estabilidad del dominio republicano en estados y regiones empobrecidas pero blancas. Y también el suicidio, el olvido en el trago y en la droga.
La despolitización es evidente. Un estudio tras otro, y la simple visita a estas localidades arrasadas económicamente, permite ver el cinismo reinante: todos los políticos son iguales, todos están vendidos a los ricos, nadie nos va a ayudar. Este cinismo, como observó Pierre Bourdieu, surge de la inestabilidad de empleos sin futuro y baja paga, donde cualquiera puede ser reemplazado porque da lo mismo quien los haga.
El cinismo también enferma y aquí aparece una estadística asombrosa: los americanos blancos de clase obrera de entre cincuenta y sesenta años consultan al médico por dolores agudos en números mayores, proporcionalmente, a los blancos de la misma clase con ochenta años cumplidos. Y lo hacen en números mayores que sus contemporáneos de otras razas y de sus coetáneos de otros 19 países desarrollados.
Los americanos gastan en salud el doble por persona que los franceses, pero viven cuatro años menos y tienen el doble de mortalidad neonatal, además de treinta millones de personas que no reciben ninguna atención, la décima parte del país. De esos sin seguro, 45.000 se mueren cada año simplemente porque no llegan a ver un médico. El negocio es monumental: si Washington gastara por persona lo que gasta París y tuviera los mismos resultados, se ahorrarían diez mil millones de dólares al año, sólo en el presupuesto.
Pero esos miles de millones son la ganancia de alguien, en particular en un país donde prácticamente todos los hospitales son privados, con accionistas y un gerente financiero que es el que manda.