Conservo recuerdos magros de aquellos domingos en la infancia. El diario, en blanco y negro. La televisión, lo mismo. Color tenían otras cosas: los fideos, por ejemplo, pintados de un rojo modesto, sin carne y con poco queso. El resto de las evocaciones es más bien ocre. Los domingos no cumplíamos con el colegio y mi mamá, único sostén de cuatro hijos varones, no salía a vender baratijas para sobrevivir. Eso ya le confería un aire especial. De la melancolía que lo desdibuja cuando cae la tarde no hay nada en mi memoria.
Ese día se caracterizaba por la quietud, el reposo, la morosidad para encarar todas las actividades. Esa pausa que tanto ansiamos, pero que al mismo tiempo un poco espanta porque nos despoja de todas las distracciones que adornan la semana.
Los domingos eran eso que ahora, en tiempos de pandemia, de aislamiento preventivo y obligatorio, ofrecen los martes y los jueves. Un sábado a la madrugada o el miércoles a la mañana: un continuado de encierro, de rutina, de pereza obligada.
¿Y afuera? ¿Qué sucede en ese afuera que ahora no podemos tocar y al que apenas si nos asomamos? ¿Habrá lunes frenéticos o viernes de juerga que nos estamos perdiendo? Nada de eso. El coronavirus ha convertido todo en un domingo gris, monótono, persistente.
No importa si es en el sur o en el norte de la ciudad. Si es el centro o Arroyito. Poco cambia en barrios tan cercanos y al mismo tiempo tan distantes como Las Flores, Fisherton, Tablada o Echesortu. A todo lo cubre una mansedumbre semejante.
El lunes 20 de abril se cumple un mes desde el inicio de la cuarentena. El día en Rosario se presenta con una temperatura desacostumbrada para la época: más de 30 grados desmienten al otoño. Sólo eso ya lo convertirían en una jornada curiosa, anormal. Pero hay más. Basta moverse un poco para advertirlo.
Sobre la calle San Luis se garabatea un aire fantasmal. Donde antes había clientes, telas, comida al paso, juguetes, ropas modestas, bijouterie, mugre, proxenetas, ferreterías y paradas con colectivos y pasajeros, ahora se presenta un silencio afilado. Persianas bajas se exponen con sus colores estridentes. Es una pintura kitsch, el resumen de una economía en caída libre. Sin ventas, no hay pagos: los alquileres comerciales registran ya una morosidad del 32 por ciento.
Los lobos de Wall Street podrán aullar por la baja del petróleo y otros males menores. A nosotros nos alcanza el olfato, el oído y la mirada para ver la gesta de una crisis: si San Luis no tiene olores, si no ruge, si se apaga cuando debiera estar encendida todos tenemos claro dónde iremos a parar. Aunque no nos agrade imaginarlo.
En el microcentro el movimiento está sensiblemente recortado. La caída de pasajeros en el transporte urbano es brusca: entre un 85 y un 90 por ciento, de acuerdo a estimaciones del Ente de la Movilidad. La cuarentena se expresa con ése y con otros números. La calle recuperó un 15 por ciento de su habitual movimiento desde que comenzaron a funcionar los bancos, pero continúa con un 55 por ciento menos de flujo que en épocas normales.
Hay más autos particulares circulando en los últimos días, aunque las estaciones de servicio están en alerta: las ventas alcanzan apenas entre el 10 y el 15 por ciento de lo que registraban antes del 20 de marzo. Los 360 vehículos incautados en 30 días de operativos policiales forman parte de la flota que ya no cargará combustible. Por largo tiempo. El extremo sur del bulevar Oroño exhibe, antes del mediodía, un paisaje menos moroso que el microcentro. El casino está cerrado, aunque un móvil policial lo custodia. Farmacias, granjas y locales dispuestos para el cobro de impuestos concentran a la gente: colas de cinco, siete, quince personas. La mayoría con barbijos. Hay quienes utilizan una barrera más contundente: en una pollería alguien espera hacer su compra con el casco colocado en la cabeza. Quizás tema colisionar contra el aumento de precios, que aceleró a fondo en las últimas semanas.
No hay jovencitos limpiando vidrios en las esquinas. En Oroño al 6100 un repartidor de carne baja mercadería con su delantal manchado de sangre y un albañil, enfrente suyo, utiliza una mezcladora y tiene su ropa salpicada con cemento. Sólo atisbos de actividad productiva. En el Parque de la Independencia, quietud. La monotonía del paisaje se quiebra apenas por las flamantes carpas que, dentro del predio del hipódromo, forman parte del centro de internación montado contrarreloj. Unas cuadras más allá, en Pellegrini al 1500, el consumo se impone como la religión con más fieles: mientras la parroquia Nuestra Señora del Carmen está cerrada un repartidor de Glovo pedalea con entusiasmo frente a un Cristo en cuarentena. No se persigna. Sólo pedalea. Llegar a destino, entregar la mercadería, sostener un ingreso magro, pero necesario, es quizás el único paraíso en el que hoy se puede permitir pensar. “Cómo extraño la recesión”, bromea con amarga ironía el propietario de una brasería ubicada sobre la avenida. Si antes vendía 200 pollos ahora despacha 20. Ejemplos de la crisis sobran.
Es complejo explicar por qué Arroyito parece abandonada y en Echesortu se advierte un número considerable de transeúntes. Gente que, quizás, se asoma para comprobar si afuera la ciudad sigue siendo la misma. Si afuera es tan domingo como adentro. El Heca asoma desolado y el deseo es que las curvas –la del coronavirus, la de cualquier tipo de violencia urbana– se achaten y que esa imagen de un nosocomio en pausa quede así. Para siempre. Durante los treinta días de cuarentena se registraron en Rosario dos homicidios, cifra de un cuento de hadas para una ciudad acostumbrada a quebrar récords criminales.
¿Será el Covid-19 una barrera contra las homicidas? ¿Será este domingo perpetuo que los pone a descansar? ¿Será la multiplicación de controles?
Desconozco lo que será y lo que no es, pero en la recorrida profunda apenas se detecta un móvil de la policía comunitaria, a metros del Monumento a la Bandera. Un joven en moto, con el casco en la mano –¿será el mismo que compraba pollo en la zona sur con la cabeza cubierta?–, muestra sus papeles. Es el único retén que se advierte en un trayecto que demanda más de tres horas.
Es domingo también, aunque algo más festivo, para el medio ambiente. Los mapas elaborados por la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae), previos y posteriores al aislamiento, exhiben diferencias notables. Si el dióxido de nitrógeno en la atmósfera alcanzaba los 35 micromol por metro cuadrado, ahora cae debajo de los 20. Los especialistas celebran: es un oasis en medio de la pandemia.
La naturaleza ofrece una contracara. El río Paraná, su bajante histórica, espanta. El 20 de abril alcanzó los 44 centímetros sobre el nivel del mar. En la misma fecha, el año pasado, tenía tres metros más: 3,44. Dos pescadores y tres canoas es todo lo que se observa en esa orilla donde, ahora mismo, con 30 grados, debería haber bañistas y pelotas de goma, gritos y protectores solares, sombrillas, galanes, sándwiches de milanesa con arena, mates, latas, patas. El Paraná parece retraído, en autoimpuesto aislamiento. La playa es amplia, ocre, como mis recuerdos de la infancia.
La ciudad, que descansa recostada sobre ese majestuoso río marrón, parece desear ahora mismo lo que nunca antes imaginó: la llegada de un lunes frenético, imperativo, vulgar. Un lunes que nos sacuda la maliciosa embriaguez de este domingo pandémico.