El mundo de la pandemia es un mundo de calles vacías. Paisaje sombrío sin ruedos en las plazas, sin música en el subte y el tren, sin malabaristas en las esquinas. Todos los aplausos y las risas mutaron a silencio. La democrática posibilidad del encuentro cultural fortuito se extinguió. Las gorras se vaciaron. Dentro del sector cultural, los artistas callejeros, trabajadores informales, están entre los más desprotegidos.

El Estado viene otorgando al mundo artístico ayudas valiosas pero señaladas como insuficientes. De momento, ninguna específica o sustancial para el arte callejero, aseguran sus referentes. Hay una paradoja interesante: la angustiante sensación de no poder salir a la calle para conseguir el pan se combina con el consuelo de que, de todos los espectáculos, los del espacio público serán los primeros en volver. 

Una gran fauna

"Vivimos el día a día, como un albañil", compara Alejandro Pollone, músico en trenes, subtes y peatonales, 36 años, de Lanús, con hijos. Toca la guitarra y la armónica y canta. Está sobreviviendo gracias a la ayuda de su familia. Como Alejandro, cientos de payasos, magos, retratistas, malabaristas, bailarines de tango, estatuas vivientes, músicos y actores que hacen de calles, transportes y plazas del país su escenario y espacio laboral han quedado a la deriva. Hay quienes de sus presentaciones en el espacio público obtienen su único ingreso. Para algunos actores y cirqueros, la calle funciona además como vidriera hacia otras oportunidades, como trabajar en algún evento.

Alejandro llegó a tener tendinitis de tanto tocar una guitarra de mala calidad. Por eso en los últimos tiempos comenzó a usar loopera. Viene, para colmo, de los años del macrismo. Los de la "resignación" del artista de calle: "Sabía que no iba a llegar a ningún lado por más que me rompiera el ojete laburando". A más de un mes de cuarentena, algunos días está bien. Otros se quiere "pegar la cabeza contra la pared".

El arte callejero es un tejido difícil de abarcar. Una "gran fauna", en palabras de Riki Ra, histórico payaso y malabarista. Terreno dinámico, complejo, multidisciplinario, a veces ninguneado. Marginado y perseguido. No tan homogéneo ideológicamente, sobre todo en relación a lo que se espera del Estado. Su espontáneo espíritu tiene su correlato en una organización que por lo menos a priori no resulta tan nítida como la de otros sectores. Un sello de identidad está en lo que repiten algunos de los entrevistados: trabajar en la calle, donde cualquiera puede ser espectador, es "elección". Filosofía de vida, no siempre necesidad.

De acuerdo a un relevamiento nacional en curso de la asociación civil Circo Abierto, en el ámbito de los cirqueros abundan los trabajadores de semáforos (ver recuadro). Esto significa que una de las primeras formas de recaudación del artista callejero es el semáforo. "Está la gente que vive al día. Los que no hacen temporada de verano y no pueden tener un ahorro. Otro grupo tiene un poco más de resto, trabaja haciendo temporadas y participando en festivales. Pero el panorama es de cancelaciones de todos los eventos programados para este año", detalla el clown Menzo Menjunjes.

La falta de estímulos en el país ha generado una diáspora de payasos autóctonos. Menzo vive en España. El vuelo que lo llevaría de regreso a Barcelona se suspendió y quedó varado en casa de su madre en Buenos Aires. Lo mismo les pasó a muchos colegas, porque también es intrínseco al oficio su carácter itinerante. En importantes festivales de Europa los payasos argentinos están "en primera línea", como en Brasil, destaca Riki Ra. "Somos un país exportador de espectáculos callejeros. Es que no hay ayudas ni incentivos acá", explica el malabarista, quien gira por Latinoamérica en su camioneta. Eterno contraste entre talento y esfuerzo y falta de oportunidades.

Los artistas callejeros, como todos los artistas, han aprendido a pasar "vacas flacas". A sobrevivir con "economías de guerra", dice Menzo. Pero este contexto lleva todo al extremo. "Sin ahorros, sin certezas, sin poder salir a buscarse el mango el idilio del artista en su guarida se vuelve una tortura en la que la incertidumbre se apodera de tus pensamientos al nivel de poder generarte un estado emocional depresivo que no tiene pinta de llevar a ningún lugar bueno", escribió en su "Diario de un payaso en cuarentena". Le dolió muchísimo la muerte, en pleno aislamiento obligatorio, del joven y talentoso artista Pablo Lima, de 35 años, quizá el único de calle que obtuvo un Estrella de Mar. Su fallecimiento fue una trompada para la comunidad circense.

Territorio virtual

Gentileza Mariana Escobar. Rosa Salomón alegra a los vecinos de Temperley desde 2011.

Un hecho curioso, inesperado tal vez, es que del mismo modo que la música y el teatro de salas parte del arte callejero se trasladó a la virtualidad. Una calle digital, quién lo hubiera dicho. Alejandro (The Musiquero) , que en el último año se volcó a la experimentación, comparte videos en su cuenta de Instagram. La actriz Rosa Salomón, más conocida como Lucrecia Vichenza -su alter ego más popular-, toda una institución en la zona sur del conurbano bonaerense y en el mundillo del arte callejero, también plasmó su delirante humor en videos. Y, como otros, habilitó una gorra virtual.

Rosa extraña mucho la plaza frente a la estación de Temperley a la que desembarcó en 2011 y donde religiosamente todos los domingos hace estallar de risa a las familias de la zona. Tanto extraña que un día de la cuarentena se mandó al supermercado chino del barrio de Lanús en el que vive maquillada como Lucrecia e hizo malabares con limones.

En su otra vida era docente y gozaba de más estabilidad, pero en la calle encontró "una universidad". Descubrió que las mejores historias estaban ahí -"en la gente, hermana"-. Que "el que está juntando latitas puede ser un sabio". Nadie le dicta ni controla lo que expresa. Abrazó y abraza causas sociales. La última gran movida fue la conmemoración del Día Internacional de la Mujer. Está preocupada por las personas que viven en la plaza, que devinieron público suyo y de sus colegas de varieté. Sabe que algunos consiguieron alojamiento en el Club Atlético Temperley. Su angustia la vuelca en la tierra, en "desyuyar", y todas las noches prende un fuego. También, hace videos. 

"Estoy comiendo más que antes, porque me traen comida. Es emocionante. Cada vez que me tocan el timbre se me caen las lágrimas. Vienen artistas, gente que maneja salas que distribuye bolsones, los que me ven en la plaza. Me piden disculpas por ofrecerme cosas. Y por los videos me depositan plata. Sesenta pesos... no es gente que tiene. Lo hago por una necesidad de continuar. El humor es una manera de amigarme con la realidad", expresa Rosa. "Sin expectativa", solicitó el Ingreso Familiar de Emergencia. Muy simple: "Vivo de la gente".

Desde un municipio gobernado por Cambiemos advierte que algunos están saliendo a "hacer faro (semáforo, en la jerga) y tren": "Están siendo perseguidos. Imaginate: gorrita, tres clavas, acá en Lanús... ¡al toque!". Cuando piensa en los malabaristas se consuela imaginando que reciben, como ella, ayuda de vecinos o familiares. Menciona también campañas como la de "Artistas solidarios", iniciativa de Mosquito Sancineto para llevar comida a los más perjudicados.

La virtualidad, claro, tiene sus límites. Más tratándose del arte callejero. No toda destreza es susceptible de ser trasladada. Además, el arte de calle posee una dinámica muy vinculada a la retroalimentación de un público presente en el mismo lugar, puntualiza la payasa María José Lombardo, integrante del Frente de Artistas Ambulantes Organizados (FAAO), que abarca a la Ciudad de Buenos Aires pero articula con las provincias. Confirma que efectivamente muchos trabajadores están probando la gorra virtual, haciendo shows, clases y hasta cumpleaños. "La situación económica de la mayoría es muy delicada. Se están intentando usar vivos de Instagram y redes. En algunos casos la gente acompaña, a veces menos", comenta.

El rol del Estado

Con

Históricamente en conflicto con la autoridad, no todos los artistas callejeros piensan que el Estado debe protegerlos o fomentarlos. Menzo -quien además es productor independiente y escritor, y vendedor de miel- piensa que sí: "Como nunca recibimos nada del Estado... ¿y ahora? ¿Qué pasará? ¿Nos dedicaremos a otra cosa? A los últimos que llega la ayuda es a los primeros que la necesitamos". 

Dentro de las medidas tomadas por el Ministerio de Cultura desde que se inició el aislamiento no hubo ninguna línea específica para este sector. Los de circo vienen esperando la sanción de una ley nacional para la disciplina. Destinadas las ayudas oficiales a un número limitado de proyectos y espacios -al menos en un principio-, no dialogan con las características del arte callejero, plantea Lombardo. Riky Ra coincide. Pero se esperanza con que el Plan Podestá -100 millones de pesos inyectados al teatro- los abarque en algún momento. Por otra parte, Circo Abierto, organización de la que participa, puso a circular un PDF con las disposiciones vigentes que podrían ser útiles. Por ejemplo, el lanzamiento del programa Puntos de Cultura, para emprendimientos comunitarios, o el fondo Desarrollar, dirigido a espacios de espectáculos en vivo y talleres.

En los detalles de la segunda etapa del Podestá, recientemente lanzada, "teatro circo" y "teatro callejero" tienen una mención dentro del llamado a concurso de actividades performáticas en entornos virtuales y redes sociales. Según Riki no es muy prometedor el anuncio. Augura que será escaso el número de beneficiados.

"En las últimas reuniones que hemos tenido con representantes del Ministerio de Cultura de la Nación se mostraron predispuestos. Reconocen al nuestro como un sector  vulnerable", valora Riky. Lombardo sostiene: "Cuando se habla de fomento surgen cuestiones burocráticas que en muchos casos no van de la mano con nuestra manera de trabajar. Nos limita un montón a la hora de poder acceder a una ayuda. Nuestra lucha diaria, desde antes de la pandemia, es que se nos respete, tener derechos. Que lo nuestro se reconozca como trabajo". El gobierno porteño, añade Riky, "sacó nuevos subsidios, pero para lugares que tienen permisos para trabajar y empleados en blanco", que "no alcanzan" a la mayoría de los integrantes del sector.

Hay otro problema importante. Por moverse en la informalidad y por la persecusión policial -no muy atrás en el tiempo, la reforma del Código Contravencional de CABA buscó instalar a la actividad como delito-, muchos trabajadores no están habituados a esperar del Estado amabilidad. Ni a lidiar con la burocracia. "Gran parte del sector es archi punky", define Riki, quien cuenta que Circo Abierto está ofreciendo tutoriales para completar formularios. A los que se desempeñan en semáforos se los está orientando a formalizar ciertos aspectos: canalizar la habilidad en la elaboración de un espectáculo, por ejemplo.

Un Woodstock callejero

 

Alejandro tuvo tendinitis de tanto tocar la guitarra.

La cuarentena se extendió una vez más y con ella la prohibición de todo espectáculo. Es desesperanzador y angustiante, pero en los artistas callejeros hay una suerte de consuelo: serán los primeros en volver. Lo dan por sentado. El tono de voz les cambia cuando lo anuncian. Es posible que los extranjeros, los de espacios cerrados, se muden a las calles cuando la cosa comience a flexibilizarse. El conflicto del futuro, postula Menzo. Una calle con demasiada oferta y espectadores con poca plata. Y policías más envalentonados que de costumbre.

Por otra parte, no hay chance de que por un tiempo el arte callejero sea el que era. Ya comenzó la discusión de cómo podría ser. Espectáculos frente a edificios, que puedan ser vistos desde balcones, ventanas y terrazas. Itinerantes, de paso, que no abulten público alrededor. Semaforistas respetando protocolos y cuidados. 

Tal vez el asunto sea más complicado en el transporte público, cuya utilización se desaconseja. En el subte porteño hay entre 350 y 500 artistas, según el cálculo de Julián Mallo, miembro de la cooperativa Trabajadores de la Cultura Ambulante. La mayoría se dedica a la música. Julián es una rara avis. Fotógrafo, vende un fanzine en la línea D. "Cuando empezó el coronavirus, incluso antes del decreto, la cantidad de gente había bajado en el subte. Ante algo invisible se genera mucho pánico social. No creo que nuestra actividad sea sencilla de reincorporar. No sé cómo va a ser recibida", desliza. En sintonía, Alejandro opina: "La sociedad va a quedar resentida y paranoica todo este año. El transporte va a estar flojo de gente".

Cerca de la hora en que prende el fuego, Lucrecia, o Rosa, recuerda: "El renacimiento del carnaval como ceremonia fue la salida a la calle de los pueblos que vencieron la peste". Imagina cómo le gustaría que fuese la vuelta. Una suerte de Woodstock del arte callejero. Un festival de jueves a domingo.

 

Guerreros del semáforo

 

Patú, malabarista desde hace dos décadas, comparte en Facebook viñetas sobre la vida del artista callejero.

Patú Palma dedicó sus últimos 20 años al semáforo y los malabares. Al principio se dedicaba exclusivamente a ello, luego empezó a combinarlo con eventos. "Cuando viajás los malabares son una herramienta muy útil. Dan una respuesta económica inmediata. Siempre el malabarista fue nómade, por eso ahora hay muchos varados", dice Patú, también dibujante, desde Viedma. A su página de Facebook Dibujitos , con más de 40 mil seguidores, lleva las peripecias del oficio. 

"Empecé a hacer malabares a los 14 -cuenta Patú-. A los 17 ya andaba de viaje. Tengo 34. Pagaba mi alquiler con semáforo. Lleva sus horas y energía, pero tiene su recompensa." El momento le duele, pero no se queda quieto. Se puso a hacer él mismo un tambor y otras artesanías, y optó también por la exposición y la gorra virtuales. "No está bueno cuando no podés ejercer tu arte por una fuerza mayor. Es eso, más allá de lo económico. Esto es lo que nos gusta hacer. El alimento llega igual", manifiesta. 

Patú encuentra una dicotomía en el que sería el subgrupo callejero más golpeado por la pandemia: "Los semaforistas parecemos el sector más frágil, pero cuando empiece a aflojar todo seremos los primeros. Así que por un lado es más frágil; por el otro, más fuerte". Algunos colegas están saliendo a trabajar igual -"no sé si está bien o mal"-. Se enteró incluso del caso de un chico que terminó preso. "Lo que me atrae de esto es que lo tenés que hacer porque te llama, y ni hablar si tenés una familia. Somos guerreros", se enorgullece. Sobre la vinculación con el Estado, Patú refuerza la idea de que cada opinión es "particular", aunque sugiere que "a un montón de gente, re tirada, le vendría muy bien una ayuda".

No se lo nota tan preocupado por una posible acentuación de la persecusión a la actividad, porque históricamente hay "buenas excusas" para que eso ocurra. "El arte callejero, que no se puede encajar en ningún lugar, es inmortal. Obviamente se va a reformular, pero tampoco era lo mismo hace 500 años", opina. En términos económicos por ahora se las está arreglando, y gente que "hace mucho tiempo que no veía" le ofrece ayuda: "Cuando trabajamos de la alegría, sembramos semillas".