Junto al río,/desolada y fervorosa,/la saturación de su paciencia/ aclimata ruegos,/premoniciones,/que lo humano presiente/y expresa en constelaciones de torpe dactiloscópica./Cúmulo de máscaras, de estrellas palpitantes,/pesarosos andares, deseos menores:/todo ese juego, ese afán de raíces/en la lenta enunciación de la mañana,/el fervor de esos parques/cuyos pájaros de humo, se diluyen/fatalmente olvidados./Ciudad,|apelo a la energía/de tus contradicciones,/de tus celos absurdos,/de tus pavimentos y tus audacias,/de tu cólera y tu abandono./¿No lo sabes, Ciudad?/Tu también eres el destino.//   Willy Harvey. Ciudad.

La leyenda dice que entre los ´50 y los primeros ´80 alguien de ese nombre, alternativamente estudió Antropología en calle Entre Ríos –tras una esmerada formación en el Colegio Inglés–, abrió y cerró una librería, vendió libros a domicilio, sedujo bellas mujeres pese a su aire espectral, desfiló por cien pensiones, rompió sillas y vasos de tantísimos bares, cayó en otros excesos y agonizó como linyera pidiendo limosna en la Catedral para morir en los fondos del bar La Capital donde tuvo su último refugio. Pero, en todo esto –dice el mito– sólo a una cosa fue fiel y se entregó visceralmente: a la poesía.

 

En realidad, cómo llega Willy al “mito” es casi otro enigma: su memoria la guardaron solo pequeños círculos, y la fama de oscuro poeta maldito. Quizá en honor a la “mitología de la ciudad” –y no a Willy que se defiende solo–, podemos revisar si la leyenda resistirá revisiones futuras.

 

Al Willy real se le conocen tres libros (dos agotadísimos y uno inédito) y una novela inconclusa y extraviada. Había nacido en Roldán en 1931, desde donde llegó con sus padres a Rosario, transcurrió su vida y murió en julio del 82. Ahora bien, Willy más que de Rosario, fue del centro rosarino y, sobre todo, del subsuelo rosarino. No existió, fuera de esa escenografía. Lo conocí a finales de los 60 y, por entonces, paraba en el “Madrid”, de Rioja y Mitre; escribía lejos de los muchos billares, en una mesa contra las vidrieras, donde la cercanía del teléfono público y sus infinitas situaciones parecieron a veces quintaesenciarse en su poesía. Lo desalojaron (se higienizaba y afeitaba en el baño) como un muñequito con la cara enjabonada bajo el brazo de un mozo fornido. Eterno huésped de pensiones de cuarta, debió tener su mejor momento cuando, a fines de los ’50, abrió con el Negro Ielpi la pequeña librería Runa, una suerte de pasillo comprimido entre el Palacio Minetti y la Bolsa, que frecuentaban Aldo Oliva, Hugo Padeletti y Juan José Saer, y donde dormía y, por única vez en su vida, pudo dar asilo en lugar de recibirlo. Uno de aquellos refugiados recordaba que, por falta de baño, acumulaban por la noche “una pequeña bodega” con botellas de todos los tamaños.

Tuvo también protectores, uno fue Gary Vila Ortiz. Cuenta Eduardo D’Anna que no era amigo de Willy pero lo conocía desde 1965, cuando a sus 16 años lo vio entrar al bar Savoy como una flecha y pedirle 50 pesos a Gary, quien abrió la billetera y se los dio sin chistar. Pero, ¿quién era realmente? D’Anna lo define como un caso en que “construirse como artista es destruirse como hombre”. O Guillermo Ibáñez lo vió como “la unión del poeta y del hombre, víctima uno del otro”. O solo “un poeta fiel a su vocación en medio de sus derrumbes humanos”, para Héctor Paruzzo. Sí, es lo que asombra y lo que, junto a su obra y su vida caótica, lo convierte en “mito”; esa pasión kafkiana por la literatura, que –paradójicamente– lo instaló como una figura popular. El Tomi supo dibujarlo junto a Cachilo y Olmedo en “el cielo rosarino”.

D’Anna, sin embargo, no estaba del todo errado cuando a fines de siglo renegaba de “cierto artista muerto que algún circulillo literario quiso convertir en el Baudelaire rosarino” (y allí leíamos Harvey vindicado por la gente de la revista Runa). Tenía razón, Willy solo era Willy como el otro era solo Baudelaire, y no fue un flaneur sino un hombre del subsuelo que solo por obligación circulaba por la superficie y no siempre discretamente. Antes bien, fue un desmesurado, de quien decimos sin embargo que “algunos de sus poemas se encuentran entre los mejores de esta ciudad” (Vila Ortiz), una rara avis que ingresa por igual en la cultura popular y la alta poesía, no un maldito a la francesa sino un remadito local: un malo, tanto en ocasiones, según lo despidiera la necrológica también de Gary (malo por sus maldades, aunque aquí no dé para el anecdotario enorme), como un maldito para los que amamos la mitología de la ciudad. Y, por lo mismo, ligado a personajes con los que jamás hubiera alternado en la práctica: Cachilo, el Poeta Aragón, Rita la Salvaje… Caprichos de los mitos urbanos.

Porque, efectivamente podía ser peligroso. Pero subrayemos: Gary lo tilda como lo tilda, y también lo homenajea. Y Paruzzo, que supo refugiarlo y contaba que estuvo a punto de incendiarle la casa y que se tiró con su mujer, a diez años de la muerte le organizaría un inolvidable homenaje en un café literario.

Es obvio que lo que catapultó su figura y no la de otro, fue una intimidad torturada que se prolongó a la vista de todos por 25 años o más. Pero lo interesante es que sobre el fondo que ofrecía la dureza de la ciudad para sus creadores aparece su símbolo de fidelidad a la poesía contra todas las indiferencias y todas las flaquezas. Y eso despierta un gran sentimiento colectivo de admiración y culpa; despierta el mito que acusa, sí, pero que también nos redime. Vida y mito son locales, mientras su metafísica revienta el marco, va más allá, por más que todo él exija de Rosario –del destino, como dice su poema “Ciudad”–, y de emanar de un sótano “dostoievskiano” del centro rosarino (del que además hay noticia especialmente por su propia vida). Acaso lo raro, lo curioso, es que se lo describa sin posiciones políticas como si esa fidelidad durante las más feroces dictaduras hubiera sido apolítica.

¿Qué sabemos de su verdadera interioridad? Que su pasión, además de indagar en el ser –o terminar a sillazos una discusión literaria o tortuosidades varias–, era leer en voz alta poesía propia o ajena, en castellano o inglés, y que esa poesía se la comprendiera o no seducía por igual. Quizá la concisión y sonoridad del inglés lo favorecían por buen enunciador. Pero en castellano Willy mantenía la magia. Poe traducido por Baudelaire suele considerarse superior al original, algo así sucedía en los recitados y lecturas de Willy por su invariable efecto. Es más, escribir y recitar eran su gran interioridad que asomaba en una imagen quasimodesca y en su éxito con las mujeres. Willy era bajo, encorvado con aire de jorobado y carácter podrido, como decía Ielpi, o malo en ocasiones como dijera Gary. Claro, hasta volcar aquel hechizo de voz clara y apasionada que a todos doblegaba, incluidas algunas mujeres invariablemente bellas e inteligentes que literalmente se le rendían. ¿De dónde ese volcán? ¿De dónde el magma…?

No le faltó tragedia a su vida: la muerte de una hijita, el abandono de su esposa con un poeta amigo, el desprecio de tantos. Pero la mayor hecatombe, tal vez el quid de este hombre, fue que el Nombre-del-Padre (el Otro) forcluyó al hijo. Su padre le dio a un hermano más chico el idéntico nombre de Guillermo (hoy algo prohibido), y él –lo confesaba cuarentón–, no pudo jamás con esa herida, su padre lo maldijo en una edad en que es Dios, y lo alejó del hogar: creció en un internado mientras el impostor gozaba en su lugar. Quizá ahí el indicio sagrado. En el mejor de los casos, Willy existió sin permiso en este mundo, y en el peor fue un aborto para el Otro. Como sea, un enemigo de los dioses con derecho a increparlos sin nada que perder. Y usó de ese derecho, vaya si lo usó. Claro que nadie sobrevive sin un Otro. Pero el Otro de Willy, ya no sería Zeus sino la Moira –el destino–, la divinidad de la cual, recordemos, dependía el propio Zeus, el dios de dioses en la mitología griega más primitiva. Así enfrentó al padre tirano: desde un tirano superior.

Ahí existió Willy, tal vez sea la respuesta: en la rebeldía sagrada de uno de los submundos más dostoyevskianos de la ciudad.