“Con el calamitoso abandono a finales del año 2000 de El hombre que mató a Don Quijote, había llegado al perfeccionamiento máximo de mi metodología cinematográfica. Olvídense de aquellos años de ‘el proceso de la película se convierte en el tema de la película’; esa estupidez había quedado anticuada. ¿Por qué no dar un paso más, llegar al punto de que la película ni siquiera llegara a hacerse”. Las palabras pertenecen al realizador Terry Gilliam y forman parte del penúltimo capítulo de su autobiografía Gilliamismos, publicada en 2015 . Allí, a lo largo de varias páginas, se describen los desastres de toda clase –económicos, desde luego, pero también creativos e incluso naturales– que impidieron la llegada a buen puerto de su proyecto de filmar una particularísima versión del clásico de Miguel de Cervantes Saavedra. Irónicamente, al mismo tiempo se celebra que ese proceso destinado al fracaso diera como resultado un documental dirigido por Louis Pepe y Keith Fulton llamado Perdidos en La Mancha . El tema de ese film es, desde luego, la no realización de la película de Gilliam. “La mejor comedia siempre es producto de la tragedia”, continúa el autor. “Perdidos en La Mancha refleja algunos de los riesgos con que nos tropezamos: filmar en la zona de vuelo de la fuerza aérea, un protagonista incapacitado por problemas de salud, inundaciones bíblicas en el set. Lo que las cámaras no registraron fueron los buitres”. Pero la película que nunca pudo ser terminaría, finalmente, siendo. Aunque otra bien distinta. Tres lustros más tarde del último grito de “corte” en aquel proyecto trunco, el ex Monthy Python recibió un llamado telefónico de Paulo Branco, el legendario productor portugués que supo poner dinero y esfuerzo en largometrajes de cineastas de la talla de Raúl Ruiz, David Cronenberg, Jerzy Skolimowski, Wim Wenders y Manoel de Oliveira.
Luego de que ríos y ríos corrieran debajo del puente, las ruedas se ponían nuevamente en movimiento, esta vez en forma definitiva. Entre un Quijote y otro transcurrieron casi dos décadas y algunos detalles del guion sufrieron importantes variaciones. El reparto de la nueva intentona, por otro lado, cambió por completo: Jean Rochefort fue reemplazado por Jonathan Pryce en el rol del famoso hidalgo, mientras que Adam Driver terminó ocupando el lugar original de Johnny Depp (como eventual y flaco Sancho Panza). El resultado de veinticinco años de sueños y esfuerzos sería estrenado finalmente en el Festival de Cannes, en mayo de 2018, no sin antes sufrir una serie de tensiones entre abogados luego de que las diferencias entre Gilliam y Branco pusieran en peligro, una vez más, la posibilidad de que el film pudiera ser visto por el público. El hombre que mató a Don Quijote puede disfrutarse durante estos días de encierro en las plataformas Fox Play y Flow, nueva oportunidad para acercarse al fascinante, desconcertante y, sí, lisérgico universo del director de Pánico y locura en Las Vegas , Brazil y 12 monos.
La figura central del clásico de la literatura universal ha sido transportada a toda clase de escenarios y pantallas. En la historia del cine las diversas adaptaciones han recibido alabanzas perfumadas y críticas furibundas. Una lista de las versiones más destacadas, tanto las fieles como las muy libres, superaría con creces la treintena de títulos, pero es imposible no mencionar la adaptación de 1933 del alemán Georg Wilhelm Pabst, el intento musical de Arthur Hiller en El hombre de La Mancha (1972), el Don Quijote (1957) soviético de Grigori Kozintsev –que muchos consideran la mejor interpretación cinematográfica de la historia– y el acercamiento minimalista del catalán Albert Serra, Honor de cavalleria (2002). De todas formas, hay otra película inevitable cuando se habla de las aventuras del enemigo acérrimo de los molinos de viento: el Don Quijote de Orson Welles , otro largometraje inacabado que sólo sería visto hacia finales del siglo pasado, luego de que el director español Jesús Franco –asistente de Welles en esa y en otra película rodada en España, Campanadas a medianoche– creara un montaje muy discutido a partir del material bruto depositado en diversas filmotecas europeas. La gran, enorme, diferencia entre el proyecto del director de El ciudadano y Terry Gilliam radica en que el primero nunca pensó en acabar la producción de su película (todo una obsesión durante los últimos años de vida del genio de Kenosha: las filmaciones eternas). Gilliam, en tanto, al menos hasta la aparición salvadora de Branco, seguramente imaginó que su empresa era tan quimérica como la del protagonista del relato. Una empresa quijotesca.
Una película maldita
Pero El hombre que mató a Don Quijote, viniendo de quien viene, no es ni por lejos una lectura fiel a la letra impresa, sino una reelaboración de algunos de sus temas centrales, reubicados en nuestros tiempos (un elemento en común con la historia de Welles). Adam Driver es Toby, un exitoso director de comerciales y cineasta frustrado. La primera escena lo encuentra rodando en España una publicidad con temática quijotesca, con su actor en ropaje a tono enfrentándose nuevamente a los imaginarios gigantes. Pero el desastre acecha a la vuelta de la esquina. Primer guiño metatextual que, a lo largo de poco más de dos horas, ligará a esta película acabada de Gilliam con aquella que nunca pudo nacer. Y también con aquella otra que Toby, en la ficción, dirigió durante sus años de estudios universitarios. Es precisamente el encuentro casual con un dvd pirata de ese film olvidado, realizado con una cámara Bolex y película en blanco y negro, lo que dispara la trama central. “No estaba seguro de querer sentarme a verla una vez que estuvo terminada. Pensé que lo mejor era sacármela de encima. Ha sido una cosa tan larga. Probablemente no la vea hasta dentro de diez años, cuando finalmente pueda hacerlo como alguien ajeno y ver si es buena o no”. Las declaraciones de Gilliam a la revista Rolling Stone tienen la carga de alguien que ha logrado sacarse de la espalda un gran peso. Que el realizador haya sufrido un pequeño ataque cardíaco sobre el final del proceso de montaje no parece un dato menor. ¿Acaso la maldición de Don Quijote volcó sobre el responsable de la adaptación un último toque maestro de contrariedad? “Lo peor de todo este proceso fueron esos veinticinco años, con la gente esperando y sus expectativas creciendo y creciendo. Porque, con el paso del tiempo, muchos pensaron que la cosa se ponía cada vez mejor. No es verdad. Sólo se transformó en algo diferente. Me llevó una o dos semanas meterme de lleno nuevamente y, sabiendo que estábamos filmando con la mitad del dinero del que disfrutamos en el año 2000, sabíamos que no iba a ser la misma película. Pero, para ser honesto, creo que terminó siendo mucho mejor, porque el guion fue poniéndose más interesante con el correr de los años. En la original, el concepto era que el protagonista se golpeaba la cabeza y terminaba en el siglo XVII. Eso es algo muy diferente a lo que terminamos haciendo”.
El Quijote del año 2000 le debía bastante a la novela de Mark Twain Un yanqui en la corte del rey Arturo, pero la idea de viaje temporal quedó completamente eliminada en la nueva versión. Ahora quien ha quedado varado, no en el tiempo sino en una mente ajena e inexistente, es el personaje interpretado por Pryce, un zapatero de pueblo llamado Javier que fue elegido por Toby para encarnar al famoso caballero en su largometraje de tesis. Cuando el director vuelve a encontrarlo luego de todos esos años, el anciano cree ser el mismísimo Caballero de la Triste Figura, condenado a repetir en bucle sus hazañas ante quien quiera pagar un par de euros. La confusión continúa, desde luego, cuando Don Quijote encuentra en la enjuta silueta de Toby los rasgos característicos de Sancho Panza. La Dulcinea de ocasión es Angelica (Joana Ribeiro), una joven pueblerina que luego del rodaje de la película dentro de la película intentó seguir una carrera como actriz en la gran ciudad; hoy en día, se ha transformado en la novia de un magnate ruso dedicado a la destilación de vodka (el catalán Jordi Mollà). El multimillonario es un hombre rudo y cruel, amante de las humillaciones públicas y de las más estrafalarias fiestas temáticas. Pero antes de que Javier y Toby –es decir, Don Quijote y Sancho Panza– sean invitados a ese festín con cena, baile y fogatas (la historia transcurre durante Semana Santa), el dúo tendrá que recorrer tierras desconocidas, enfrentar enemigos, batirse a duelo, visitar extrañas mezquitas y rescatar a más de una damisela en apuros. Toby, renuente en un primer momento a entrar en la locura de su actor protagónico, empujado en parte por una confusión con la policía y la presión de su empleador (Stellan Skarsgärd en plan diversión total), terminará ingresando por la puerta grande a ese gran anacronismo que es la cabeza de Don Quijote. Replicando, en cierta medida, el universo mental del hidalgo original, atrapado en una fantasía provocada por la lectura de decenas de aventuras medievales de caballeros y princesas. “La base de la historia siempre ha estado ligada a las consecuencias de la lectura, a lo que los libros pueden llegar a provocar en el lector”, afirmó Terry Gilliam en la mencionada entrevista. “Uno lee sobre esos caballeros, los romances, los guerreros galantes y las hermosas damas que deben ser rescatadas y se vuelve loco. Eso es lo que las películas le hacen a la gente ahora. Son los nuevos libros sobre romances, heroísmo y caballerosidad. ¿Qué son los Avengers si no eso? Y si esa es la manera en la cual se perciben las posibilidades del mundo, ¿por qué no salir como Don Quijote a intentar vivir en esa realidad?”.
Una visión personal
“Finalmente, luego de veinticinco años de hacerse y deshacerse…” Así comienza el último festín Gilliam, con una placa que le recuerda al espectador el carácter casi mítico de lo que está a punto de ver. Las expectativas, tal vez, generen una predisposición demasiado elevada. Ninguna película merece ese prejuicio. El hombre que mató a Don Quijote no es una obra maestra, pero tampoco el desastre que muchos vieron en Cannes. Es, como muchas de las últimas películas de Gilliam, una creación despareja, con momentos brillantes y otros un tanto vergonzosos. De lo que no cabe ninguna duda es que la visión del realizador sigue siendo tan personal como imprevisible. Y que Pryce está realmente impagable, haciendo gala de un sentido del humor extremo que no suele ser explotado en sus papeles. Para Gilliam, “Jonathan logró aportarle mucho humor al personaje, de una forma en que nadie más podría haberlo hecho. En el comienzo, Javier es ese tipo viejo y silencioso, inocente y vulnerable. Pero cuando dice ‘Yo soy Don Quijote’… nunca vi nada más dulce en toda la carrera de Jon. Es como si estuviera canalizando cada uno de los personajes shakesperianos que interpretó en su vida. En cierto momento, estoy viendo al Rey Lear volviéndose loco y al siguiente estoy parado frente a Hamlet”. Tal vez lo mejor sea sentarse frente a este nuevo Don Quijote como si se tratara de un Pánico y locura en Las Vegas en el cual las drogas fueron reemplazadas por la adicción a las ambiciones desmedidas de fama y fortuna y las luces de neón de la gran ciudad mutaron en los reflejos de las armaduras y los espejos de colores bajo los rayos del Rey Sol. Si el Ingenioso Hidalgo de La Mancha llega en cierto momento a pisar el suelo de otro astro cercano, la Luna, será gracias a un artilugio diseñado para explotar su locura. Un artefacto similar al cine. Al menos, con la misma capacidad de ensoñación. Ese mismo artefacto que, luego de años de batallar contra gigantes, le permitió a Terry Gilliam poder dibujar finalmente su propio y muy personal molino de viento.