Estaba yo en la mitad de no sé qué cosa que había ido a hacer a la Gran Ciudad cuando se desató un temporal. Caminaba bajo el agua, muy atento a las coordenadas que siempre llevo conmigo, el único GPS que puedo manejar con facilidad: conocer a qué distancia hay un Café en cualquier sitio en que me encuentre. Di con una calle que parecía una del microcentro. Nada veía, embozado, repeliendo la ventisca y el chubasco. Tan oscuro estaba el día, tan apretado el tránsito y los transeúntes, el ruido de la lluvia, las bocinas, el pincel tenebrista que la naturaleza alzaba en el contorno atemporal de la calle, que terminé por adivinar en lo alto de una vidriera con guillotina, las luces verdes y el zócalo duro y viejo que sostenía el cartel con el nombre del Café. Por estar justo en la ochava, creí que era el Saint Moritz.
Pisé el umbral y un perro negro, moroso y friolento empezó a dar vueltas sobre sí mismo en el recibidor, como queriendo impedirme la entrada. Un relámpago en los ojos del bicho me hizo retroceder. Entonces el maître, perfectamente vestido de smoking y moño, salió a mi encuentro, le dio una patada al perro y me sostuvo la puerta. Entré, estaba empapado, hice dos pasos y se fue la luz. Fue un instante y al siguiente, cuando regresó, el maître me miraba como apiadándose de mi desconcierto. No tardé en darme cuenta de que ese rostro me era vagamente familiar. Le pregunté si estábamos en la confitería Saint Moritz. El hombre respondió: “si la piensa como tal, será lo que usted quiera”, y me condujo a través de las mesas donde reinaba el más absoluto silencio.
Borges pensó al Paraíso en la forma de una biblioteca. Andaba cerca. Parece que el Paraíso, el Infierno y sus aledaños tienen la forma de un bar. Eso fue lo que me confesó mi anfitrión. Entonces di un salto uniendo el rostro al nombre, abstracción hecha de la vestimenta.
—¿Marechal? le pregunté.
—El mismo, respondió. Y estrechándome la mano agregó: cuando hay un interesado se nota a la legua. Todos terminan por llegar acá una tarde así.
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Las notas que apunté más arriba corresponden al relato de un sueño. Un sueño que me gustaría haber recordado con claridad. Pero ¡ay! se sabe que no hay nada claro en los sueños. Son también, según creo, el resultado de una abstinencia, en este caso, la de concurrir al Café. No se apuren, no voy a hacer ninguna solicitud de apertura en la “cuarentena”. Tómese el asunto como abstracto y sin ningún objeto. Pero déjenme reparar en la soledad.
Expulsados de la vida cotidiana los parroquianos habituales de ciertos Cafés nos encontramos públicamente a defender una soledad atávica, un gesto que recorre todas las etapas de la evolución social: ciudadanos, revolucionarios, bohemios, decadentes, modernos, existencialistas, “reventados”, y que todavía se conserva a través de sucesivas generaciones. En un Café que se precie de tal no hay riesgo de contraer el tan temido virus. Los habituales ya venimos distanciados. En cuerpo y en alma. Tal es así que la nostalgia— la nostalgia es fruto del ocio— que reproduce mi abstinencia, se refiere a gente con la cual no he cruzado una sola palabra en veinte años, a pesar de convivir un rato por día en algún Café. A nadie se le ocurre interferir en el trato entre la mesa y el libro, mucho menos entre el cuaderno y la mesa, esa tabla quirúrgica de los textos. A lo sumo, eso sí, charlamos con el mozo, en los intervalos que nos concedemos en la escritura.
La escritura breve y fragmentaria ha nacido en estos ambientes. Alfred Polgar desde su mesa del Romanisches Café de Berlín y antes del Café des Westens, inventó el género de lo que hoy se conoce como periodismo cultural (Feuilleton, folletín en alemán). En su “Teoría del Café Central”, Polgar señala que el Café ofrece una forma organizada del desarraigo, una misantropía que se coloca en tensión con la necesidad del ruido ambiente, de las voces y presencias humanas, sobre todo en las grandes ciudades modernas.
Edgar Allan Poe ya había intuido ese escenario: el hombre entre la multitud persigue una voluntad de soledad que requiere compañía. La voz solista no puede prescindir del coro, así lo reflejaba Polgar, maestro de la paradoja y del sano cinismo. Igual que su colega Joseph Roth dos mesas más allá, cuando al sacar sus elementos de escritura reclama a sus compañeros que guardan respetuoso silencio: “Vamos, ¿no tienen nada para decir? Hablen que tengo que trabajar.”
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Una vez que recorrimos varias cámaras confusas fuimos a dar con un salón que tenía la estética de los años veinte. “¡Qué cambiada está la decoración!” dijo Marechal, mientras que tres hombres que conversaban en la barra giraron sus cabezas. Eran Nietzsche, con sombrero mitrista y una gran cadena sobre el chaleco, Schopenhauer encajado en una vaporosa camisa con volados y Foucault, con su famosa polera prêt-à-porter. Schopenhauer frunció el ceño agrietando la frente y los labios. Nietzsche reparó en mi maestro y con una sonrisa que se mostraba entre cordial y burlona, nos señaló una mesa. Foucault levantó la copa y fuimos todos a sentarnos.
En el trayecto Marechal me alertó por lo bajo, hablándome al oído: “Ahora vas a ver el numerito de siempre de Schopenhauer”. El filósofo tomó una moneda de oro y la colocó en el centro de la mesa. Foucault nos dijo entre sorbos breves: “tiene por costumbre colocar allí un doblón de oro y al final del día dárselo a quien pronuncie una conversación interesante.”
“Y siempre me veo en la obligación de guardármelo”- replicó Schopenhauer como si ladrara.
Sentí, en el sueño sentí, que me ponía a prueba y que inevitablemente iba a defraudarlo.