Sobrevolamos el estrecho de Magallanes bajo el azote de los vientos del Pacífico alborotados por las últimas estribaciones de los Andes hundiéndose en el mar. Tras la ventanilla los bosques andino-patagónicos cubren las laderas con una apocalíptica alegoría fueguina: están “encendidos” de rojo, amarillo y naranja como si fuesen lava que cae. Pero estamos en otoño, acaso el perfil más romántico de un paisaje algo monocromático el resto del año.

En invierno la naturaleza fueguina se cubre de nieve al punto de parecer una postal antigua en blanco y negro. Su contracara no es el verano sino el multicolorido otoño, según muchos la mejor época para explorar el finis terrae por agua, tierra y aire.

Predominan el rojo persa de las hojitas de lenga que van muriendo antes de caer, el amarillo limón y el naranja fuego de los retorcidos ñires con aroma a canela. Este cromatismo otoñal se completa con el verde perenne de los coihues junto a lagos y arroyos, y el blanco de las primeras nevadas posado en las cimas más altas.

El 80 por ciento del bosque fueguino lo componen las lengas y los ñires alcanzan el 15 por ciento: algunos de estos últimos se tornan amarillos y otros naranja (ciertos ejemplares puede tener los dos). El verde de los coihues es apenas el 5 por ciento.

EN HELICÓPTERO Aterrizamos para volver a despegar en busca de remotos naufragios. Nuestra nave ahora es un helicóptero Robinson 44 que remonta vuelo de manera vertical, gira 180° sobre su eje y encara hacia el Puerto de Ushuaia. Sobrepasamos el panóptico del Presidio del Fin del Mundo para entrar al valle del río Olivia, que caracolea entre dos montañas con sus laderas enrojecidas. Recorremos los valles apenas por debajo de la línea de las cimas blancas. 

Al sobrevolar el resplandor turquesa de la laguna Esmeralda, en medio de un anfiteatro “en llamas” coronado de blanco, creo ver la quintaescencia de este paisaje de otoño: el piloto nos deja suspendidos en el aire por unos segundos como el colibrí.

Atravesamos la isla desde la costa sur a la norte, rumbo al cabo San Pablo: en la lejanía se borronea un elefante metálico sobre la arena que de cerca se perfila como el naufragio del Desdémona. Este barco fue construido en los astilleros de Hamburgo en 1952 y encalló para siempre el 9 de septiembre de 1983 con su cargamento de 20.000 bolsas de cal que se petrificaron, manteniéndolo en pie hasta hoy. La tripulación logró sobrevivir después de una larga travesía a pie con ayuda de los yámanas.

Del extremo norte volamos ahora sobre la costa hasta la punta este trazando un triángulo perfecto en el mapa. Las manadas de guanacos y de caballos salvajes huyen despavoridas al paso de nuestra bestia mecánica acaso nunca vista. Atravesamos una zona de antiguas estancias abandonadas y cada tanto divisamos la osamenta de un toro con sus blancos cuernos. 

Aterrizamos junto al “costillar” de herrumbre con mejillones del naufragio del Duquesa de Albany, cuyos vestigios horadados por el mar fueron tomando la forma de los restos de una ballena: es lo que queda de un velero inglés de 253 pies de eslora naufragado en 1893, hoy partido por la mitad.

Camino por el interior de ese amasijo de hierros retorcidos con cadenas, aros de acero, planchas metálicas, un ancla monumental y fragmentos del palo central de 15 metros. La marea va subiendo de a poco y lame los restos de la proa; en un par de horas el Duquesa de Albany volverá a ser un barco hundido.

Julián Varsavsky
El fastuoso espectáculo que corona el esfuerzo de caminar hasta laguna Esmeralda.

TREKKING A PURO ROJO Al día siguiente exploramos los mismos valles que rodean Ushuaia pero por tierra, a nivel de primer plano. Un auto nos lleva por la RN 3 entre dos paredes de “fuego” al rojo vivo para hacer una de las mejores caminatas posibles en la provincia, hasta la laguna Esmeralda.

Un cartel a la vera de la ruta señala el comienzo del sendero, 20 kilómetros al norte de Ushuaia en el Valle de Tierra Mayor, al pie de la Cordillera de los Andes. 

Nos internamos en un bosque de grandes lengas otoñales y coihues cruzando puentes de madera sobre arroyos sinuosos con truchas que pasan como flechas. El guía cuenta que los bosques de la parte más alta de las laderas son los primeros en cambiar de color por las bajas temperaturas. La explicación biológica es que las hojas van perdiendo su clorofila y quedan los pigmentos amarillos y rojos. El árbol se alista para invernar: al no tener hojas que alimentar, la savia se concentra en la base del tronco. Los nothofagus –lengas y ñires– tienen hojas pequeñas y frágiles que no resisten el frío ni el peso de la nieve; en cambio las del coihue son gruesas y firmes, resistentes a los embates del clima: duran todo el año.

A la hora de caminata los árboles desaparecen y la planicie se vuelve anegadiza; estamos en un gran turbal. Esta formación usual en Tierra del Fuego surge en depresiones del terreno creadas por el paso remoto de un glaciar. Allí se acumula agua estancada y por las bajas temperaturas la materia orgánica casi no se descompone. Crecen juncos, gramíneas y sobre todo musgo, que al morir se acumulan sobre el terreno sin descomponerse, apilándose hasta tapar la laguna y convertir la zona en un acolchonado terreno inundable por donde se puede caminar con botas.

Por momentos avanzamos entre charcos de barro mientras al fondo del valle se levanta una gran cadena montañosa. Trepamos sin mucho esfuerzo a un pequeño cerro para caminar por su filo rocoso que conduce hasta una descomunal hoyada con una laguna inmóvil color esmeralda en el centro, perfectamente redonda. 

Llegamos casi con el último aliento y nos sentamos en la orilla sobre unos troncos para un almuerzo de antología en medio del anfiteatro multicolor, que va del turquesa al blanco y del rojo al amarillo.

Julián Varsavsky
Travesía en kayak por el Beagle.

A REMO POR EL BEAGLE Remar en otoño por el bucólico Canal Beagle hasta la estancia Harberton es una experiencia muy completa para compenetrarse con la naturaleza y la historia de Tierra del Fuego. Partimos por la RN3 para tomar un desvío a 45 kilómetros de Ushuaia rumbo al río Larsifasha y descargar las canoas inflables. En cuestión de minutos ya estamos remando por los caracoleos acuáticos entre áridos paisajes a cada orilla. 

Paleamos plácidamente 40 minutos hasta desembocar en el legendario Canal de Beagle donde aparecen parejas de cauquenes, avutardas y un cóndor planeando en círculos sobre una térmica.

A la salida del canal avistamos gaviotas y gaviotines sudamericanos y un pingüino que pasa nadando como un torpedo al costado de la balsa.

Luego de una hora cuarenta de remanda llegamos a la bahía de la estancia Harberton, pionera de la colonización blanca de Tierra del Fuego. Recorremos un antiguo casco donde la arquitectura no se define por el confort y el lujo sino por sus finalidades productivas, con edificios sencillos y vetustos.

Volvemos al agua para navegar en un bote semirrígido a motor hasta la cercana Isla Gable, en pleno Canal de Beagle. Al desembarcar saboreamos una picada de embutidos y un plato de merluza en papillote con papas asadas. Cruzamos la isla a pie en medio de una poderosa ventolina y descubrimos pequeños troncos mordisqueados por los castores. Más adelante aparecen diques con largas murallas de palo de hasta un metro de alto que parecen construidas por una cuadrilla de obreros y no por una pacífica familia de cinco castores. El problema es que así estancan los ríos formando pequeñas lagunas para instalarse en el centro, a salvo de predadores que aquí no existen: los castores fueron introducidos desde el Hemisferio Norte.

La flora a nuestro paso en esta isla de dos hectáreas se limita a arbustos de calafate y chaura, y algunas arboledas de lenga, guindo y ñire. Al final de la caminata llegamos a un “gable”, un gran farallón sedimentario, frágil y abrupto formado durante la última glaciación.

Caminamos hasta Puerto Mcingley, donde un poderoso Zodiac está listo para navegar a motor hasta la Isla Martillo y su colonia de pingüinos magallánicos. Volvemos a Ushuaia en las camionetas y a la salida de la estancia nos detenemos para observar y tocar los extrañísimos árboles bandera que “ondean” petrificados en su máxima tensión, inclinados hacia el este por un viento que llega siempre desde el mismo lugar.

Julián Varsavsky
Una excursión movida en 4x4, a orillas del lago Fagnano.

EN 4X4 AL LAGO FAGNANO Una travesía en 4x4 tiene sus pro y sus contras: se recorre una multiplicidad de paisajes en poco tiempo pero el esfuerzo físico es ínfimo. Es decir que esta “aventura” no deportiva es muy dinámica y óptima para captar la naturaleza zen del paisaje fueguino en otoño, pudiendo uno bajar del rodado allí donde se le antoje. 

Partimos en la mañana hacia el lago Fagnano por la RN3 bordeando la Cordillera de los Andes sobre un cómodo asfalto. El agite comienza al salir de la ruta por un sendero intransitado abierto por antiguos leñadores. Ha llovido y el chofer está feliz con la complicación: salpicamos barro a los cuatro costados. Las ondulaciones del camino se internan en un umbroso bosque de lengas ramificadas recién en lo alto para captar más sol, tapándonos el cielo. 

Tras una curva nos atascamos en un pozo de barro y al conductor le brillan los ojitos. La camioneta no sale de ninguna manera –ni con ayuda de una pala– así que los atareados guías apelan al malacate, una especie de grúa sobre el paragolpes con una soga enrollada que atan a un árbol y nos libera.

De repente, un nuevo obstáculo: un árbol se ha caído con la tormenta y nuestro guía lo despedaza con un hacha para correrlo del camino. Con la camioneta empinada bajamos hasta el lago de 100 kilómetros de largo para bordearlo por su pedregosa orilla. Hasta que otro gran árbol recién tumbado resulta una barrera infranqueable. Pero nada detiene al chofer: para sorpresa de todos, dobla hacia el agua -única opción posible o volver- y la camioneta se sumerge medio metro en el lago para sortear el obstáculo mientras las olas golpean las ventanas del lado derecho.

Es hora de comer y los guías acumulan leña seca junto a un arroyo. Los viajeros nos vamos entonando con un Malbec y una picada de salame y queso, mientras nos alcanza el aroma de la carne crepitante en lo que se perfila ya como el mejor asado del mundo, no tanto por el sabor como por el contexto.