Año 1982, en los primeros tiempos del contestador automático. El yugoslavo Danilo Kis llega a su departamentito en París, después de tres días dando clases en la Universidad de Lille, y escucha sus mensajes. No sabemos qué esperaba encontrar; sólo sabemos qué encontró, y lo sabemos porque escribió un cuento poderoso al respecto, que iba a incluir en el último libro que publicó en vida, Enciclopedia de los muertos, pero a último momento lo sacó. Mejor dicho, a último momento lo escribió y, después de incluirlo en las sucesivas pruebas de galeras del libro, lo suprimió antes de ir a imprenta, a fines de ese año, sin decir por qué.

El cuento se llama “Yuri Golets” y ocurre, como dije, en 1982, más precisamente en mayo. El contestador de Kis tiene tres llamados que no dejan mensaje y después una voz cavernosa y quebrada que dice: “Soy Yuri Golets. Ha muerto mi esposa. El entierro es el jueves en el cementerio de Montparnasse”. El cementerio de Montparnasse queda a pocas cuadras del departamentito de Kis, pero ya es viernes, así que intenta llamar por teléfono a su amigo. No consigue dar con él ni por teléfono ni cuando toca el timbre de su casa, pero dos días después recibe otro llamado de Yuri Golets: “Necesito que me ayudes. Tú no eres como los franceses, y me entenderás”. Kis le pregunta dónde está, su amigo le dice que está en el departamento de la difunta. Yuri Golets y su esposa llevaban veinte años separados. Yuri Golets es un mujeriego irredento y suele tener problemas de dinero. Pero no se trata de eso. “Necesito una pistola”, le dice a Kis cuando abre la puerta. “Consigue una de esos amigos gitanos que tienes en tu barrio”.

Kis se maldice por haber exagerado la hamponidad de esos compatriotas suyos con los cuales bebe a veces en el bar. Lo salvan dos amigas rusas, que llegan a ayudar a Yuri a levantar el departamento, dos amigas que pertenecen a esa larga lista de refugiados eslavos y balcánicos a quienes Yuri Golets y su ex esposa Naomi han dado una mano a lo largo de los años. Es momento de aclarar que Kis llama “Yuri Golets” a su amigo Piotr Rawicz, porque ése fue el nombre que usaba Rawicz para nombrarse a sí mismo en el único libro que había publicado: un clásico de la literatura concentracionaria titulado La sangre del cielo, donde cuenta cómo cayó prisionero de los nazis en Ucrania, y desembocó en Auschwitz y sobrevivió y encontró a su novia, que había ingresado junto a él a la Resistencia, había caído prisionera de los rusos y había sobrevivido, y juntos lograron llegar desde Polonia hasta París, donde trabajaron de cualquier cosa mientras se quemaban las pestañas, ella estudiando antropología y él escribiendo su novela.

Han pasado treinta años desde entonces. Yuri ya no escribe y Naomi está muerta, pero cuando las amigas rusas abren su ropero y encuentran más de una docena de tapados de piel, Yuri dice: “Los compró todos en los últimos tiempos. Se quejaba del frío. Se los ponía adentro de la casa. Decía que sólo ahora sentía las consecuencias del frío de Siberia”. Las rusas se van y llega un médico, también eslavo, que le trae unas pastillas para dormir a Yuri. Él levanta el frasco y dice: “No necesito esto. Necesito una pistola”. Kis entonces dice: “Está bien, te la daré. Dentro de un año exacto, si todavía la necesitas. Ahora bebamos”.

Bebieron. Kis se fue a su casa y el médico también. Por la noche, Kis tenía una cena en casa de otra compatriota eslava, mecena de artistas. Sobrellevó la resaca y la banal conversación hasta que, a los postres, la anfitriona le hizo una seña discreta para que la siguiera, lo llevó a su dormitorio, lo sentó en la cama y le dijo: “Tu amigo Yuri se ha suicidado. Quería que cenaras tranquilamente. Ahora te dejo solo”.

Danilo Kis.

En el entierro, en el cementerio de Montparnasse, llovizna. Son un puñado de eslavos frente a la tumba. Kis siente que lo miran raro, teme que piensen que fue él quien consiguió el arma. Divisa de pronto, un poco alejado, al médico con el que habían bebido junto a Yuri Golets por la mañana. Piensa: “Fue él. Por eso se aparta”. Pero el médico se le acerca y le dice: “Nadie oyó el disparo, por el ruido de la calle. Usó una escopeta. Dejó sobre la mesa la factura de la armería donde la había comprado, para eliminar cualquier malentendido y para demostrarnos a todos que éramos unos inútiles”. Kis recuerda que, mientras bebían por la mañana, Yuri Golets había dicho: “Ayudé a algunas personas. Me acosté con algunas mujeres. Escribí algo, más bien poco, como rozando el agua con el dedo”.

El cuento es mucho más largo y envolvente, son casi treinta páginas de momentos memorables en gloriosa sucesión. Era material perfecto para Enciclopedia de los muertos, ese único libro que escribió Kis fuera de su país, en ese departamentito del distrito diez de París, cuando abandonó Yugoslavia, agotado por la guerra de nervios a la que lo sometieron por su obra maestra, Una tumba para Boris Davidovich. Fue Yuri Golets (perdonen pero me cuesta decirle Piotr Rawicz) quien logró que ese libro se tradujera y se publicara en francés, y se siguiera traduciendo a otros idiomas, porque se lo dio a leer a Joseph Brodsky, a Susan Sontag, a Claudio Magris y a Philip Roth, siempre con las mismas palabras: “Miren qué pequeña obra maestra”. Fue Yuri Golets quien le dijo varias veces a Kis, en París: “Tienes otro libro como ése adentro. Escríbelo”.

Kis lo escribió. Gente que respeto mucho sostiene que Enciclopedia de los muertos es el mejor de los libros que escribió Kis, pero yo no terminaba de convencerme hasta que leí Laúd y cicatrices, un breve conjunto de seis cuentos y medio que se publicó póstumamente, en 2002 (Kis murió en 1989, el libro se tradujo a nuestro idioma veinte años después). Ahí leí “Yuri Golets”. Ahí me enteré de que, hasta ultimísimo momento, iba a formar parte de Enciclopedia de los muertos.

¿Por qué lo sacó Kis? Hace quince años que leo sus libros con devoción pero, hasta esta cuarentena, no se me había ocurrido nunca ponerme a pensar en eso. Y ayer, después de mirar toda la tarde la lluvia por mi ventana, de golpe entendí lo obvio. “Yuri Golets” no quedó dentro de Enciclopedia de los muertos por una simple razón. Porque Piotr Rawicz no estaba ya presente para decirle a Kis: “Está bien, hazlo. Pero dentro de un año, si todavía necesitas hacerlo. Ahora bebamos”.