Natacha es una trabajadora sexual de 49 años que vive en un hotel de la calle Yerbal, frente a la estación de Floresta; son las 6 de la tarde de un día laborable en cuarentena, el tren Sarmiento pasa vacío y el atardecer todavía tiene el olor húmedo de varios días de lluvia consecutivos. En la puerta del hotel están Georgina y Laura que con las bocas tapadas miran sus celulares, Natacha abre, se saludan con los codos y las invita a pasar. Caminan las tres por un pasillo a cielo abierto hasta la habitación 113, hay más de una docena de habitaciones en planta baja. Georgina y Laura se colocan los barbijos en el cuello, Natacha corre una tela que separa la habitación de 4x4 del patio interno. Laura se sienta en una silla frente al televisor de tubo de 14 pulgadas, Georgina se acomoda en los pies de la cama ocupada por el compañero de Natacha. Mientras le pregunta a su compañera cómo está busca entre sus papeles la planilla para tramitar los subsidios habitacionales.
--¿Cuánto debés?
--Ya pagué abril, pero es lo último que tengo -dice Natacha mientras trata de acomodar el desorden. Del placard saca una carpeta, busca los recibos y de reojo observa a su compañero que sigue recostado en la cama con la frazada hasta el cuello como si no hubiera nadie más en la pieza diminuta. Georgina le saca una foto al documento de Natacha y a los recibos de los dos últimos meses.
--Te aumentaron de un mes a otro.
Natacha asiente. Paga por esa habitación 9100 pesos. El tipo aprovecha un momento de silencio para meterse entre las mujeres, quiere contar que tiene heridas en las piernas y mucho dolor, dice también que en ese hotel no se puede vivir.
--Andá al Muñiz -le dice Georgina mientras sigue llenando la planilla.
--Te va a llamar una asistente social para corroborar que no tenés ingresos porque no estás trabajando -desde afuera alguien grita: “le están sacando fotos a la Natacha”, ella sonríe, Georgina sigue su tarea: “Vos tenés mi WhatsApp ¿no?” Natacha asiente, ya se olvidó del orden de la habitación.
--Vamos a tramitar el subsidio habitacional que son $7500.
Natacha esboza una sonrisa aliviada y se mete las manos en los bolsillos del buzo, hace 39 días que no sale a trabajar.
Georgina Orellano tiene 33, 14 años de trabajo sexual y es secretaria general del sindicato Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR). Laura también es puta, tiene 52 y lleva 27 años parándose en esquinas del barrio de Flores, lo conoce de punta a punta. Juntas salen a recorrer los hoteles de la zona desde que comenzó el aislamiento social obligatorio. Los desalojos a trabajadoras sexuales aumentaron de un día para otro, muchas pagaban por día al terminar la jornada laboral y de buenas a primeras se encontraron en la situación de no poder solventar ni la vivienda ni el alimento.
No hay cuarentena para Georgina, Laura y otras compañeras de AMMAR, desde el sindicato tramitaron los permisos de circulación y los recorridos se convirtieron en parte de su cotidianidad. Durante la primera semana de cuarentena solo en el barrio de Constitución recibieron la demanda de 40 trabajadoras sexuales, hoy en ese mismo barrio son más de 700 las que están recibiendo ayuda. Desde el sindicato apelaron al Fondo de Emergencia Nacional creado por y para las trabajadoras sexuales desde antes de la cuarentena, este recurso y las donaciones les permiten armar los bolsones de alimentos y comprar los productos de limpieza para mejorar las condiciones de higiene de los hoteles.
La emergencia por Covid-19 es federal. En Formosa, la primera semana se habían acercado 20 trabajadoras sexuales y hoy son 70; en La Plata a casi un mes y medio del comienzo de la cuarentena ya son más de 200 y en Rosario llegan a 300. Las cifras van en escala, desde los pueblos más recónditos de las provincias hasta los municipios del conurbano las trabajadoras sexuales configuraron en estos días de aislamiento una red de ayuda mutua que también se sostiene con el apoyo organismos estatales: el Ministerio de desarrollo de la Provincia de Buenos Aires y de Ciudad, el INADi, algunos municipios y el trabajo territorial de las comunas de la Ciudad son una parte; sin embargo el 80 % de las demandas son absorbidas por el Fondo de Emergencia Nacional de las trabajadoras y para las trabajadoras. En cuarentena, lejos de sentirse sobrepasadas las putas feministas sindicalizadas diseñaron un dispositivo asambleario que consiste en reunirse en asamblea por hoteles, pensar juntas las urgencias y buscar salidas colectivas hasta que puedan volver a la calle. Por cada hotel hay una delegada que a su vez está conectada con el resto a través de un grupo de WhatsApp.
Laura y Georgina salen del hotel de Floresta cuando no queda nada de la lluvia ni de la claridad del día, caminan hacia Rivadavia y en la esquina encuentran a Lucia, una chica trans de 20 y pico que ejerce el trabajo sexual por internet. Se sumó a militar en AMMAR en cuarentena y confiesa que tampoco hay ganancia en la virtualidad. A las dificultades de conexión y de cobro en los sistemas electrónicos se le suma un factor principal que es le poca plata que circula en general.
Las tres siguen caminando y aminoran el paso cuando ven dos policías de la Ciudad, Georgina chequea que todas tengan el permiso de circulación, y avanzan decididas. Cuando pasan al lado de los uniformados, suena el teléfono de Laura, el rington es la canción de Jimena Barón: “Puta”. Nadie hace un sólo gesto, aunque en las bocas pintadas las comisuras contienen con dificultad la tentación de risa.
Esa canción más una foto con la autora promocionando el tema le costó a Georgina una catarata de agresiones en las redes sociales que no sólo negaban que ella pudiera el elegir el trabajo sexual sino que también la acusaban de hasta promover la explotación patriarcal sobre el cuerpo de las mujeres. Pero sobre todo, le costó perder su vivienda. Estaba a punto de mudarse cuando el propietario del departamento que iba a alquilar prefirió rescindir el contrato. Georgina y su hijo Santino, 13 años y una sonrisa enorme, viven ahora en un hotel de San Telmo en una habitación con baño privado pero como ella sale todos los días a las recorridas, Santino tiene que quedarse en la casa de su abuela. El tema de Jimena Barón y el afiche que eligió para promocionarlo hizo explotar una discusión ríspida en los feminismos por la imposibilidad de cerrarla desde hace al menos 40 años, entre quienes reivindican que el trabajo sexual puede ser una elección libre y luchan por sus derechos laborales y quienes entienden que sólo hay explotación y victimización en el intercambio de sexo por dinero.
“Me parece como si todo ese escándalo hubiese sido hace un año atrás, rescato que hubo muchas personas que se enteraron a través de la televisión que las trabajadoras sexuales estamos organizadas, este momento es una prueba de eso: hay mucha gente que se queda en el debate y no ve el trabajo territorial. Frente al Covid 19 muchas trabajadoras se están muriendo de hambre, la precarización de las vidas quedó mas evidente que nunca, posiblemente la pandemia nos deje una organización que hasta ahora no habíamos tenido de manera tan contundente, se están generando estrategias de solidaridad para sobrevivir juntas, en la calle estamos en la misma”.
Hace más de un mes, Laura y las que ella llama “mis putas” abandonaron la zona de Aranguren, Boyacá y Nazca en donde trabajaban; hoy buscan bolsones en el Merendero --un proyecto barrial en donde antes de la pandemia se juntaban--, y comparten una cuarentena comunitaria. El trabajo de las recorridas está destinado al colectivo travesti trans de trabajadoras sexuales ya que en el primer relevamiento pudieron dar cuenta que las mujeres cis tampoco podían pagar los hoteles pero contaban con un núcleo de contención más amplio y lugares a donde ir hasta que puedan volver al trabajo. En el caso de las travas y las trans esa posibilidad es inexistente, muchas de ellas fueron expulsadas de sus hogares cuando eran muy jóvenes y otras tantas están lejos de su país de origen.
Avanzada la noche las chicas llegan al monoambiente de Dulce, una travesti de 35 años que vino desde Perú hace dos y que antes de tener acceso al subsidio habitacional debe tramitar su documento argentino. Dulce se apoya en la barra, está maquillada y les ofrece Coca Cola, arriba de la heladera hay un cuadro con la foto de una compañera suya que murió el año pasado. A la reunión se suma Peggy que llega con barbijo y viscera, saluda con los codos y se sienta en la cama apoyándose en el respaldo de terciopelo negro. Mira a Georgina y cruzada de piernas pregunta: “¿Hay DNI?” A Peggy se le mojó el que tenía, era de los viejos. Laura se adelanta a responderle, le explica que el jueves va a salir una partida de 50 y que hay que ver si el de ella está en esa tanda. Dulce las invita a almorzar papas a la huancaína la semana siguiente. Compartir la comida es una constante, de los bolsones hacen viandas para los vecinas y vecinas del barrio que también se ven afectades por la cuarentena. Durante estos días, Dulce no pudo salir de gira, intentó trabajar por internet, no le fue bien: “Estuve en una videollamada como dos horas y el cliente me pagó con crédito y después lo canceló, ahora me avivé que lo tienen que hacer por débito”. Trabajar de manera remota para ellas es complicado, hay mucho para aprender sobre esa modalidad y la urgencia de la vivienda y la comida opacan todas las posibilidades de aprender sobre la marcha.
Las recorridas comienzan por la mañana y pueden terminar a altas horas de la madrugada, no hay margen para el descanso, a veces hay que impedir un desalojo y otras buscar el paradero de una trava que fue detenida por ir a hacer compras al supermercado del barrio. Una vez a la semana, en la Casa Roja (sede de AMMAR desde el 2019) el grupo de 15 que está saliendo a la calle en cuarentena se reúne para organizarse y también para contenerse: “Nos genera mucha angustia porque sabemos la situación de muchas de las trabajadoras sexuales, cuando entramos a hoteles y vemos las condiciones de precariedad y el abuso por parte de los dueños y las dueñas da mucha bronca. Estamos todo el tiempo bajo esa mirada sanitarista, somos el sujeto de la peligrosidad, ya veníamos cargando con un estigma y ahora más”, cuenta Georgina que es interrumpida por el teléfono que es una extensión de su mano. La llamada es de una compañera del sindicato que le pregunta un dato sobre los subsidios, antes de cortar le dice: “Cenen algo, no se queden sin comer”. Este gesto afectivo y de cuidado contrasta con varias críticas que Georgina recibió a través de las redes sociales por la publicación de fotos que visibilizan las jornadas de limpieza en hoteles y en las que ella y otras de sus compañeras aparecen sin guantes ni barbijos: “Entendemos que el barbijo tiene una connotación de cuidado, pero también entrar a un hotel con barbijo y guantes cuando las compañeras no tienen plata para comprarlos nos genera incomodidad. Nos critican porque ven en la foto que no tenemos el barbijo puesto, pero nadie dice nada de las condiciones en las que están esos hoteles, la problemática de fondo ni se mira”.
Ya avanzada la noche Georgina, Laura y Lucía se toman el 2 para visitar el último hotel del día. Sabrina las recibe en la puerta del hotel, está envuelta en su salida de cama, tiene pantuflas y un cuello de polar que utiliza como barbijo. Atrás aparece un hombre haciendo bailar su juego de llaves.
--¿Quién es él? -Le pregunta Georgina a Sabrina.
--Mi pareja.
--Ah, porque con esas llaves pareces dueño -le dice directamente a él por primera vez.
El chiste dispara algunas carcajadas y Sabrina, mientras busca su documento, cuenta que anda con problemas en los riñones, así que pasó la cuarentena metida en la cama. Él trabaja en el rubro gastronómico, dice que este mes no pudo poner la mitad de los $12000 que paga por la habitación. Georgina anota los datos de Sabrina y escucha los lamentos del hombre que sigue jugueteando con las llaves.
Finaliza el día y el recorrido, Laura se queda en el barrio, Lucia y Georgina se van a ir en colectivo; el cansancio es inevitable y sin embargo hay algo que ya están viendo en el día a día y es el fortalecimiento de las putas organizadas: “Pienso que ya nada va a ser como antes, y la reconfiguración de los trabajos que tienen que ver con la corporalidad es una gran preocupación para nosotras, ya sabemos que vamos a estar endeudadas, pero nos queremos vivas y haciendo uso de nuestros derechos como trabajadoras”, dice Georgina Orellano poniéndose el barbijo y caminando hacia la parada del colectivo.