Por Alisa Del Re*
Hasta el 21 de febrero de 2020 era una «joven diversa», podía proyectar el futuro, viajar, era normal que cuidara mi aspecto, nadaba regularmente en verano y en invierno, bailaba tango argentino. Antes de la pandemia, más bien, el refrán que me rodeaba y que me convencía cada día era que adoptase como estilo de vida el juvenilismo: necesitaba estar en buenas condiciones físicas («¡pero qué bien que estás!», «no parecés de tu edad», «te mantenés en forma», dicho tantas veces que una terminaba por creérselo); la publicidad estaba bombardeada por cremas para las «pieles maduras», proponía «fitness a go go», una forma física perfecta para todas las edades; existía la obligación de caminatas larguísimas (¡10.000 pasos!) para sentirse bien. Se necesitaba estar en buena salud para no pesar a lxs hijxs y vivir con ligereza y con satisfacción la edad «madura».
E imprevistamente, da un día para el otro, terminé en una zona de sombras: he devenido una anciana «en riesgo». No puedo salir de casa, si salgo corro el peligro de infectarme y, por tanto, de morir. En cualquier programa televisivo o de radio hay siempre un virólogo experto que demuestra que soy yo (y aquellxs como yo) el objetivo principal del virus en su forma mortífera. El mundo se ha reducido de repente sin que aparentemente sucediera nada, al menos físicamente.
Antes de devenir anciana, las fronteras existían solo para ser superadas, la medida era la fatiga del viaje, pero no había fronteras. Hoy las fronteras son las paredes de mi casa, cuando salgo al jardín me parece desplazarme en un mundo distinto, observo todo, hasta las hebras de pasto, las hojas y las ramas de los árboles como si fuesen cosas nunca vistas. Mido los espacios. Ayer fui al supermercado, apertrechada como conviene, y caminaba entre las góndolas (los huevos se habían terminado) y miraba todos los productos como si fuesen regalos: hubiese comprado todo.
En la soledad estoy experimentando la dilatación del tiempo del ama de casa. Cosas de la casa que antes hacía en un rato o que incluso no hacía, hoy para consolarme digo que «las hago bien» y les dedico un montón de tiempo. Estoy hablando de los trabajos domésticos, de la limpieza y de la preparación de la comida. Salir para hacer las compras en un primer momento me parecía una fiesta, hoy ya no, me infunde un cierto temor la cercanía de lxs otrxs. Apenas siento voces en el patio, me asomo a la ventana y busco meterme en conversaciones ajenas. Algunxs vecinxs son simpáticxs y charlamos, otrxs empiezan a tener caras amargas, preocupadxs por el trabajo que falta, por lxs hijxs que se hace difícil tener en casa. Estamos poniéndonos todxs más nerviosxs.
Mis horizontes devinieron pequeños, cada día organizo un calendario de tareas banales de supervivencia, que no siempre respeto. Se repite continuamente en los diarios, en la televisión y en las redes que por mi bien debo permanecer encerrada en casa, que cuando algunxs puedan salir no seré seguramente yo; si salgo (viva), saldré última. Lo dice incluso la presidente de la Comisión de la Unión Europea Ursula von der Leyen. En primer plano está la fragilidad de mi edad, como si pudiese romperme a la primera salida de casa. Ahora soy parte del grupo que debe estar (por su propio bien) escondido, no se hace nada por mi bienestar. El imperativo es tener a lxs ancianxs separadxs, encerradxs, lejos de un mundo que evidentemente ya no tiene nada que ofrecerles.
Desde la clausura de mi casa, desde mi «nueva» condición de anciana, no es sin embargo difícil mirar afuera y ver cosas que antes notábamos mucho menos. Mientras que esta sociedad neoliberal ya antes del virus escondía a lxs ancianxs que ya no funcionaban o funcionaban mal en lugares que los franceses llaman con desprecio y miedo mouroirs (asilos), a la merced de la especulación de empresas privadas o de una caridad pública insensible: en efecto, hemos visto que lxs han dejado morir allí. Morir de Covid19, tal vez diciendo – y reconocidos estudiosos lo han subrayado con frecuencia– que tenían otras patologías y que, entonces, hubiesen muerto igual. Tal vez es verdad, pero podría pasar dentro de un tiempo. Todxs nos moriremos, pero esperamos que sea lo más tarde posible. Además, existe, en la locura de los discursos guerreros, la justificación de dejar morir a lxs ancianxs porque hay que elegir a quién atender, porque nosotrxs ya hemos vivido lo suficiente. Espero que quienes hayan dicho esto se sientan avergonzados. E igualmente vi las teorías de los camiones militares transportar de noche los cadáveres para sepultarlos fuera de sus regiones, porque las mejores y más ricas regiones ni siquiera son capaces de hacer velorios, de enterrar a sus muertos y de cuidar con decencia a sus enfermxs graves.
Hoy nos escandalizamos por esta masacre de ancianxs, por este poco cuidado de los cuerpos débiles que ha demostrado todos sus límites, porque no está en el centro de atención de los políticos, porque es algo marginado y reducido por la lógica de la ganancia.
Frente a la pandemia se descubre, como si fuese una novedad, que somos todes dependientes de los cuidados, que todes debemos ser reproducidxs por otres, que cualquiera de nosotres tiene en sí la debilidad de lo viviente, que solxs no lo logramos. No somos máquinas disponibles para el trabajo sin condiciones; lxs trabajadorxs que primero han parado lo hicieron para que su salud fuera protegida antes que las ganancias, incluso antes que los salarios.
De hecho, esta situación extraordinaria, dramática e inaudita, que puso en primer plano los cuerpos y su reproducción, ha dejado en evidencia cómo reproducción, renta y servicios sociales están estrechamente correlacionados y deben ser reorganizados. Hasta el Papa ha tomado esta necesidad en el discurso del domingo de pascua.
Aquí abro un paréntesis. En el tono marcial de estos días, son exaltados como héroes médicxs y enfermerxs que trabajan en los hospitales Covid19. Querría recordar que no sólo las mujeres son mayoría en los equipos hospitalarios, sino que también lo son en todos los oficios que tienen que ver con la reproducción social, que garantizan el desarrollo de nuestra vida cotidiana, de las cajeras de los supermercados a las cooperativas de limpieza, pasando por todos los niveles de la escuela. No solo ahora, obviamente, en el capitalismo neoliberal; a las mujeres se les ha impuesto siempre el trabajo reproductivo, frecuentemente no pagado, pagado poco, poco considerado. ¿Todas heroínas o todas explotadas para unas ganancias que terminan en otro lugar?
Volvamos a nosotrxs ancianes buscando ver cuál podría ser nuestra ubicación en una hipotética fase 2 de salida de la pandemia. Quien haya sobrevivido debe permanecer encerrada en casa con una estrategia de autoprotección típica de la concepción neoliberal de una sociedad de individuos aislados que se preocupan de sí mismos. Aparte del hecho de que una prolongada ausencia de actividad física y de relaciones sociales puede tener graves consecuencias sobre el bienestar psicofísico de todes, pero particularmente de lxs ancianxs, de muchos ancianxs y de aquellxs que tienen ya una patología, ¿por qué considerar la categoría de ancianos o ancianas en bloque y no de los individuos que deben ser protegidos, sean viejos o jóvenes? ¿Por qué una sociedad que se considera civil delega la autoprotección y no piensa simplemente en encontrar modos de proteger a quien tiene necesidad?
Partiendo de este punto de vista, antes de pensar en aislar a ancianes, sería importante pensar cómo dotar a cada une de una casa en la cual vivir decentemente la cuarentena y también después; se podría imaginar una protección de la salud que invierta en todos los ámbitos territoriales, a todos los niveles, con organizaciones de apoyo domiciliario y estructuras protectoras en los barrios, vinculadas a la vida misma del barrio; se podría pensar una redistribución de renta que supere la caridad insensible de los comedores para pobres y de las casas –costosísimas o caritativas- para lxs viejxs.
La centralidad de los cuerpos y de la vida, punto de vista simplemente razonable que emerge con fuerza en la pandemia (pero que era ya evidente en situaciones de lucha como las de la acería Ilva de la ciudad de Taranto; como lo ha sido en los años 70 la lucha por la salud en las fábricas químicas de Marghera), impone pensar la salud y la protección para todes (no por grupo de edad). Si se requiere obediencia para salvarse, debemos primero tener certeza que la salvación tiene un sentido, que se garantice el tiempo necesario para la vida, que la reproducción social no esté por fuera de la individualidad de las necesidades.
Partiendo del escándalo de las muertes de tantos ancianos en la RSA (residencias para ancianxs) y en los hospitales, me han preguntado si tengo miedo. Sí, hoy me arrogo el derecho de tener miedo: no de morir, eso ya lo he aceptado; el miedo es que todo vuelva a ser como antes, que «reabramos los negocios y las fábricas y encerremos a lxs mayorxs y a los grupos débiles», que no seamos capaces de modificar la escuela y la enseñanza, abandonando a quienes no tienen los medios para el estudio virtual individualizado desde casa. Me da miedo no ver ningún proyecto concreto y estructural de cambio frente a una realidad que lo impone. Y me da rabia, mucha rabia: mi – nuestra – aceptación del aislamiento, la privación de muchas libertades, debe ser compensada por un cambio y una visión diversa de la política y de las relaciones. No puede ser gratis, mi deseo es que no lo sea. Sé que sobreviveré a la soledad, al virus no lo sé, pero lo que no podemos permitir es que todo vuelva a ser como antes.
*Este texto fue publicado originalmente en Il Manifesto . Traducido por Verónica Gago, con la autorización de la autora,.