“Gracias por llamar”, dice Lalo Schifrin del otro lado del teléfono, desde su casa de Beverly Hills. El compositor, director y pianista argentino radicado desde hace décadas en Estados Unidos, acaba de recibir otro reconocimiento, esta vez el de la Unión de Compositores de Música para Cine (UCMF), de Francia. Si bien no niega que le gusta que su trabajo sea reconocido y que se siente halagado por el homenaje de sus pares, asegura que por estos días lo que más le preocupa es mantenerse activo. “Todo lo que nos está pasando con esto del virus (la covid-19) es una gran desgracia. Yo trato de mantenerme ocupado y, aunque le parezca mentira, lo logro componiendo música”, dice Schifrin, que en junio cumplirá 88 años.

En la voz de Schifrin se escucha un arresto orgulloso cuando explica que el premio de la UCMF se otorga en base a una consulta a músicos de cine de toda Europa y que su nombre fue señalado por unanimidad. “Pensar que entre los que votaron está Ennio Morricone, un gran amigo al que admiro, me llena de satisfacción”, asegura el compositor que desde ahora forma parte del Comité de Honor de la UCMF, junto otros talentos del mundo, como el mismo Morricone, el canadiense Howard Shore, el francés Jean-Claude Petit y el rumano naturalizado francés Vladimir Cosma.

En 2018 Schifrin recibió de manos de Clint Eastwood –“otro gran amigo”–, un Oscar honorífico por su aporte a la música en la industria cinematográfica. Además, a principios de este año se le rindió un tributo en el Symphonyspace de Broadway, con la Afro Latin Jazz Orchestra de Arturo O'Farrill, dirigida por Pablo Aslan y Gabriel Senanes, y la participación de la cantante Sofía Rei y el pianista Leo Genovese, entre otros. Son estos algunos de los últimos reconocimientos recibidos, que se suman a otros más lejanos en el tiempo: un Konex, los cuatro Grammy, las varias nominaciones al Oscar y la estrella con su nombre en el Paseo de la fama de Hollywood. “Los premios son siempre bienvenidos, pero con el tiempo mi narcisismo se fue aplacando y es posible que eso tenga que ver con la única seguridad que uno va adquiriendo en este trabajo, la de saber que siempre queda algo por aprender”, define.

El nombre de Schifrin está ligado a éxitos planetarios, como la música que en 1966 compuso para la serie de televisión Misión imposible, a la que enseguida siguieron las columnas sonoras de otras series, como Mannix (1967) y Starsky & Hutch (1975). Para el cine escribió la música para THX 1138 (1971), la primera película de Georges Lucas, además de las más taquilleras Harry el sucio (1971), con Clint Eastwood, y Tango (1998), de Carlos Saura, entre muchas más. Su impronta personal – tanto que en 2016 la Cinemateca Francesa editó parte de su música bajo el título El sonido de Lalo Schifrin– quedó plasmada también en experimentos como Gillespiana, con la que cambió el sonido de la big band, la Misa Jazz, que compuso en 1965, la colección Jazz Meets The Symphony y los arreglos que hizo en 1990 hizo para los Tres tenores. En este sentido, la discografía de Schifrin es la de un músico industrioso, que atravesó los géneros con desenvoltura, sin dejar de prestar atención a los gustos del público. “La música es un lenguaje universal, mi formación y mi producción tienen que ver con eso”, explica.

“Mi padre, Luis, era primer violín de la orquesta del Teatro Colón y la música estaba en mi casa natal”, recuerda Schifrin en la charla con Página/12. “Mi primer maestro de piano fue Enrique Barenboim, el padre de Daniel, luego hice la secundaria en el Nacional Buenos Aires, que era muy exigente, y como en casa no querían que fuese músico, me inscribí en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, mientras seguía estudiando composición con Juan Carlos Paz. Ya me estaba recibiendo de abogado cuando un día Paz me avisó que había becas para estudiar en Francia y me presenté. Yo hablaba bien francés, porque lo había estudiado en el Nacional. Poco después me llegó la carta avisándome que había sido aceptado en el Conservatorio de París. A pesar de la tristeza de mis padres, me largué a la aventura”, repasa.

Era el año 1952, Schifrin frecuentaba de día las clases de Olivier Messiaen, por entonces también director del Conservatorio, y de noche tocaba jazz en los clubes de París. “La beca no daba para mucho y había que salir a ganar un poco de plata por otro lado. En ese trajín, que duró cuatro años, aprendí muchísimo, de la música y de la profesión de músico. Eso contribuyó a la mezcla de mi formación, del mismo modo que antes habían contribuido los cines de la calle Lavalle. Tuve la suerte de poder probar y digerir mucha música y así encontrar mi propio estilo”, rememora el compositor.

En 1958 Schifrin estaba instalado en Estados Unidos y se abría camino entre los jazzistas de Nueva York. Hacía arreglos para la orquesta latina de Xavier Cugat y más tarde fue pianista y director musical de Dizzy Gillespie. Por esos años comenzó a poner a punto la dimensión orquestal de su música, que al cine de la época le sentaron muy bien. “El cine es como la ópera del siglo XX. Es cierto que la ópera es un espectáculo vivo y el cine se reproduce a través de la electrónica, pero más allá de eso, la actitud del compositor ante una película es similar a la que tuvieron Mozart, Verdi, Donizetti y Wagner ante sus dramas y sus comedias”, compara. “El arte de escribir para cine tiene que ver con lograr el contrapunto entre imagen y música".

- ¿Qué le llama la atención de la música para cine que se escribe en la actualidad?

- Es distinta a la que se hacía años atrás. No puedo decir que sea mejor o peor. Lo que sí puedo decir es que, por entonces, para grabar la música que escribíamos contábamos con orquestas sinfónicas y grandes ensambles. Para grabar las músicas de Mannix y Misión imposible tuve a disposición un ensamble de 35 músicos. Con esas premisas se podía desplegar otro tipo de creatividad, me parece. Hoy los estudios ahorran mucho dinero en la producción y el músico trabaja solo, asistido por la electrónica. Los resultados no siempre son buenos, sobre todo porque falta sentido del color, orquestal y armónico. Muchos compositores de hoy parecen paralíticos diatónicos.

- Hablando de colores y de universalidad, en su extensa producción hay obras con impronta argentina. ¿Cree en un sonido argentino?

- Yo escribí mucha música pensando en Argentina. La Sinfonía argentina o Cartas de Argentina, que ya fue grabada, son producto de la inmensa nostalgia que a veces siento por el país donde nací y crecí. Una de mis obras que se hizo más conocida en el mundo es el “Tango del atardecer”, de la banda sonora de la película Tango, y ahí creo que hay una marca argentina. No sólo porque está la influencia de Piazzolla sino también la de Horacio Salgán, a quien escuché mucho. Pero volvemos a lo mismo: la música es universal, de Mozart a Salgán, de Piazzolla a Miles Davis, de Dizzy Gillespie a Ariel Ramírez.

- ¿Qué está componiendo en la actualidad?

- Terminé de escribir un concierto para violín y orquesta, además de dos sonatas para piano que escribí para Jean Michel Bernard, el presidente de la UCMF. Pronto, la Orquesta Sinfónica de Chicago estrenará el Concierto para tuba y orquesta que escribí para el solista, Gene Pokorny, un músico excepcional.

- ¿Con qué lenguaje compone actualmente, después de tanta música digerida?

- Siempre está viva la lección de Messiaen, en particular esa técnica que llamó “modos de transposición limitada”. Eso me proporciona materiales en los que la melodía y la armonía resultan muy atractivos para el público. Es importante articular con coherencia melodía, armonía y ritmo. Pero para mí lo más importante es una buena melodía. Cuando encuentro una buena melodía, siento que recibí un don. Creo que por eso tuve éxito en el cine.

- ¿Qué es el éxito para usted?

- Algo que no me pertenece. A veces pienso que toda esa música que compuse no la escribí yo. En realidad tomé nota de lo que me dictó dios. Como su secretario, aprendí música para escuchar lo que me dictó.

Piazzolla y Gillespie

Los años de Lalo Schifrin en París, a principios de los ’50, coincidieron con los de Astor Piazzolla, cuando el bandoneonista estudiaba con Nadia Boulanger. “En esa época Piazzolla estaba componiendo lo que grabó con bandoneón y orquesta de cuerdas y un día el me pidió que dirigiera lo que había escrito. ‘Vos tenés el swing que necesito’, me dijo y me pidió una cosa muy interesante: que mientras él tocaba rubato, es decir muy libre, yo marcase bien firme el tempo para los músicos. Esa experiencia fue importante para mí, porque me enseñó expresiones y maneras del tango que me sirvieron mucho después”.

La amistad se prolongó y los encuentros, con o sin música, se multiplicaron en el tiempo. “Lo extraño mucho a Astor. Fuimos muy amigos. A él le gustaba mucho ir a comer afuera. Conocía unos boliches por La Boca, donde se comía muy buenas pastas y excelentes bifes. Era muy exigente también con eso. Cada vez que pedía un plato le explicaba al mozo hasta el mínimo detalle de cómo lo quería y si no se lo traían como lo había pedido armaba unos despelotes que dios me libre”, recuerda Schifrin.

A su regreso de Francia, en 1956, Schifrin armó una big band con los mejores músicos argentinos de jazz. “Más que una orquesta era una cofradía. Éramos hermanos de música”, asegura y enseguida cuenta la anécdota que definitivamente cambió su vida: “Cuando Gillespie fue a tocar a Buenos Aires, lo invitaron a Rendez Vouz, un boliche donde tocábamos. Era un lunes o martes al mediodía. Dizzy fue con todos sus músicos. Yo había notado que Dizzy y su esposa se habían sentado cerca del escenario. Cuando terminamos de tocar miré hacia su mesa para saludarlo y él ya no estaba. Pensé que se había ido, que no le había gustado. En realidad me había ido a buscar y me preguntó ‘¿Quien escribió esa música?’. Cuando le dije que era yo, enseguida me invitó a ir a Estados Unidos”. Y me fui”.

“En el barco escribí Gillespiana, que fue mi entrada a los Estados Unidos, donde no me conocía nadie”, sigue recordando. “Nadie me la encargó, la escribí porque mi instinto me decía que debía hacerlo. La obra cambió el sonido de la orquesta de Dizzy, porque agregué cuatro cornos y una tuba y eso le dio un clima maestoso, como dicen los italianos”.