Mediaba el siglo XX. En Buenos Aires se había abierto la editorial Tirso que publicaba libros “solo de carácter homosexual” mientras, en el mundo, la ciencia sexual estaba al palo: Masters y Johnson ya habían inventado el vibrador con cámara, Kinsey tenía listo el primero de sus informes sobre la sexualidad humana y en el París que lxs intelectualxs argentinxs tanto miraban ya se respiraba la energía que estallaría en el “prohibido prohibir” del Mayo Francés. Acá, Juan José Hernández -colaborador habitual de la revista de Victoria Ocampo, abiertamente homosexual y uno de los miembros fundadores del Frente de liberación homosexual (1971)- oponía un cuento muy provocador a un ensayo sobre la homo y la bisexualidad escrito por Héctor Murena en el mismo número de la revista. 

“El disfraz” es el relato oblicuo de un deseo lesbiano, de la pasión secreta que sostiene la protagonista por la Delfina, antigua compañera de trabajo. Pero la Delfina se fue con un hombre y, en su lugar, solo tiene dos regalos: una foto firmada y el disfraz con el que la Delfina salió elegida reina del sindicato de costureras. A partir de ahí, referencias que se bifurcan en significados y miradas que se cruzan, que se estrellan contra espejos, delineando una erótica especular: “La ingrata, recostada en mi cama, encendió un cigarrillo. Miré por el espejo su hermoso cuerpo esbelto y me ruboricé al recordar los entusiasmos que me asaltan por las noches mientras contemplo su fotografía”. Quien habla tiene el pelo largo y lustroso pero un cuerpo que recuerda al de un bicho; quien habla quiere ser como la Delfina pero también quiere poseerla (en el doble sentido de la palabra). Todo se desencadena en el momento en que se prueba el disfraz de la otra: sus deseos se superponen y al mirarse al espejo lo que ve es una imagen fantasmagórica que permanece más allá de la interpelación; un cuerpo sensual y difuso producto de una fusión que la acerca a la otra y la transforma. En este sentido, el cuento ya no pone en escena el deseo de alcanzar un objeto inalcanzable sino la creación de un nuevo sujeto. Pero, además, parecería que Hernández está reflexionando acerca de esas ficciones que imaginan a las pasiones homosexuales en términos de sexualidades no-humanas, como umbrales entre lo humano y lo animal, como aquello que es capaz de desestabilizar la certeza de los cuerpos e, incluso, las bondades de la humanidad.l

“El disfraz”, de Juan José Hernández, en Revista Sur, n. 256, 1959.