A la cultura le mutilaron su tercera dimensión. Las pantallas se convirtieron hoy en su último refugio. El único en el que puede crecer al interior de sociedades que limitan el contacto físico para reducir el número de muertos e infectados a causa de la covid-19. En ese terreno se expande a lo largo y a lo ancho, pero pierde la profundidad del cuerpo. Ciertas producciones culturales se adaptan un poco mejor en este escenario disruptivo: el mundo audiovisual, la literatura, la radio. Pero se encuentran paralizadas por la crisis económica. Otras apenas respiran: el teatro, la música, la pintura, la danza, el arte callejero. En cada ambiente, las voces más esperanzadas hablan de enfocarse en los modos de reactivación, una vez que todo pase. Otras en cambio se preguntan si el futuro no implicará una transformación tan profunda que borre del mapa una buena porción del arte tal como se lo conocía. En apenas unos meses, la pandemia convirtió a la cultura en un rompecabezas del que hoy parecen faltar la mitad de las piezas.
Los impulsos vitales germinaron desde el comienzo del aislamiento. La liberación masiva de contenidos digitales que incluyen películas, series, documentales, libros, obras de teatro, incluso pornografía. Las entrevistas, recitales y festivales vía streaming. Las clases y los talleres virtuales. Los encuentros y la actividad física a través de plataformas digitales. Las exhibiciones y venta de obras plásticas en la web. El aumento intensivo de oyentes de radio. Los hasta hace poco impensables picos de rating en noticieros de televisión. Las recorridas virtuales por museos o circos internacionales. Los miles de memes, audios y videos que circulan en redes sociales. Un nuevo entramado en el que se pone de manifiesto la misma necesidad intrínseca por comprender lo que rodea, a través de los relatos que uno se inventa. La búsqueda de sentido de la que también uno se alimenta. Y frente a esa potencia inicial, en medio de una crisis social y económica, la tramposa pregunta que esgrimió Sartre poco después de publicar La náusea: ¿de qué sirven los libros en un mundo donde un niño muere de hambre?
“Hoy lo que aparece en primer lugar es la preocupación por los trabajos que se frenan, los que se pierden. El temor por los despidos, los sueldos. Pero enseguida nos empezamos a preguntar cómo todo eso es atravesado por la cultura, en medio de una situación excepcional, donde los consumos culturales son también una salvaguarda”, explica Carolina Duek, doctora en Ciencias Sociales (UBA) y Magíster en Comunicación y Cultura. “Lo que podemos observar en principio es que hay muchas dificultades en el manejo de la tecnología, de parte de los adultos, para sostener por ejemplo las tareas escolares de sus hijos. Por otro lado, en la Argentina es imposible pensar una cuarentena con un dispositivo por persona, y ahí aparecen nuevas preguntas. ¿Quién lo maneja? ¿Cómo se establecen los límites de tiempo? ¿Qué se ve en esos dispositivos? La hipótesis que tenemos, sobre la que habrá que hacer el trabajo de campo, es que en este contexto lo que se da es una continuidad y una profundización de los consumos preexistentes”.
Lo que entonces pondría de manifiesto la pandemia, en términos de consumos culturales, es la ampliación de un mismo escenario que solo mutó en sus formas. Más allá del aumento en la búsqueda de información sobre el virus y todo aquello que lo rodea, el instinto parece llevar de vuelta hacia lo que ya se conoce. Pero eso rápidamente se encuentra con un freno en el terreno virtual, donde aún no se construyó un andamiaje firme para que los artistas puedan monetizar desde allí cualquiera de sus producciones. Casi sin posibilidades de una retribución económica por lo que se comparte a través de canales digitales, el apoyo estatal se convirtió en el hilo del que penden la mayoría de los artistas y trabajadores de la cultura.
“En medio de una crisis económica, la cultura se convierte en una especie de lujo. Y eso complica también la intervención del Estado. Como lo que ocurrió con el contrato que planteó el Ministerio de Cultura de la Nación para 700 artistas, que recibió una catarata de insultos. ‘¿Por qué el Estado va a pagar por algo que puedo ver gratis en YouTube?’, era la pregunta detrás de esos insultos”, analiza Ezequiel Rivero, Magíster en Industrias Culturales y becario doctoral de Conicet. En ese escenario, a la par de la inyección de dinero a través del Estado –que en cada espacio aún se percibe como insuficiente–, también se replican los casos de espectadores y oyentes que se pliegan a los reclamos y pagan a los artistas a través de canales digitales, aunque parecen funcionar como la excepción a la regla. “La cuestión de fondo –sigue Rivero– es que los bienes culturales, al menos por una gran parte de la audiencia, al mismo tiempo que son consumidos de forma exponencial están muy lejos de ser percibidos como una necesidad”.
¿Pasado, presente o futuro?
La vida en aislamiento también fue observada como un vórtice hacia la construcción de una sociedad cada vez más mediatizada por lo virtual. Se replican por estos días los testimonios de tecnólogos que aseguran que la disparada de los consumos culturales a través de una pantalla, a causa de la pandemia, es apenas la antesala del nuevo mundo. Una primera muestra global de cómo la realidad virtual y aumentada puede suplantar la experiencia corporal. Para Ezequiel Rivero, quien también forma parte del Programa de Investigación Industrias Culturales, Medios y Políticas de Comunicación de la Universidad de Quilmes, los consumos culturales inevitablemente volverán hacia sus territorios originarios. “En circunstancias extraordinarias hay actividades paranormales, si se quiere, en materia de consumos. Pero apenas se vaya transformando esta situación de reclusión, de peligro, se volverá a los consumos habituales”, asegura. “Teatrix [plataforma digital para ver obras de teatro] existe hace bastante, pero dudo que por este contexto haya una explosión de personas que quieran ver teatro por internet. No vamos a pensar que recorrer un museo virtual es como ir al museo”.
Las preguntas que se esparcen entre los científicos sociales apuntan más bien hacia cuáles fueron los contenidos más consumidos durante la pandemia, cómo fueron consumidos, qué se puede pensar a partir de esos corrimientos sobre un supuesto futuro distópico, que por momentos parece estar al alcance de la mano. El primer síntoma, quizás el más obvio, aparece con la avidez por los contenidos informativos y los comunicados oficiales. Algo que se hizo claro en los picos de más de cuarenta puntos de rating que tuvieron –y tienen– las conferencias del presidente Alberto Fernández. O en la transformación de los noticieros en los programas más vistos de la televisión argentina.
“Es muy interesante el diálogo novedoso que surgió con el estallido de memes en simultáneo con lo que se estaba emitiendo en televisión”, señala la doctora en Ciencias Sociales, docente e investigadora de UBA y UNA Libertad Borda, especializada en la relación entre cultura popular y cultura de masas. “Es algo que había aparecido quizá con series como Game Of Thrones pero que no se visibilizaba tan marcadamente como con los comunicados del presidente. Ahí están hoy algunas de las expresiones más fuertes de la cultura popular. En esa circulación vemos cómo hoy la cultura popular se apropia de un fragmento de la cultura de masas y lo resignifica. Incluso las publicidades institucionales hoy dan una mirada positiva hacia ese tiempo que podés pasar haciendo un meme o un video. Se aleja así del sentido de gasto improductivo que se le daba y se volvió una práctica central en este contexto”.
Desde la imagen de Nicolás del Caño interrumpiendo la “clase” de Alberto Fernández hasta las miles de secuencias que desembocan en el coffin dance ghanés (la danza del ataúd), los memes y videos virales son también la expresión de dos cuestiones que relucen en medio de la pandemia: el humor y el anonimato. “El humor es algo que sirve para gestionar las crisis en Argentina desde siempre, pasando por los dibujos de Caras y Caretas, el Circo Criollo, los diálogos de Fray Mocho o la revista Humor en plena dictadura”, apunta Borda. “Pero hoy lo que vemos es que importa mucho menos la firma. Los memes que más circulan son los que aparecen en simultáneo a lo que ocurre, sin saber de dónde salen. Se arman rapidito, se reenvían al instante y al poco tiempo ya no existen”. El valor efímero del arte, su carga aurática, reverbera en tiempos de aislamiento en esas imágenes tan simples y escuetas como provocadoras y disruptivas.
“La sencillez es una de las claves para leer lo que está pasando en estos días. Cada uno haciendo lo que puede con lo que tiene. Y la vedette en este escenario sin dudas es Tik Tok”, asegura Carolina Duek, además investigadora del Conicet –especializada en los vínculos entre infancia y nuevas tecnologías–, en relación a la red social de origen chino donde la interacción se produce a partir de que sus usuarios crean y comparten videos de menos de un minuto. “Si vos la recorrés, está todo el mundo haciendo las mismas cosas en sus casas. Hay muchísimas posibilidades y a la vez una uniformidad de contenidos que se repiten. Lo que atravesamos hoy es la imposibilidad de salir y hacer algo. Y detrás de eso, la matriz fundacional de quién se ocupa de qué, no cambia. Si las madres son quienes ocupan un rol de presencia en las tareas escolares, quedan a cargo de que los chicos manden las cosas por la plataforma o a sus docentes. Lo que aparece es una continuidad de la distribución de roles preexsitentes y no una nueva forma de distribuirlos”.
La gestión de la abundancia
El mayor problema con el que se topan los científicos sociales a la hora de analizar los consumos culturales es la opacidad de las plataformas de video bajo demanda. Cierto “caos estadístico” que se refleja en el desconocimiento de cuáles son los contenidos más vistos. “Las plataformas funcionan con distintas consultoras que tienen a su vez distintos métodos de medición, combinando peras con limones para sacar algo que se llama expresiones de demanda. Qué está viendo hoy la gente en internet depende de quién lo mide”, explica Ezequiel Rivero. “Netflix, el paradigma de estos servicios, ahora publicita por ejemplo las diez series o películas más vistas, y eso puede ser en realidad una forma eficiente de direccionar el consumo. No lo sabemos. No tenemos cómo comprobarlo. Hay una dificultad muy grande en el hecho de que todavía no se haya consolidado un mecanismo consensuado entre los actores de la industria digital para dejarse auditar y medir los consumos”.
Lo que sí se hizo visible fue la “necesidad” de mantener la productividad durante el aislamiento. El teletrabajo se amplificó a la par de la desregulación masiva de contenidos, con listados cotidianos de todas las producciones culturales –en mayor medida audiovisuales– que hay que ver durante la pandemia. “Las plataformas podrían ser ya una sobreoferta que tenemos”, analiza Duek. “Lo que se reforzó sobre eso es un imperativo de productividad, una necesidad de mantenernos trabajando y luego ocupados todo el tiempo consumiendo algo, a pesar de la angustia y el desconcierto que genera esta situación”.
La saturación de actividad digital fue la que llevó al Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM) a acordar con Netflix para que disminuyera la calidad de su streaming, oxigenando así el tráfico de datos a nivel nacional. Para Ezequiel Rivero, la “gestión de la abundancia” que caracteriza al consumo de los contenidos digitales, se sigue solucionando en estos días a través de mecanismos ideados por las propias plataformas. “Solamente Netflix ya oscila entre cuatro mil y cinco mil títulos. En los sótanos probablemente haya joyas del arte, pero la mayoría está a merced de lo que aparece en primera plana, ordenado por sus conductas previas, de amigos y de usuarios similares. Y los usuarios responden de manera positiva a que sea la propia plataforma la que les ordene esa prominencia. Hoy parece ser la oferta y no la demanda la que inclina la balanza”.
La oleada de consumos digitales –que también aumentó la afluencia de públicos en los portales de cine nacional, exponiendo una suerte de público “oculto”– expuso el control que tienen sobre el territorio de la ficción. “El público que quedó en la televisión abierta es más viejo y más pobre”, asegura Libertad Borda. “No cualquiera tiene una tarjeta internacional para tener Netflix. El que no tiene un mango, afuera de eso solo le quedan las telenovelas turcas. Los contenidos de ficción nacionales, en televisión, están completamente descabezados. La cuestión clave es qué está pasando culturalmente con las clases populares, qué están ‘condenadas’ a consumir. Las prácticas digitales son muy difíciles de abordar y poco estudiadas por las Ciencias Sociales, y hoy estamos obligados a prestarle mucha más atención”.
Las preguntas que se abren de cara al futuro, en relación a los consumos culturales, intentan dilucidar cuántos de los cambios producidos durante la pandemia dejarán sus huellas. ¿La “primavera” de los noticieros le dará un espaldarazo frente a la constante pérdida de audiencia que atravesaban? ¿Se volverán a limitar los contendidos que fueron liberados? ¿Seguirá presente esa vieja práctica de sentarse en conjunto frente a la televisión? ¿El cuerpo perderá su centralidad? Y la que está por detrás de todas esas preguntas: ¿cómo seguirá en pie la industria cultural en medio de una crisis social y económica?
La pandemia deja expuesta una radiografía de la cultura donde lo que primero que salta a la vista es un escenario de precarización laboral y dificultad para conocer los contenidos que se adhieren con mayor fuerza a la sociedad. Detrás de las múltiples visiones que aseguran que estamos ante la aparición de un nuevo orden mundial –sea que esté ligado a la virtualidad, a la solidaridad o a la híper productividad–, las incógnitas se multiplican entre las producciones y los consumos culturales. ¿Se estará también cerca de una profunda transformación en los modos de entender la cultura?