¿Sigue siendo la libertad sexual un tabú para una mujer blanca, que vive en Londres, con autonomía económica? ¿Una chica sin amigos que tiene sexo desenfrenado para tapar su enorme vacío interior es una heroína? O una antiheroína, que es lo mismo.¿Qué atributos hacen que un personaje de ficción sea inolvidable? ¿Es posible que la felicidad esté, también, presente en cada pequeño fracaso, en cada mínima rebelión a lo establecido? ¿El feminismo será revulsivo o no será? Lo que es seguro es que será audaz, como Fleabag, la encantadora serie escrita y protagonizada por Phoebe Waller-Bridge.
Mirar las dos temporadas de Fleabag es una gozada en doce capítulos. En cada entrega, hay risas, preguntas y sobre todo, las ganas de tomarse una birra con esa chica tan ácida que puede salir con un chiste en el momento menos adecuado, y mientras tanto, le habla a sus espectadores, atravesando la cuarta pared como un ejercicio de reflexión compartida.
La protagonista es una treintañera que inauguró un barcito en Londres con su mejor amiga (a cargo de Jenny Rainsford). Boo es una especie de sol para su oscuridad existencial y su inaceptable muerte impregna de dolor, sobre todo, la primera temporada. La culpa aparece como un motor de vigilancia y sufrimiento.
"Me pregunto si hubiera sido tan feminista de tener pechos más grandes", dice la protagonista en un medio de un ejercicio espiritual. El catolicismo, sus cadenas, también forma parte de esta serie, sin pretensión moralizante, ni siquiera de la tan extendida moralidad feminista. Apenas, las ganas de reírse de todo y hacer cómplices de desatinos propios y ajenos a quienes miran.
Rivalidad y amor entre hermanas, el deseo que sopla donde quiere, un padre inmaduro, en esta serie dejan de ser tópicos para convertirse en materia viva de una comedia dramática. El humor británico da espesor y liviandad, al mismo tiempo, a cada diálogo. Fleabag ganó cuatro Emmys el año pasado, entre otros premios y Phoebe prometió que no habrá tercera temporada. Una pena, sería bienvenida.
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