La casa de Betty y Fede es un pasmo de verdor, hedonismo y molicie. Cuando se sale de la carretera a la calle de pedregullo donde viven, hay que afinar mucho la vista para distinguir la tranquera siempre abierta de la entrada y, todavía un poco más, para descubrir el madero labrado -que anuncia que has llegado a La Betuna- cubierto por las ramas de las lilas de las Indias y por los crataegus que se escapan del cerco. En el verano te reciben las enredaderas que se filtran por la techumbre de cenadores y galerías entre las que florecen el jazmín del país, las trinitarias y los ibiscus que adornan los rincones del jardín de delante.

Si uno llega de noche solo ve, como a lo lejos, la luz de un velador, en la sala de estar, que parpadea entre las sombras de tanta hojarasca. Más de una vez me ha tocado, a esa hora, asomarme desde la puerta de la cocina para otear el sendero que lleva a la casita de huéspedes que nos aloja y columbrar si seré capaz de aventurarme a caminar en soledad sus treinta metros de pura oscuridad. Qué impide que en esa negrura densa, oscura e incognoscible, que abarca todo el derredor, el jardín, la sombra amenazante de los pinos, el afuera del camino y las casas vecinas, se esconda un hombre con sombrero que salte en un derrepente para atacarme cuchillo en mano, quién sabe con qué intenciones… o un monstruo de siete cabezas y lengua bífida que me manotee con su zarpa huesuda y pegajosa para arrastrarme a una ciénaga apestosa. Muy hace poco me atreví a confesar -porque Betty miraba intrigada mi largo meditar ante la puerta abierta de la cocina- el miedo a ese viaje nocturno de treinta metros, sin explayarme, por supuesto, en los detalles de mi imaginería del terror.

Claro que llevo toda una vida de escaparle al lado oscuro. Cuando era chica me tocaba sacar de la mesa por la noche. Se suponía que debía salir afuera, dar la vuelta al tapialito que cercaba la terracita de la entrada y llegar hasta debajo de un paraíso para sacudir las miguitas del mantel. Pero yo abría apenas la puerta del frente, sacaba fuera un brazo que sostenía el mantel, lo sacudía en un estertor por arriba del tapialito, cerrando los ojos para no ver cómo gesticulaban las cabezas de los eucaliptos en el monte cercano y me metía adentro de un portazo. Ya de adulta me recuerdo dentro de unas botas de goma, resbalando sobre una trocha barrosa de la Amazonia peruana. El guía levantó la mano para que nos detuviéramos y dejáramos pasar a una serpiente que ondulaba su camino para llegar a la orilla del bosque. Fui girando la cabeza para seguir su andar inofensivo hasta que choqué los ojos con el verde oscuro e intrincado de la espesura, con el siseo que unifica un sinfín de ruidos escondidos. En ese enredo espeso e inextricable de la jungla habitarían sorpresas insospechadas ocultas por la densidad y los entrecruzamienetos de hojas, lianas, nidos, telas de araña, hormigueros, ramajes incomprensibles y un hombre indígena de ojos oscuros que solo nos mirara, apenas entrevisto, para que yo sintiera el terror de lo que está en silencio, observándome.

Y ahora, a una edad en la que mi miedo a la oscuridad no despierta más que algún guiño burlón, un bicho minúsculo y monocelular, proteico y grasiento, vino a ampliar los tiempos y los planos, incógnitos y misteriosos, desde donde pueden asaltarme mis imaginarios del terror. Me acecha en la plena luz, de día y de noche, desde los picaportes de bronce y las góndolas del supermercado. Se entremete clandestino y coronado en la bolsa de plástico, en cualquier pasamanos, en el billete de banco, en el paquete de lo que sea, comprado en el negocio que fuere, en el botón del ascensor, en la pantalla del celular y hasta en la palabra del prójimo, sin que siquiera me entere de cómo me está babeando con su escupitajo maléfico y traidor, mientras yo repaso el teclado con la solución de lavandina y me lavo y me lavo las manos con la obsesión de Lady Macbeth.

Tal vez el bicho no sea la única amenaza intangible que me inquieta. También se dice hace ya varios años que en el run run de los magnates y los poderosos se intuyen los banquetes secretos donde se servirían, en platos de delicada porcelana, estudiantes universitarios, enfermos sin cobertura, marginados sin casa, desplazados de sus tierras, todo sobre colchón de soja y recursos naturales con adobo de finos periodistas, aromatizados con ralladura de jueces previamente marinados en la grasa del imperio. Financistas y banqueros descuartizan con un cuchillo filoso, industrial y militar los cuartos humanos y humeantes, se los degluten masticando con fiereza y sin preocuparse por limpiarse las hilachas que se les atascan entre los dientes. Son los que no solo respaldan o digitan las democracias de Occidente sino que pretenden definirlas y explicármelas, enmascarados con una corona de grasa, desde una pantalla mediática, subrepticios como el bicho. Y consecuentemente me previenen contra las aterradoras dictaduras caribeñas y sudasiáticas que fabrican esos robots mitad médico mitad espía así como contra los sistemas populistas que insisten en dignificar a sus viejos en lugar de salvar un banco.

Parafraseando a una exvicepresidenta de afrancesamiento fracasado, se podría suponer una luz clara y fidedigna al final del tunel. Después de los éxitos y los fiascos, de las sensibilidades humanas y económicas, de los requerimientos a la ciencia y el negacionismo estúpido o interesado, de los principios morales y las acciones sensatas que el bicho puso en despejada evidencia, esa mitad de la población del Occidente virtual que suele sentir inclinación por los fuegos de artificio de la derecha financiarizada y calvinista, no puede ser tan idiota como para no ver las diferencias entre Trump, Biden y Bernie Sanders, entre Lula y Bolsonaro, entre el Evo y la Jeanine, entre Macri y Alberto, incluso entre el Norte de Europa y el Mediterráneo, entre Francisco y la Iglesia Universal, aunque sea solo eso. ¿Será?

*Escritora y periodista