En el transcurso de este último mes de confinamiento recibí numerosas llamadas de amigos y conocidos que, además de preocuparse por mi salud y mi situación, me proponían redactar algún escrito. Terminaban sus mensajes con la esperanza, impregnada siempre de una inmensa amabilidad y travestida en buenos augurios: “seguramente lo vas a aprovechar para escribir buenos cuentos” (…) “vas a encontrar la inspiración” (…) “vas a tener el tiempo necesario”. También leí en algunas redes sociales debates entre quienes están a favor y en contra de los diarios del confinamiento. Y he seguido con atención los textos vertidos en algunas de las tantas crónicas de la pandemia.
En resumidas cuentas, la escritura como remedio, como medicamento, como terapia soberana contra el mal de la cuarentena.
Pero hace unos días me sentí verdaderamente irritado. Mi bronca no iba dirigida contra nadie. Todas las iniciativas son sinceras, generosas, benevolentes, palabras que durante estos días adquieren otra connotación. No juzgo a nadie, no desapruebo los diarios ni las crónicas, estoy convencido de la cordialidad o la confianza en el otro que sustentan esos textos. Sencillamente me inspiran una violenta sensación de discordancia. Con el paso de los días, me preguntaba cuál era la razón de mi malestar, porque si algo hay de cierto en todo esto, es que el confinamiento nos deja tiempo para la introspección.
Creo que lo primero que me apabulla es la extraña imagen que devuelve un escritor. ¿El escritor invencible? ¿La escritura puede contra la muerte? ¿La escritura con su capa triunfa sobre el monstruoso confinamiento?
En mi caso, la receta milagrosa nunca funcionó. El escritor resultó ser un tipo común y corriente, preocupado por su familia, por sus parientes frágiles, por sus amigos, probables enfermos de coronavirus. Descubrió, como todos los demás, cuando salió por primera vez, con una tristeza infinita, que la ciudad estaba desierta, que en los supermercados nos cruzábamos con sospecha y enmascarados como gangsters, llenando changos con productos innecesarios.
El escritor, y seguramente no fue el único, se preguntó si las personas a las que quería o conocía morirían, si él mismo enfermaría en una ciudad en la que el cielo, desde luego, vibra con el canto de los pájaros como nunca y se prepara para resistir construyendo hospitales de campaña y centros de aislamiento para albergar gente (¿a cientos? ¿miles? ¿a él mismo?). El escritor sintió que se le partía el corazón el día en que, siendo un voluntario en su trabajo verdadero (el que le da de comer todos los días, porque “de la escritura nadie vive”), fue a montar vallados y pantallas en uno de esos centros de aislamiento, en los predios del Hipódromo y la Sociedad Rural, y se enfrentó con las camas, una junto a la otra, como en una postal de los hospitales de guerra de 1917. Recordó haber visto allí un show de Los Redonditos de Ricota, y haber trabajado en la producción de uno de Fito Páez, muchos años antes, cuando el mundo era un lugar todavía habitable, aunque igual lo detestábamos.
El escritor, además de esa experiencia, también trabaja desde su casa participando de insoportables reuniones cibernéticas que duran cuarenta minutos y vuelven a empezar, como si se tratara de la condena eterna en un nuevo círculo del Infierno de Dante Alighieri. Y cuando esos concilios en 17 pulgadas y pico terminan, confecciona listas de personas que necesitan asistencia con bolsas de alimentos, que por lo general son insuficientes. Listas que con el correr de las horas se agrandan, se estiran, se multiplican; en ellas suma nombres de personas que conoce de toda la vida y se pregunta: “¿cuánto falta para que apunte mi propio nombre debajo del tuyo, estimado compañero?”.
El escritor piensa en la inmensa decepción de todos con los que había hecho planes y proyectos al empezar 2020. Y vuelve a sentir que se le parte el corazón (pero esta vez siente una patada, una coz). No tiene certezas ni un manual de procedimientos sobre cómo vamos a salir de todo esto. Simplemente se repite todos los días, a toda hora, como si fuera el estribillo de una canción que Coki De Bernardis y un coro de miles de músicos y artistas rosarinos le cantan en el oído, que tendremos que hacer un gran esfuerzo para crear de nuevo una vida colectiva en la que no tengamos miedo del prójimo.
También se enoja con los imbéciles que priorizan el dinero por sobre las vidas humanas. No es que crea que la guita no es importante (el escritor no es ingenuo). Pero ¿cómo no experimentar una furiosa desolación al enterarse de que para algunos la consigna “sacrifiquen a los débiles” es una alternativa? (“sacrifice the weak”, gritaban las furiosas bestias). El confinamiento no necesita rebatir estos argumentos del horror; es una medida sanitaria esencial. Buena o mala, es la única que tenemos. Y al que no le guste que se joda.
El escritor habla todos los días por teléfono con su octogenaria madre, a quien sin dudas le debe el gusto y la pasión por la literatura. Y ruega que no se enferme ni se descompense hasta que todo esto pase. Imagina lo que puede significar atravesar una internación hospitalaria en este contexto y siente que empieza a tener un ataque de pánico.
Hay muchos que sufren, real y físicamente: las personas que viven en la calle, las que ganan poco y las que ya no ganan nada, los que viven con otros seis en menos de cuarenta metros cuadrados, los que van a trabajar con el miedo en el cuerpo. Por extraño que parezca, no son ellos los que llenan las páginas de peroratas.
Pronto el escritor dejó de ver las noticias y leer los periódicos, espantado por los vendedores de desgracias, por los fabricantes profesionales de miedo, por la ansiedad que produce un flujo de noticias, cada cual más catastrófica. El escritor comprobó que un número increíble de personas sentía una necesidad igualmente increíble de dar su opinión sobre el asunto; que, en el lapso de veinte días, filósofos, políticos y cronistas de televisión se habían vuelto más sabios que el mejor de los epidemiólogos y sabían todo lo que hay que saber (y más) sobre los principios activos antimaláricos o antipalúdicos o el Remdesivir o el Lopinavir combinado con Ritonavir o quien sabe con qué otra cosa. Por no hablar de los principales catastrofólogos, debidamente etiquetados como “economistas”, dispuestos a explicarnos que todo el planeta colapsará sin remedio porque el capitalismo acaba de dar con un hueso tan duro de roer que no podrá tragárselo.
Piedad, por favor.
No. El escritor no ha sentido deseos de escribir. Hizo lo que todo el mundo: detrás de barbijo y máscara, una vez a la semana compró algo para comer en el supermercado; a veces despachó el trabajo desde casa, las listas, las planillas, y a veces, cuando fue estrictamente necesario, asistió o consoló a quien lo necesitaba; buscó consuelo cuando le hacía falta. Vio series de televisión y leyó: nada de clásicos, ni Kant o Schopenhauer, ni La peste de Camus, ni Marx ni mucho menos Maquiavelo. Sólo ficción liviana que llevaba mucho tiempo queriendo leer y postergando, novelas policíacas argentinas, polacas, italianas, norteamericanas. Leídas, por otra parte, con poca atención, distraído por la tentación de enviar un mensaje de whatsapp a un amigo de quien no sabía nada desde hacía tres días o seguir enroscado en esa maldita discusión que calentó la pantalla en la última reunión virtual.
El escritor observó largamente a los cuadrúpedos con los que convive y obtuvo de su contemplación, de la suavidad de sus pelajes, de sus resignadas reclusiones y del espectáculo de su tranquilidad, un consuelo infinito.
El confinamiento no me habrá hecho ni mejor ni peor escritor. No habrá despertado la menor inspiración en mí. Más bien ha suscitado, en este estado, el deseo de seguir viviendo como vivía antes. La cuarentena no me ha afectado como escritor sino como ser humano. No tuve la necesidad de escribir algo al respecto.
En estos días se ha agigantado una convicción en silencio. Aprendí que cuando pongan de nuevo en marcha la bomba del dinero, la que contamina, envenena, deforesta y mata, sería importante no olvidarnos de construir una red de fraternidades más grande que los sistemas de contención que existen por estos días, grande como el conjunto de los rosarinos, su territorio y esperanzas.
Tantos años de capitalismo no pueden haber borrado la huella de los lazos ancestrales que nos unen como especie y sociedad humana. Y la unión nos aleja del pánico.
Después voy a necesitar algún tiempo para seleccionar mis emociones, otro tiempo para reconectarme con la belleza de la vida, para volver a encontrar el equilibrio, el deseo y el gusto. Y entonces sí, tal vez, volver a escribir.