Vivimos circunstancias insólitas porque estamos a merced de una odiosa e impensada partícula que más allá de que haya sido inventada –hay varias disquisiciones, algunas delirantes–, ha puesto en vilo nuestras vidas y nuestra astucia anticipatoria. Anticipar acontecimientos se transformó en una experiencia propia de la especie, vaya a saber cuándo, pero la expectativa devenida en medidas precautorias y en acciones de conjuro, probablemente sea clave en el pasaje histórico a estadios más complejos de la evolución humana. Antes de que hubiera pitonisas profesionales hubo funciones de adivinación, y seguramente no hay ninguna comunidad humana a la cual le haya resultado extraña este tipo de actividades, aunque a menudo ha comportado una habilidad peligrosa, especialmente cuando rayó el distanciamiento entre sentimiento y razón, si aceptamos la percepción precursora de Jules Michelet.
El futuro significa por definición incerteza, pero cuando las sociedades occidentales ingresaron a las transformaciones de vorágine, a la serie que parecía sin solución de continuidad de revoluciones socio-materiales que se tradujeron en plataformas políticas, como las que se originaron en el siglo XIX, el tiempo venidero se constituyó en el periodo por antonomasia. Para las vanguardias revolucionarias de aquel largo siglo, el porvenir se anticipaba, el tiempo experimental no era el de la existencia presente, sino el futuro redundante en visiones utópicas. Esas vanguardias entrañaban exactamente lo contrario a preservar el presente, en todo caso un penoso tránsito que había que sortear, y siempre resultará conmovedor el gesto último de Enjolras, el héroe de Victor Hugo que expira con el alegato “en el futuro nadie matará a su semejante, la tierra resplandecerá, el género humano amará (…), y para que esto ocurra es que nosotros vamos a morir”. La exaltación del mundo futuro, aún a costa de la vida, constituye una regla moral en las sagas rupturistas porque sólo se puede soportar el tiempo tangible con una operación de sacudimiento que instale el tiempo venidero, verdaderamente remisible.
El futuro ha concernido pues a la épica política y esta concepción alimentó las subjetividades rebeldes que volvieron con mucha energía a mediados del siglo XX. Como parte de esa generación hay algo de prospectiva que no he podido abandonar, una apuesta a desinstalar las adversidades del presente – incitantes para la incomodidad y los revulsivos-, por lo que me ha acompañado un cálculo temperamental necesariamente optimista. Siempre he pensado que el pesimismo político entraña una sensibilidad reaccionaria, y aunque estoy advertida de cierta naivité de esa concepción – hay mucha gente reaccionaria fundada en optimismo-, no abdicaré de la convicción que suscitan acciones como desafiar y transformar, cuyo sentido último refiere al optimismo de la voluntad de cara al futuro. En el transcurso de la llamada “pos modernidad” – alusión a un movimiento de retirada de dar sentido a la acción humana -, lo menos interesante que exhibió fue justamente la operación sobre el tiempo. En orden a eliminar la suficiencia del Sujeto y a desenmarcarlo de cualquier idea de significación, quedó obturada la posibilidad de poner los focos en el futuro. Tengo la impresión de que fue dominante una apreciación de presente continuo porque resultó inhibido el sentimiento de posteridad – todo cálculo apostador pasó a ser mera teleología -, y en la misma maniobra, también el pasado quedó como cuestión de herrumbres, sin capacidad enunciativa ejemplar.
No comulgo bien con la idea, propia de cierta economía discursiva, acerca de que la cara política del aluvión “pos-moderno” haya sido el “neo-liberalismo”, aunque habría que sopesar que el cauce de la posmodernidad se impuso, estética y políticamente cuando se perdieron las esperanzas en el socialismo real, algo que ocurrió bastante antes de la caída del muro y del crujido de la URSS. En todo caso debería alterarse el orden de aparición del fenómeno, ya que el movimiento polisémico que se denominó “pos modernidad” fue incubándose con la ruptura de ciertas tradiciones del pensamiento occidental, sobre todo con las de cuño iluminista que confiaban en el sólido carácter de la estructura y adherían al principio conjuntista identitario – imposible no citar a Castoriadis(1983)-, en las confirmaciones ascendentes de la racionalidad, en la elaboración planificada que podía contar como previsión y administración del tiempo más invocado, el futuro.
El evolucionismo que parecía imperecedero en el camino hacia etapas superiores encarnó fuertemente en las forjas a izquierda, y cuando las fórmulas del socialismo real, modelo que se proponía como una estación insoslayable en el tránsito al estadio superior, estallaba con la evidencia de gulags, persecusiones ominosas y crímenes horrendos – recordaré nuevamente que eso ocurrió bastante antes que el crujido de la Unión Soviética en 1991 -, todo un mundo de mentalidades y sentimientos quedó a la intemperie, incluidas las fracciones antiestalinistas del socialismo. Hubo un apagón del “intelectual comprometido” y un crecimiento del escepticismo junto con un demérito del Sujeto arrobador. Pero no todo fue condenable en esa virada que puede situarse en la década 1970, pues en contraste con el desencantamiento europeo se asistió a un empinamiento de los movimientos de radicalidad política en América Latina, y se subrayó el mandato del compromiso intelectual, hasta la tragedia de las dictaduras exterminadoras.
Es cierto que no todas las posiciones de la intelligentzia europea coincidieron en el escepticismo, con el abandono de las posturas que de algún modo se habían acodado en el socialismo real, y aparecieron expresiones luminosas que nos reconfortaron. No todo fue ganado por el cinismo, y sólo una apreciación equívoca, si no de mala fe, puede incluir a Michel Foucault, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Pierre Bourdieu –para citar teóricos de adopción peculiar en nuestros repertorios académicos-, en el vertedero de la ligereza posmoderna. Les debemos construcciones de enorme impacto para un nuevo acierto con las tareas transformadoras de la acción humana, un acicate para el reequipamiento mental y sensible que posibilitó una interpretación de la diáspora de la identidad de los sujetos, y desafíos a la exclusión y la inequidad en perspectivas soterradas por la modernidad.
No puede sortearse el campo de rupturas epistemológicas y políticas que significó el feminismo, probablemente un anticipo de lo que luego se difundiría como re apreciación de las extendidas lógicas temporales ascensionales, toda vez que los estudios feministas propusieron que la regencia patriarcal - muy anterior al capitalismo-, solicitaba un régimen de apreciación completamente diferente de los estadios de la humanidad. La historiografía de las mujeres situó los vaivenes de las relaciones patriarcales proponiendo una alteración de las “edades” históricas para dar lugar a otra comprensión de la temporalidad según las circunstancias vinculares de género.
Un texto precursor fue el de Joan Kelly Gadol, “¿Tuvieron las mujeres Renacimiento?”, aparecido en 1977, y al demostrar que si el Renacimiento pudo significar un movimiento de individuación para determinado grupos de varones, las mujeres quedaron sin poder usufructuar esa experiencia. La celeridad con que las feministas se apropiaron de textos críticos de las nociones de Sujeto – aterrizado como varón de argumentación monológica y monovalente, fenómeno que dio en llamarse falogocentrismo –, y de estructura, resultó desafiante para las ideaciones homogéneas y la linealidad temporal y significó un vuelco notable para la interpretación de las catedrales conceptuales clásicas, desde el liberalismo al marxismo.
Pero volviendo al desencanto que de algún modo exhibieron las posiciones posmodernistas y la aparición de las nuevas derechas neoliberales, no podría decirse que fueron sinergiales, sino en todo caso paralelas. Es cierto que la quimera neo-liberal pudo armarse como “discurso competente”, según el logrado concepto de Marilena Chauí- porque contó con cierto desahuciamiento, con la guardia baja de las antiguas certezas que todo lo esperaban del cauce natural de las cosas, pero en cualquier caso son fenómenos coincidentes, no de causalidad determinante. La experiencia estético-política de la denominada “pos modernidad” no es la consecuencia del fenómeno de la reconfiguración capitalista en la era de la globalización financiera, responsable de la ideología de la administración política neo-liberal. En todo caso, la aquiescencia con que esta ideología de derecha permeó las sociedades también tiene mucho que ver con la insolvencia – y la abdicación – de las políticas que sólo en apariencia parecían progresistas y que terminaron siendo funcionales a las nuevas expresiones del mercado adversas a la intervención del Estado.
Lo notable es que la covid-19 parece un imprevisto exorbitante en esta era global, pero no puede dejar de pensarse en que han abundado los anticipos predictivos, si bien se tiene la impresión de que han ocupado las márgenes de las consideraciones de la ciencia “al uso”. Me refiero a las conclusiones alarmadas de quienes han venido analizando las anomalías producidas en los ecosistemas, a las depredaciones medio ambientales. Esas voces por lo general se han desatendido, a menudo por el tono incómodo de sus discursos, y basta detenernos en la recepción de la saga de la adolescente Greta Thunberg.
Otro anticipo de la pesadilla es de orden feérico y corresponde al cine fantasioso, tal vez más que el de ciencia ficción – la Escuela de Frankfurt había condenado a todos esos espectáculos-, nos ha entretenido o desagradado, pero en todo caso le hemos dado el tratamiento de dislate con casi nula probabilidad. Pero todo se ha puesto patas para arriba con la pandemia. Y no deja de llamar la atención que sean especialmente los liderazgos de derecha del mundo los que se hayan opuesto a tomar medidas en tiempo oportuno para paliar la peste, a sabiendas de lo que estaba ocurriendo en las cercanías. El obcecamiento negacionista de Boris Johnson, Donald Trump y Jair Bolsonaro, se nutre de la necesidad preeminente de no consentir en el estrépito de la economía, de no obstruir la mano invisible del mercado porque hay algo que se pone dramáticamente en evidencia, y es el desvanecimiento, la inconsistencia y el estallido de la mercantilización, sobre todo de los bienes sanitarios. ¿Pero no habría que pensar que están asistidos por el deseo de que finalmente la pandemia contribuya al conocido dispositivo de la selección eugénica, que se lleve a los indeseables, a los imperfectos que no han sabido usufructuar los beneficios del sistema? Habría que explorar este lado oscuro de la razón capitalista.
En estos momentos hay un tumulto por expedirnos, por dictaminar – y este texto es una prueba de la vorágine -, de modo que arrecian los anatemas de todo orden. No faltan las opiniones acerca de la enorme competencia del virus para destrozar la malla que se creía inexpugnable de la arquitectura capitalista mundial – “haberlo sabido antes”, ironizaba un viejo militante-. Nuevamente toma forma la necesidad imperiosa de interpretar el futuro y hemos vuelto al tiempo olvidado, cuando las rupturas alentaban utopías. Decimos que ya nada será como antes con la certeza de una premonición. Y a nuestro juego nos llamaron porque finalmente estamos frente a una situación inédita que puede significar una alteración de las reglas de la actual dominación mundial, que puede anular las fórmulas perversas de inequidad, extinguir la acumulación pornográfica que revela el planeta.
De acuerdo a un reciente informe de una importante ONG internacional, que no se encuentra a la izquierda precisamente, el 1% de los ricos del mundo acumula el 82% de la riqueza (OXFAM, 2020). Escribo y parece que remedo mis estremecimientos juveniles. Desde la década 1960 la situación ha empeorado en materia distributiva, menos ricos acumulan mucho más riqueza si hemos de acordar con los análisis de Thomas Piketty (2015), y no ha sido el único en corroborar esa escalada. Se asegura que la crisis de 2008, sin duda un sacudimiento de las economías más sólidas de occidente, lejos de disminuir la concentración, la vigorizó.
Abracemos entonces los retos del futuro que está retornando. Aunque no creo que estaremos pisando en corto tiempo las cenizas del capitalismo – como se entusiasma Slavo Zizek -, pues “tantas veces lo mataron y tantas resucitó”, muchas voces indican que la crisis será peor que la de 1929-1930 y necesariamente habrá transformaciones en el orden mundial.
Es una oportunidad histórica para mostrar con toda evidencia la tragedia de la desigualdad humana producida por las fórmulas del capitalismo, aun porque quedarán más expuestas que nunca las diferencias ominosas pues aunque el virus no se preocupa por distinguir las jerarquías sociales, cuando finalmente se cuenten las víctimas se verá cuánto más fueron afectados los grupos sociales que menos recursos tenían.
Entre la población de mayor riesgo, las gentes de edad y con ciertas labilidades previas, la letalidad exponencial se sitúa entra quienes más padecen socialmente la carencia de ingresos, la precariedad del acceso a la salud. Pero no tengo dudas de que al menos las lógicas machaconas del reduccionismo economicista neo-liberal perderán vigor, su insolencia habilitante del sentido común trastabillará en el ring. Nos será más fácil recomponer acuerdos distributivos, tendremos más franqueado el camino para impedir trasferencias de la renta a sectores que deberían dejar de ser concentradores.
Aunque esta crisis ha puesto también en evidencia que las aficiones controladoras del Estado son tangibles y no mera metáforas foucaultianas – se ve muchísima capacidad policíaca también en las poblaciones -, habrá que mitigar las tentaciones vigilantes, motivo del rebato desmesurado de Agamben. El resguardo del bien general no puede avivar las reservas fascistoides que parecen inmarcesibles. Si hay gobiernos de derecha envalentonados por salvar lo que creen más importante, el mercado y los negocios, no faltan las expresiones, también de derecha, que han aprovechado la oportunidad para sumar opresiones con la vigilancia.
Es cierto que resulta intolerable que nos expongamos a la incuria de gente estúpida, pero la respuesta no puede olvidar la regla del apego al derecho. La salida del tsunami debe reconducir a nuevos parámetros vinculares entre la exigencia de protección que se reclama al Estado (y suelen hacerlo hasta los más conspicuos anti Estado), y el inexorable respeto a los derechos humanos en sus variados términos sociales, étnicos, sexuales, algo sobre lo que se ha dicho tanto que huelgan los enunciados. La oportunidad trágica no debe ser apenas adventicia, debe desplegar toda nuestra sagacidad para que cuidar no sea vigilar, y mucho menos reprimir.
Por último, pero no lo que está al final de las tareas que reclama el futuro en ciernes, debemos imponemos la extinción del patriarcado. Si hay alguna interrupción esperable de las configuraciones violentas de base de nuestras sociedades debe centrarse, antes que en ninguna otra, en poner coto a la arcadia patriarcal. Están a la vista los estragos producidos por el dominio transhistórico masculino, la irracionalidad de las jerarquías de género, la perfidia de las ideaciones de exclusión, de discriminación. Repetiré que el sistema patriarcal es ínsitamente violento, y lo es desde su convalidación simbólica que pretende fundar en la naturaleza o en lo sobrenatural, los designios funcionales binarios de la especie. La violencia ejercida contra las mujeres, contra quienes se localizan en las anchas esteras de la disidencia sexual y genérica, contra las personas “trans”, constituye un clamor, un grito como el estremecedor de la célebre pintura del gran Edvard Munch que en 1893 avizoró los horrores del mundo. Necesitamos comprometernos con el futuro que está a nuestro alcance para devastar la desigualdad, la humillación, la violencia.