¿Sabés dónde estoy hoy 2 de mayo de 1987? En Buenos Aires.  A mi novia no le gusta el fútbol y no entiende mi desesperación por estar hoy en la capital federal.  Pero finalmente me extendió el salvoconducto cuando escuchó mi promesa de que si volvía a Rosario gritando dale campeón nos íbamos a vivir juntos. 

He tomado el tren en Retiro con destino al sur bonaerense con el objetivo de asistir a la final del mundo. Miles de rosarinos la escucharán por radio. Cuando bajo del tren sigo las coordenadas: debo caminar varias cuadras hasta encontrar la cancha del barrio, recorro chalets con sus jardines cuidados, caserones de estilo anglosajón y un silencio que me acompaña esa mañana otoñal hasta el punto final.

Encontrar la cancha no es difícil. Un celeste –el color del equipo local- sobresale en los muros pintados en los alrededores. Tengo que atravesar distintos controles hasta llegar –deliro- a mi butaca de periodista. Los muchachos de seguridad observan mi credencial plastificada de periodista de la revista Risario, una, dos veces, debo ser uno de las pocas personas que está a esa hora en la puerta del estadio. Para ellos, los bonaerenses, es un partido más.

-Pasá- me dice un gordo con cara de bueno y me indica que me traslade a una puerta cercana donde debo presentar mi pasaporte a la gloria. Un empleado del club me recibe. -Ya entregamos todas las acreditaciones de prensa- me advierte cuando reclamo la mía. Me interroga sobre el carácter de la publicación. Recorre mi aspecto como si fuera el preso que va a entrar a la U3. El tipo me va a decir que es un carné trucho. ¿Llamará a la policía? No me va a dejar entrar. Balbuceo incoherencias sobre el medio rosarino que represento. Se apiada de mí.

–Pasá, ¡pero no podés ir al palco de prensa!

-¡Gracias! – le respondo agradecido cuando me devuelve mi carné.

-Acomadate donde puedas – me ordena y se va.

Cuando el estadio se revela ante mí observo una escenografía compuesta de dos tribunas de madera, otra con viejas butacas de maderas y una cuarta, la tribuna de las vías, hecha de cemento. 

Faltan dos horas para el partido, la tribuna de cemento de Temperley está vacía. Apenas un par de viejos del barrio están sentados en los escalones más bajos. Es un buen momento para instalarme allí antes de que otros socios, acomodados e hinchas históricos del club ocupen sus lugares.

Algunos minutos antes del partido, la tribuna se completa. Hasta ahora he pasado desapercibido. Nadie me interroga, nadie me mira. En la tensa espera, hace un largo rato que no hablo con nadie. Mi silencio me transforma en un vecino que nadie conoce.

Hasta que un tal Dabrowski marca el gol de Temperley. –Gritalo pibe- escucho que me dice una voz a mis espaldas, unos escalones más arriba y me sacude la cabeza con un golpe suave. Me han descubierto. Estoy perdido. Ahora vendrán en masa a buscarme, gritarán y me señalarán como un intruso. Mis amigos del barrio –El Colo y el Enzo- están en la popular visitante. Estoy demasiado lejos para pedirles ayuda. 

Pero el Negro Palma iguala el partido, de penal, el grito sagrado se transforma en una onda expansiva que atraviesa a mis vecinos de tablón. Yo, impertérrito, respeto el código (y mi humanidad). No grito el gol. Me hago el boludo bonaerense.

Cuando todo ha terminado, salgo a la calle en busca de mis amigos pero la policía no me deja atravesar el cordón de seguridad. Piensan que soy un delirante que quiere sumarse a la fiesta de los otros, a la danza de los campeones.

Resignado y feliz, vuelvo caminando a la estación de trenes con destino a Retiro, pero en ese andar ahora contemplo el vuelo de los pájaros, la belleza de las casas, el color azul y amarillo de las hojas de los árboles, respiro el aire sanador del barrio.

Un pibe parado al lado mío en el andén de la estación de trenes observa, a la distancia, la marcha de los canayas por las calles del sur, es el regreso triunfal a la ciudad.

-¿Debe haber fiesta en Rosario?- me pregunta con cierta timidez.

- Y sí. Central salió campeón -respondo. Y yo en Buenos Aires.