Rubem Fonseca fue el mejor cuentista brasileño. Un escritor que tuvo, tiene y debe seguir teniendo el reconocimiento que merece. Autor de más de treinta libros, entre ellos: El collar del perro (1965), El cobrador (1979), El gran arte (1983), Agosto (1990), Pequeñas criaturas (2002), Ella y otras mujeres (2006), Carne cruda (2018). Ha recibido numerosos premios tales como seis premios Jabuti, algunos de la Asociación Paulista de Críticos de Arte, el Premio Casa de las Américas, Machado de Assis, Konex, Juan Rulfo y el premio más importante en lengua portuguesa: el Camões. Sin embargo, más que los premios y el reconocimiento de los críticos literarios, fue leído y amado por generaciones durante su vida. Rubem Fonseca, que ha renovado y revolucionado la literatura brasileña del siglo XX, es uno de los pilares fundamentales no sólo de nuestra literatura. Rompió las fronteras de Brasil, se adentró en América Latina, fue uno de los principales exponentes de la literatura universal, como dijo Armando Escobar, profesor e investigador de la UNAM y estudioso de su obra.
Sin embargo, no quiero hablar del artista y su genio. Quiero hablar del hombre, el hombre detrás de los cuentos y novelas que cuestionaron y desafiaron las normas de la sociedad en la que vivía. Sociedad que hace unos meses, al igual que durante la dictadura militar, censuró sus libros. Esta vez en el estado de Rondônia, cuando retiró de las bibliotecas -alegando contenido inadecuado- clásicos de la literatura brasileña, incluido Rubem Fonseca. Pero como decía, no quiero hablar del artista y su genio, quiero hablar del hombre que sin duda fue un genio en el arte de la escritura, pero también fue un genio en el arte de vivir y en el arte de amar. Un hombre que tomó los versos de Camões al pie de la letra: “Porque é tamanha bem-aventurança/ O dar-vos quanto tenho, e quanto posso/ Que quanto mais vos pago, mais vos devo". Rubem Fonseca fue la persona más generosa que conocí: dio todo, enseñó todo, compartió todo y cuando le decía gracias, me decía "Paula, Paula" con su voz ronca, profunda, que sonaba sucia, "Paula, soy yo quien te debe". Rubem, Zé Rubem, era inteligente y erudito, pero de una erudición que no pesaba, que no se transformaba en un ladrillo sobre su cabeza. Toda su erudición, conocimiento e inteligencia, eran maleables, fluidas y, además, vale recordarlo, en él no había exhibicionismo ni ostentación.
José Rubem entró en mi vida cuando tenía 13, 14 años con Feliz Año Nuevo (1975). Descubrí el placer de leer con ese libro y puedo decir que gracias a ese libro de cuentos me convertí en lectora. Luego, a la edad de 24 años, cuando volví a vivir en Rio de Janeiro, perseguí a Zé Rubem por las calles de Leblon. Todos los días, a las 6 de la mañana, lo perseguía aunque no estaba segura de que fuera él. Pero no me importaba, algo me decía que era él, y lo seguí, días, semanas, meses... Hasta que una mañana me animé y me senté a su lado en el taburete alto frente al mostrador de la panadería del barrio y... bueno... el dijo que le volqué el café caliente, o al menos así es como describió nuestro primer encuentro en su novela El seminarista (2009). Yo juraba que no le había tirado el café, que debió haberse caído por accidente, pero él sabía sobre las cosas, y tal vez sí le volqué el café. Y así, a partir de esta escena, que era totalmente diferente de todo lo que había ensayado miles de veces en mi cabeza, he vivido una de las historias más mágicas de toda mi vida.
Era más de medio siglo mayor que yo, que tenía 24 años y acababa de regresar a Río de Janeiro, después de terminar mi maestría en Bellas Artes en Nueva York y de haber pasado un año viajando a los lugares más distantes, como Mongolia e India. Tenía sueños, era joven, ingenua y triste, escribía diarios, cuentos y leía, leía mucho, pero extrañamente tengo la sensación de que sólo aprendí a leer con él. A partir del día en que le tiré o no el café, nos reuníamos todas las mañanas, leíamos poesía, filosofía, cantábamos y a veces incluso bailábamos y reíamos -cómo reíamos- él era muy, muy divertido. Zé fue mi universidad, pero no por eso cambió mi vida, sino porque me enseñó a gustar de mí misma y a disfrutar las pequeñas cosas de la vida.
Zé Rubem fue el más grande de todos los hombres y el 15 de abril pasado, cuando murió, no dejé de pensar en cómo murió, cómo se fue, con tanta elegancia: sin agonías, enfermedades, hospitalizaciones; se fue como tenía que irse, con dignidad. Y sigo pensando en el momento en que decidió irse: justo cuando el mundo está atónito, todos encarcelados, más de 4.500 millones de personas encerradas en sus casas, pero conectadas. Vigiladas, sin privacidad. Todo lo que hacemos, leemos, vemos, con quién hablamos o qué compramos, está en las bases de datos. Atrapados en nuestras casas, detrás de los barbijos, ya ni siquiera podemos compartir el aire que respiramos. En este momento él se ha ido y yo me quedo aquí pensando en él y tal vez por eso escribo este texto post-mortema Rubem Fonseca, porque cuando hablamos del límite de la vida pensamos en el ser y en la nada y allí recuerdo al escritor francés que cuando murió atrajo multitudes en Monmartre. Hoy tendríamos multitudes similares para rendir homenaje a Fonseca, pero ante esta pandemia que nos impide rendir un homenaje así -que me impide a mí tomar un avión, salir de Buenos Aires e ir a Río de Janeiro- él no puede tener esa multitud en su crematorio o en la misa del séptimo día. Creo que decidió irse, que eligió el momento de morir de la misma manera que dirigió su vida: de manera resuelta y estimulante, como escribió Caetano Veloso. Aquel que siempre eligió la privacidad, prefirió irse cuando las multitudes están prohibidas. Y sólo nos queda acompañarlo a distancia, en los pensamientos, en los recuerdos, en los libros, en la obra, sabiendo que ella no se irá, que se queda.
Pero todo esto no es para entender, es para sentir, como Rubem Fonseca escribió en uno de sus últimos libros de cuentos Amalgama (2013).
Sentir y comprender. "El amor no es para ser entendido es para ser sentido/ La poesía no es para ser entendida es para ser sentida./ El miedo no es para ser entendido es para ser sentido./ El dolor no es para ser entendido es para ser sentido./ El odio no es para ser entendido es para ser sentido./ La muerte no es para ser entendida es para ser sentida.”
Rubem Fonseca, José Rubem, José, Te amé, te amo, te amaré.
* Artista visual y escritora, nació en Rio de Janeiro y vive en Buenos Aires. Creadora, guionista, directora y presentadora de La Crucigramista, un panorama del arte en América Latina (ARTE1, Brasil; canal 180, Portugal y canal 22, México). Es autora de los libros A Dama da Solidão, Gonzos e Parafusos y Partir. Instagram @paulaparisot