“Cuando escucho la palabra cultura saco la pistola”, decía Joseph Goebbels para escándalo de varias generaciones de progresistas. Las mismas generaciones que hoy, de haber sobrevivido en la Argentina y de seguir consumiendo programas culturales por radio o televisión, podrían llegar a suscribir la frase. Porque aunque reemplazaran la pistola por la pistola de agua, seguramente no podrían poner ni un poco de humor en los conductores culturales mediáticos, que suelen colocar la voz como Marcos Mundstock en Noches cultas y mirar a cámara sin una sonrisa, como si hubieran firmado un contrato a la Buster Keaton, hasta lograr que la palabra “cultura” se asimile al rigor mortis facial y a un saber de palabras cruzadas vertido con un lenguaje que oscila entre la tautología y el no se entiende un carajo.

El remedio, entonces, puede ser una mezcla de tono publicitario, rock and roll y rapidez asociativa psi. Y la persona que ofrece ese sistema de primeros auxilios es –¿qué decir de su oficio verdadero?– Tom Lupo. En Agenda cultural, que va por Canal 7 los domingos a las 19, Lupo trata de que la gente que ve cultura por TV no saque la pistola. El formato del programa es una agenda en movimiento donde Lupo hace de cronista nómade por distintos espacios de la ciudad. Cuando el domingo pasado se escondió detrás de unos globos y dijo “Esto no es una crítica a la globalización”, el chiste era tonto pero no tanto, porque se trataba de dar vuelta un estilo, y al resumir “De todo laberinto se sale por arriba” lo que inyectó fue un poco de cultura poster. Y para dejar sentada cierta base nacionalista, no hizo un enunciado fascistoide neogauchesco sino que recitó un poema de Ramón Plaza: “Yo no sé si fue por los dioses del catastro, sabiduría popular o ironía del destino, pero en mi ciudad, en Buenos Aires, yendo de sur a norte, Independencia queda después de Estados Unidos”. Tal vez por eso Lupo pueda hacer arte con una agenda o, al menos, demostrar que “la cultura puede ser tan divertida como la cumbia”, se esperanza, sentado a una de las mesas del café La Paz donde en los años ‘70 llamaba la atención porque no se sabía si era actor, psicoanalista o publicitario (aunque era todo eso al mismo tiempo).

–Yo en este bar era un visitante, pero tuve la suerte de ser bien recibido por Germán García, que era un jefe. “Por fin uno de entre los psicólogos que no es fóbico”, me decía. Una vez me invitó a la Escuela Freudiana de la Argentina y uno de los socios mandó a la mesa un bife crudo porque yo tenía relaciones con el grupo Cero, donde los psicoanalistas llevaban a la práctica la idea de que la cura implicaba levantar las barreras del tabú sexual. El bife sugería, seguramente, que yo no sabía simbolizar. Me acuerdo de la velocidad mental de Germán García. Una vez se acercó una chica a la mesa y él le preguntó: “¿Cuántos años tenés?” Y ella dijo: “Como doscientos”. “¡Qué intensa!”, le contestó él.

En todo lo que hacés le das mucha bolilla al arte de la réplica: slogans, consignas, lemas.

–La mejor respuesta en el género la dio Borges, mostrando que una frase iluminada puede transformar al otro ipso facto. Como peronista no debería difundir la anécdota, pero esto trasciende lo ideológico, porque el humor supremo mejora a toda la especie. En tiempos de Perón, un militante fanático del peronismo, que creía odiar sinceramente a Borges, lo vio un día esperando que alguien lo cruce. Se acercó con una idea terrible: dejarlo en la mitad de la avenida. Lo tomó del brazo después del “Me permite, maestro” de rigor, y ya en medio del cruce le fue aflojando el brazo y le dijo: “¿Sabe, Borges? Yo soy peronista”. Borges no lo dejó seguir: “No se preocupe, muchacho: yo también soy ciego”. El muchacho en cuestión, a quien conocí personalmente, contaba luego que por supuesto terminó de cruzarlo y que no dejó de ser peronista, pero que tampoco pudo evitar hacerse borgesista. 

Carlos Galanternik dice que el seudónimo Tom Lupo le salió una vez que tenía que conducir un programa de rock. Fue como un lapsus, ya que el periodista que más admira es Tom Wolfe y woolf es “lobo”, al igual que “lupo”. Tiene doce oficios diferentes, pero sigue tirando gente en el diván: “Los pacientes que vienen porque me vieron en un show son los que duran menos”

Ahora que está de moda la identidad, ¿vos qué sos?

–Soy un militante del lenguaje. Quisiera recitar como Bertha Singerman, que juntó veinte mil personas en una plaza de toros de México haciendo un recital sobre Lorca. Acá la poesía está en manos de actores que no la dicen bien porque dicen su propio texto, su propia imaginería, su visión del mundo, no la del poeta que están leyendo.

Vos no harías de una lectura una actuación.

–Trataría de poner en escena lo que dice Heidegger. Que la poesía escrita sea como la música: una marca. Entonces hay que ejecutarla. En ese sentido se justifica la profesión de decidor de poesía. Eso es lo que soy. Y mi hobby sería la semiología. Casualmente la primera anécdota rara que recuerdo en la infancia era de mi padre riéndose al enterarse de que un vecino nuestro, Aureliano Temprano, había puesto un bar al que llamó “La Madrugada”.

Entonces sos recitante, como Victoria Ocampo.

–Estoy haciendo de eso una causa. La poesía alguna vez fue el arte más popular y ahora, extrañamente, se transformó en una cosa de elite. Se asocia con lo más culto. Una de las pocas culturas donde mantiene un nivel popular es la japonesa, donde una familia va de visita a casa de otra y le lleva un haiku. Por ejemplo: “Iba caminando en medio de la noche y me encendí”. Además descubrí que cuando le explicás a la gente ciertos detalles de construcción, la poesía se hace más deseable. Hay muchos que se emocionan en los recitales. Así que nunca entendí por qué cuando un poeta se presenta dice: “Permiso, voy a leer este poemita”, como si fuera a producir un dolor. Claro que están también los que van a los recitales más para leer sus poemas que para escuchar. O los que se juegan de entrada con lo abstracto. Hay que pasar una prueba de poesía para hacer algo así. Si no, yo también puedo decir: “Ratas volando en tu recuerdo gris de tu desierto imposible”.

¿Vos explicás cómo escuchar?

–Sí, para que se vea cómo está armado un poema. Porque, en una lectura rápida, yo a lo mejor ya tengo leído el texto cien veces y el tipo que la va a escuchar ninguna. Entonces, antes de leer ese poema de Borges sobre la lluvia, yo digo: “‘Esa lluvia alegrará las negras uvas de un patio que ya no existe`, escribe Borges. Pensar "alegrará" es una maravilla. Si yo me siento frente a la máquina pensando qué ponerle a las uvas, alegrará no se me va a ocurrir ni en cien años. ¡Cómo maneja las uvas, Borges! Entonces, cuando leo el poema, la gente dice “¡Aah!”, porque puede escuchar de otro modo esa música que le es propia.

¿Leés cosas de poetas complejos como Pessoa?

–Leo a Pessoa y muestro cómo cada uno de los heterónimos corresponde a un poeta distinto. Por ejemplo, uno es amante de la naturaleza y otro de la complejidad metafísica más grande. Y cómo hay frases para detenerse: “En este instante competente y sensitivo”. Digo: “Fíjense cómo roba una palabra del derecho –porque competente se suele decir de un juez– y la combina con sensitivo". Como Lacan insinúa que crear sólo crea Dios, la poesía es el mejor lugar que nos queda para la creación que es la combinatoria. Hay gente que junta cosas que nadie juntó nunca, como "competente" y "sensitivo". Están los que dicen: “La poesía tiene que explicarse por sí misma”. ¿De dónde sale eso? Es una creencia estúpida. Nada se explica por sí mismo. Hasta en un viaje en avión te explican cómo usar el paracaídas o cómo operar la máscara de oxígeno.

La gran poesía argentina era indiscernible de las voces de sus poetas. Lamborghini, Perlongher, Madariaga eran insuperables interpretando sus textos. Lamborghini sonaba como un vocalista de tango.

–Pero son los menos. Es cierto que está Guillén. Pero vos escuchás a Neruda y es un desastre.

¿Pero no pensás que con esa voz gangosa hacía de necesidad virtud?

No es lo mismo escribir que decir. Es como la barra que separa el significante del significado. Y es una barra que no se puede pasar. Yo nunca voy a escribir como Neruda, pero él nunca va a decir sus poemas como yo. Lo he comprobado. En la radio pongo uno de Neruda y aburre. Lo digo yo y emociona. La obra es de cualquiera menos del autor. 

¿Cuáles son los poetas difíciles de transmitir?

–Lorca está en el límite de lo complejo por lo surrealista. Tiene pocos poemas claros, como “La casada infiel” o “Poeta en Nueva York”. A veces me detengo: “Las rosas huían por los últimos filos de la noche”. Ah, la pucha: la noche tiene bordes, muros...

Sin embargo, en los geriátricos lo único que recuerdan es a Lorca. Será por la sonoridad, o porque quedó en la memoria colectiva de los inmigrantes españoles.

–Puede ser, pero no se lo escucha en su complejidad. Una vez conocí a un grupo de gente bastante inculta y les pregunté: “A ver si saben cómo termina esta frase: ‘Verde que te quiero...’”. “‘¡Verde!’” Y si hay una frase que no dice nada es “Verde que te quiero verde”. Es una tautología absoluta. Sin embargo, creo que es la frase más popular de la historia.

Muchos se asombrarán de que seas psicoanalista. Pero pensándolo bien, un analista –esa voz a tus espaldas, generalmente demasiado trabajada– hace de su decir un arte.

–La voz es el poder invocante, es lo que está primero. Cada vez que uno habla, algo resuena. Entonces hay que animarse a actuar, a gritar, a cambiar los tonos y a no ser monocorde. Hay que despertarse uno y despertar al otro.

¿Copar con la poesía es como hacer que una interpretación funcione?

–Yo soy de los que creen que la interpretación está inscripta en la función poética. La verdadera interpretación tiene que sorprender a los dos: al analista y al analizante. Es una irrupción de la musa. Lo que pasa es que la musa te visita poco; más te visita la muzzarella.

Foto: Pablo Piovano

CHARADA DE CHARATA

En los años ‘70, en esta ciudad, en este bar, Carlos Galanternik era un extraño producto. Como Miguel Briante o Germán García, había venido de un pueblo pero era de clase media –su padre era dueño de una cadena de tiendas en el Chaco–, y tal vez por eso tenía menos ansiedad por conquistar ese nuevo espacio de reconocimiento donde todos empezaban a contar novelas familiares del barrio al centro, y cuya retórica se alimentaba en la urgencia de las librerías de viejo. Mientras los jefes de mesa transpiraban para conseguir un semblante mediante una erudición autodidacta vertida en lujosas figuras verbales, él jugaba con sus corbatas psicodélicas. En el arte de la réplica no aplastaba al otro; le hacía un chiste. Tampoco explotaba el significante; lo hacía bailar. Cuando los lacanianos hablaban de que no hay relación sexual, él se presentaba como integrante de un grupo que mezclaba el psicoanálisis con la poesía y hacían prácticas sexuales libertarias, aunque usaran una jerga más freudiana que las comunidades californianas que fueron a dar en el club Med y que los hippies de módica orgía sobre un colchón pelado pero concebido como el de John y Yoko. Para colmo era director creativo de una agencia de publicidad, tenía coche y salía con mujeres que no parecían psicólogas, algo más propio de La Biela que de La Paz. Quería gustar, más que ganar.

–Es más surrealista nacer en un pueblo que en Nueva York. Yo nací en el Chaco, en un pueblo que tenía un solo cine y que se llama Charata. Estaba cruzado por las vías del tren, que lo dividía en dos. Y estaban los de “este lado” y los del “otro lado”, cada uno con su equipo de fútbol. Pero a mí me gustaban los dos lados. Y vaya a saber uno, pero luego siempre fui por lo menos dos. Un día Fogwill se enteró de mi cumpleaños y vino con un regalo, una página que había arrancado de un incunable y donde decía que Alvar Núñez Cabeza de Vaca partió un 22 de octubre del Puerto de Palos y después fundó mi pueblo. El 22 de octubre es el día de mi cumpleaños, y Charata es el nombre de un pájaro. En Charata había un solo cine y daban una película por semana –llegaba un rollo de Resistencia– los jueves y los sábados en matiné y noche. Mis padres no tenían con quien dejarme, así que iban al cine y me llevaban –en ese entonces mi hermano vivía en Buenos Aires. Pero mis amigos iban a la matiné del sábado y mis viejos no querían pagar otra entrada. Entonces yo iba igual y le decía al dueño del cine que ya había visto la película. “A ver, pues, si es verdad, cuéntamela”, me proponía. Entonces él hacía detener la cola y yo se la contaba, y después entraba porque él no concebía cobrar por algo que yo ya había visto. Llegar a Buenos Aires me obligó a hacer toda clase de cosas para integrarme. Pero tuve una especie de milagro en la escuela secundaria. Entra un profesor y nos dice: “Yo debería darles educación democrática, pero es una basura y no sirve para nada. Les voy a leer literatura argentina y latinoamericana. Si no me traicionan están todos aprobados”. Entonces se sentó y leyó “María La Rubia”, un cuento de Dalmiro Sáenz donde el tipo termina haciendo el amor con la madre sin saber que es la madre. Como dirían los chicos: “Ese tipo me cambió la vida, loco”. Se llamaba Haroldo Conti. Años después, al recordarlo, pensé en la frase de Nietzsche: “No cualquiera se merece un accidente”.

Galanternik dice que estudió medicina justo hasta llegar a los cadáveres, y que como era un mentiroso de orientación vocacional pensó que podía ser abogado. Pasó algunos años en cada carrera hasta que encontró a un gurú del Grupo Cero donde, al menos según la vulgata, el psicoanálisis tenía una pizca de tantra y de glamour.

–Miguel Menassa me dijo que fui el único que se acercó al grupo por la escritura y no por transferencia personal. Para ellos la institución era un bar y el escalafón para tomar el poder no era el tradicional. Lo lograba el que mejor hablaba o mejor sexualidad tenía. Levantar un tabú sexual era parte de la cura. Se pensaba que no era verdad que la demanda se satisface de ese modo, porque la demanda no se satisface nunca; se corre, en realidad. Era un poco volver a Roma. Yo creo que los del grupo eran más inocentes de lo que se dijo. En realidad, declaraban en voz alta lo que muchos analistas hacían en secreto. De todos modos yo no tenía relaciones con mis pacientes. Recuerdo que nos gustaban mucho los aforismos: “Si la cultura nos prohíbe y la contracultura nos ataca, estamos ante un fenómeno especial”. “En las paredes, sí pero con buena letra.” A Menassa le fue muy bien en Madrid, a Masotta en Barcelona. Creo que a los españoles les agradecimos el descubrimiento y la matanza con las dos pestes modernas: el psicoanálisis y el rock.

Hiciste la carrera de psicología.

-Un día seguí a una chica hasta la facultad y me quedé.

Me había imaginado algo así. A partir de ahí quedaste atrapado en la seducción. Muchas minas, Galanternik.

–Minas de carbón para escribir, nena. Porque a mí me interesaba la escritura. Así como descubrí que Mastellone, el nombre del dueño de la Lecherísima, significa teta grande, y que el nombre del presidente del Automóvil Club es Carman –hombre coche–, Galanternik es “galán tierno”. Me lo dijo un analista.

Esos bananas lacanianos.

–Que se ganan la vida haciendo sesiones cortas.

Con chistes de barrio.

–Recuerdo una sesión memorable. Iba a análisis pero no estaba muy enganchado. Entonces le dije al tipo: “Hoy de mí vino un dedo, nomás”. “Bueno”, me dijo el tipo, “nos vemos el lunes. Para un dedo es suficiente”.

Pero seguís siendo freudiano

–Yo tomo de Lacan esa idea de que el psicoanálisis devolvió al ser humano el placer de la plática. Todavía entiendo el mundo con el foco freudiano. Desde el canibalismo hasta la lucha de clases. Porque el famoso apagón de Nueva York que produjo algunos miles de violaciones y crímenes en diez minutos muestra que el hombre es un caníbal domesticado. La aparición de miles de mujeres fálicas y la caída de la ley del padre son cosas muy freudianas.

 

Tom Lupo entrevista a Luca en los 80

PSI &, NAC & POP

Como en las comedias de enredos, así como hizo psicología por seguir a un chica, Carlos Galanternik entró a una compañía como gerente de relaciones públicas y terminó en otra como redactor publicitario, fue como reporteado a un programa de radio y le ofrecieron conducir uno. “El submarino amarillo” iba por Del Plata, de 22 a 2, en FM y AM. Duró cinco años. Siempre fue nacionalista a su modo: no desde Cafrune sino desde Luca Prodan, que encima era italiano pero educado en Inglaterra, algo típicamente argentino. En una sección que se llamaba “Tirándose a la Pileta”, donde no se escuchaba previamente el material que los grupos traían –en total unos 600– estuvieron Los Ratones Paranoicos, Los Fabulosos Cadillacs y Los Redonditos de Ricota. La cortina musical del programa era de Soda Stereo.

Autobautizado Tom Lupo, editó la revista de rock Twist y Gritos y el diario feminista Alfonsina, que estaba financiado por el señor Fliter -¡qué risa!–, un empresario en gomas.

–Fueron golpes de pasión, sin un plan de marketing que las hiciera viables. Pero debutaron en estas revistas –que para mí eran un simulacro, pero para los demás aparecían como de verdad– algunos tipos como Andrés Calamaro, Pipo Cipolatti, Bobby Flores, Eduardo de la Puente y Sergio Marchi. Con estos últimos tres cometí uno de esos errores que luego se entienden. Yo me creía bueno porque les daba una oportunidad de hacer conocer su talento, tal como ellos me lo pidieron, pero las revistas daban pérdidas y quedaron resentidos porque no hubo dinero. Pero en compensación alcanzaron lugares de trabajo más importantes públicamente que los míos.

¿Y cómo te sienta el “demasiado viejo para la familia, demasiado joven para la comunidad”?

–Lleno los agujeros con coartadas, porque si no, el fantasma es la nada. Acá siempre hay cosas por hacer, porque nunca llega un año sabático a la puerta. Ahora pienso que hay que acercarse a los que tengan cuatro neuronas conectadas en los sectores de poder y colaborar para evitar esto que es hambre a tu lado. Muchacho, si no te ocupas de política, la política se ocupará de ti.

Como en Partido al medio.

–¿Te acordás? “El partido de los pensantes que no tienen tiempo para luchas palaciegas”. Llegó a juntar 300 personas en un acto en Medio Mundo Varieté. Nuestro ministro de Asuntos Económicos era Luca Prodan, que sabía un montón de economía, fruto de su paso por los colegios de Londres. La idea era acercar a los partidos proyectos de intelectuales brillantes que no se acercaban a la política. Redactamos 17 pensamientos. El primero era de Marechal: “De todo laberinto se sale por arriba”. Era algo en serio que disfracé de broma. En este momento, y desde hace seis meses, estoy organizando un plan integral de turismo para traer diez millones de personas al país y que daría dinero suficiente para paliar el hambre de toda la población. Hay que hacer una tarea científica, sistemática y de marketing. Si no tenemos nada para vender, podemos alquilar el país. Con una buena campaña de publicidad y dos oficinas podríamos aumentar un millón de turistas en un año y nadie lo está haciendo. Quiero ser útil a mi patria. Tengo todos los poros llenos de política, en este momento. “¿Veo pasar a un mendigo y voy a hablar del yo profundo?”, decía un poema de Vallejo.

¿Te interesan los aforismos porque parecen slogans?

–Será porque siendo muy niño me trajeron de visita a Buenos Aires y vi una pintada crítica del Partido Socialista que, según luego averigüé, pertenecía a su líder, Alfredo Palacios, y que me sigue pareciendo la mejor frase publicitaria que he conocido. Logra que dos palabras de la primera parte sirvan para decir lo contrario en la segunda: Lomo para los cogotudos y cogote para los que se desloman. ¿Será por el impacto que me produjo que luego fui publicitario? ¿O porque mi primer amor –mi maestra de segundo grado– se llamaba Lemas, que en esa época denominaba lo que luego fue slogans? Y mi amigo Raúl Barreiros dice que un Estado sin publicidad es un estado de ánimo. Me gustan los aforismos de Pizarnik, que veinte años después se actualizó: “Es tan lejos pedir y tan cerca saber que no hay”. O: “Posesiones no tengo. Por fin una certeza”. Nietzsche recomendaba el aforismo como literatura del futuro. Es un punto más alto que la cultura poster, que propone cosas como “No tengo todo lo que amo pero amo todo lo que tengo”. Las frases son antídotos. Una frase tiene que generarte un pensamiento para que no te quedes sometido a una obra completa. Me gusta Cioran porque me da alegría.

¿Cioran alegre?

–¿Cómo que no? Fijate: “Hoy, que escuché en la radio que hay cien millones de galaxias, renuncié a bañarme”.

¿Te identificás con Lenny Bruce?

–Con Charles Bukowski.

A él también le gustaban los aforismos. Dijo: “Mueren antes los médicos que los borrachos”.

–Pero en algún momento paró con el whisky, empezó a tomar vino francés y vivió hasta los setenta y pico. Hay bancarios que nunca tomaron y vivieron mucho menos.

Decime un aforismo.

-Primero usted.

Mejor no citar a un general porque se corre el riesgo de que acuda a la cita.

–Quien no sabe decir “no sé” dice “sé yo”.

Entre locura y la cura hay sólo un cambio de sexo.

–Naturaleza: lo único natural que queda son los duraznos al natural.