Decir que fue de los máximos cultores del cine policial argentino, es una buena manera de aproximarse a su obra. Daniel Tinayre es uno de los directores sobre los cuales se modeló el cine autóctono, entre sus esplendores y caídas. Realizador de formación europea, admirador de Hitchcock y Lang, tuvo en Mirtha Legrand una de sus efigies. En cierta oportunidad, el cincelado sobre la figura de la actriz fue dual, mellizo. La película es Bajo un mismo rostro, de 1962, protagonizada por Mirtha y Silvia Legrand, a quien esta nota está dedicada (porque a las y los protagonistas del cine propio hay que recordarlos, siempre).
Para llegar a esta película, Tinayre ya había filmado algunos de sus más célebres títulos, como Deshonra (1952), La bestia humana (1957) y La patota (1960). Luego vendrían otros éxitos y reinvenciones, como La cigarra no es un bicho (1963, cuya cuarentena de comedia adquiere hoy otros matices) y La Mary (1974).
Producción de Argentina Sono Film, Bajo un mismo rostro –-disponible en Youtube -- cuenta con guion de Silvina Bullrich, a partir de la novela Hijas de la alegría (Les filles de joie) de Guy des Cars. La elección de un bestseller evidencia la vocación fronteras afuera de la película –-con participación en el Festival de Berlín de aquel año-- pero también una costumbre que era habitual al cine argentino, dado a versionar obras literarias del mundo.
El film de Tinayre narra la historia de dos hermanas, una es monja (Silvia Legrand) y la otra prostituta (Mirtha Legrand). De modo habitual a la poética del director, el desarrollo argumental comienza desde la voz en off que rememora y obliga al racconto, al salto temporal al pasado, con el hecho ya consumado (así como sucede en Deshonra y La bestia humana). Hubo un crimen, y la voz del policía lo lamenta. Las imágenes son las de un móvil que atraviesa a toda velocidad Buenos Aires (mientras marca de forma intensa una de las elecciones estéticas del film, ambientado en locaciones reales). La parada del patrullero lleva al convento donde vive Sor Elisabet, para dar la noticia del asesinato de Inés, su hermana. Pero no será tanta la sorpresa de la monja, quien espera entre sombras.
Al dar su versión de los hechos, Elisabeth origina nuevos saltos al pasado. No es un dato menor, porque es en estos detalles donde descansa la sabiduría narrativa de Tinayre: la voz policía del comienzo es dicha desde un lugar invisible, ya que la imagen del patrullero es consecuencia del relato (¿desde dónde habla este policía?). Ahora, es la voz de la monja la que guía la historia, con sus sucesivos flashbacks. Es algo que vale tener presente cuando el desenlace ocurra, y atender a quién corresponde la voz narradora de la secuencia final.
Antes de llegar allí (y a uno de los momentos tal vez más alucinados del cine argentino), hay que señalar que entre Inés y Elisabeth la simpatía es plena. Ambas resplandecen cuando están juntas. Aun separadas, entre las dos existe unidad. Así, mientras Inés cuida de enfermos y ancianos, Elisabeth modela para firmas de ropa. Mientras una es admirada por miradas de lujuria, la otra es contemplada en su bondad. Una compensación mutua, extraña. Ahora bien, lo que comienza como una cita más, terminará de modo escabroso. Así será cuando Inés conozca a Jorge (Ernesto Bianco), de quien se enamora como si fuese el príncipe soñado. Pero aquí el beso transforma en sapo lo que toca. El dinero no alcanza, y ella se prostituye a escondidas para solventar las deudas. Lo cierto es que tras la fachada amable de Jorge se esconde en verdad un rufián, e Inés no es la primera en caer en sus garras. Sin saberlo, Inés oficiaba como su esclava sexual involuntaria. Ahora que lo sabe, tampoco puede salir del círculo maléfico que ayudó a trazar.
Como se trata de una película de simetrías, será también el momento de planear la venganza, de meditar la manera con la cual hacerle caer en su propia red. Lo curioso es cómo, mientras Elisabeth nada sabe sobre lo que su hermana hace, las réplicas entre una y otra median de manera misteriosa. El decaimiento casi mortal de Elisabeth oficia de alerta, como aviso premonitorio; mientras Inés, espantada, piensa en el suicidio, cuando espera paciente a que el gentío se disipe en el subte (en la estación Pueyrredón). La elección espacial no es gratuita: cae la noche, las sombras prevalecen, Inés yace bajo tierra y en su infierno.
Hay que decir que lo tortuoso del asunto es moneda de cambio en el cine de Tinayre. Si bien el argumento podría juzgarse forzado o poco creíble, nada de eso hay que tener en cuenta para el disfrute del cine. En todo caso, lo que se respira aquí es la asunción de una puesta en escena traumática, en donde los dolores y las alegrías van juntas, entre sus luces y sombras, a merced del alma y los placeres carnales. Inés y Elisabeth comulgan, son una unidad, lo que a una de ellas sucede repercutirá en la otra, la simetría es consecuente con la totalidad de la película.
Es de esta manera como hay que entender la aparición de Jaime (Jorge Mistral), el aviador militar -cuyo nombre es similar al de Jorge- que ofrece la respuesta a la vida que Inés sueña. Pero los sueños, son sueños. Felizmente y terriblemente. Es por esto que Bajo un mismo rostro es un melodrama verdadero: es exceso, es alucinación, es desdoblamiento. Tiene ejemplos similares en The Dark Mirror, con Olivia de Havilland duplicada como hermanas según la dirección del magistral Robert Siodmak; también en el cine de Fritz Lang, en sus pliegues de espejos sombríos; o en títulos clásicos como Ángeles con caras sucias, de Michael Curtiz, con Pat O’Brien y James Cagney como amigos devenidos cura y criminal respectivamente.
Pero en el film de Daniel Tinayre las actrices son dos, diferentes caras del mismo rostro. Lo que acerca la película de una manera curiosa a la posterior Ese oscuro objeto del deseo, donde Luis Buñuel se valiera indistintamente de Carole Bouquet y Ángela Molina para la composición de Conchita. Hay que observar de qué manera Tinayre hace lo propio. Para eso hay que ver, y rever, la película.