Ojalá pase algo que te borre de pronto. Desea quien -por obligación de la pandemia- convive con un amor que se convirtió en odio.
Ojalá por lo menos que me lleve la muerte. Suplica quien se desgarra -en cuarentena- por no poder encontrarse con su pasión secreta.
Lo prohibido desgarra más que lo legal. Nada impide comunicarse en una relación blanqueada. Por el contrario, el amor en sombras no se puede abrazar en cuarentena. Las dos situaciones no por extremas dejan de ser similares. Ambas son clandestinas. Porque la relación degradada comenzó siendo legítima, pero se tornó fraudulenta.
Veamos un testimonio, séptima semana de aislamiento: A mí me ha sorprendido la cuarentena en situación dificilísima. Profunda crisis de pareja. No soporto su contacto físico. Ya estaba hablado, él se iría de casa, yo me quedaría con nuestras hijas que están por independizarse. Muy difícil afrontar tantos desdoblamientos. El confinamiento congeló los trámites de la separación. Juntos en poco espacio. Para enviar este testimonio aprovecho que estoy haciendo compras. Extraño las amistades, a mi analista. No tengo privacidad y padezco la falta de contacto físico con quien realmente amo. No se reduce a sexualidad. Se me cortó la posibilidad de refugio. Sin contención emocional, sin cuidado, sin ese régimen amoroso compartido. Extraño su mirada. Al erotismo no lo podría salvar digitalmente (para eso prefiero sola). Hasta las tareas de oficina me resultan costosas de manera virtual. Necesito presencia. Todo está en suspenso. ¿Con quiénes vivo?, ¿con quién quiero vivir? Siempre estamos luchando con lo que nos constriñe, pero este distanciamiento abruma. No es bueno convivir sufriendo y viendo sufrir.
Situaciones semejantes abundan en el aislamiento. Para peor ese dolor de amor no goza de aceptación. No hay asistencia para amantes acongojados, aunque sufran más que con una apendicitis. Ahora bien, en circunstancias de afectos clandestinos ¿las mujeres y los hombres llevan la misma carga? Si un varón mantiene una relación prohibida, la sociedad puede tolerarlo; pero si es una mujer -y peor aún si es madre- ni siquiera tendrá el consuelo de aliviarse contándolo. Hay palabras o gestos desaprobatorios que le dicen todo. Una artimaña del poder patriarcal es fomentar actitudes acusatorias contra el deseo de las mujeres. Y, como eso ya está inscripto en el imaginario social, coloniza mentes. La valoración social penetra las pasiones personales y las somete a moralina. Es decir, a una pretendida moral de pacotilla al servicio de la manipulación, el dominio y la culpa.
Ese peso cae sobre las mujeres que -corriéndose de la normativa “fidelidad” (transgresión que se relativiza en los varones)- se permiten liberar su deseo. En el caso de los amores furtivos, el goce se entrelaza con la angustia y la culpa. Sentimiento que nos torna vulnerables. No obstante, de ese volumen sufriente en cuarentena no se habla. No hay permiso de circulación para amantes furtivos.
Existen parejas que sufren distanciamiento y angustias por obstáculos familiares o porque viven en domicilios separados y no pueden circular. Pero increíblemente, también las hay que no pueden blanquearse por presiones laborales.
Consideremos un ejemplo narrado en primera persona: Trabajo en una empresa que impide relaciones sexoafectivas entre su personal, con riesgo de perder el empleo. No obstante, hace siete años que mantengo una relación secreta con un compañero. Alternamos entre su casa y la mía. Sin vida social compartida. Es una ciudad chica, pero el amor es grande. La cuarentena irrumpió violentamente. No queremos perder el trabajo, no podemos convivir. Mi casa está en el centro, la de él en un barrio. Ni siquiera podemos mantener relaciones virtuales: en su departamento carece de intimidad (sus hijos de una relación anterior pidieron pasar el aislamiento con él) y yo, aunque dispongo de más espacio, comparto computadora con mi hija. Temo utilizarla para sexting y que queden rastros. De vez en cuando violamos la cuarentena arriesgando salud y empleo. Encuentros desesperados. El amor y el anhelo se acrecientan. Nos extrañamos, nos faltan momentos. Sufro.
Por supuesto que existen casos peores. Vivir con un golpeador. Niños en casa de un pedófilo. Convivir varias personas en una casilla. Sobrevivir en situación de calle. Pero cada quien siente su pena como un infierno.
No obstante, los laberintos de la pandemia esconden superficies de placer. Como una litoraleña de seis décadas. Jovial, alegre, vive sola. Durante el aislamiento covid-19 el único que entra a su casa es el proveedor de soda. Tendrá treinta y cinco años. Hubo onda y todas las semanas la señora, que está bordeando el grupo de riesgo, recibe las caricias del sodero. ¿Y el cura sorprendido en la región cuyana? Su auto semiescondido entre los árboles. Se acercó una patrulla. Había una mujer en la butaca del acompañante. El sacerdote explicó que ella estaba mal por problemas familiares agravados durante la cuarentena. Él la asistía, le estaba brindando ayuda espiritual.
* * *
¿Qué es eso tan fuerte que hace desear a alguien de modo excluyente? ¿Eso que el aislamiento obligatorio intensifica si la persona amada quedó fuera de campo? Los griegos lo denominaban charis. La gracia que emana del brillo de unos ojos, la atracción de un cuerpo, el resplandor deseable. No se administran de modo consciente las afinidades. Las pasiones acaecen y crecen más aún en la ausencia. A la mujer se la condenó milenariamente a la espera sedentaria. El hombre navegaba, cazaba, guerreaba. Ella esperaba. Este sometimiento -al estilo Penélope- se internalizó culturalmente. A punto tal que, dice Roland Barthes, la espera amorosa feminiza. Una espera mujer. Un hombre no deviene mujer por ser homosexual, sino por estar enamorado y esperar el reencuentro. Hoy, en plena pandemia, los amores clandestinos no tienen refugio. Si se trata de una mujer -además de las desdichas del extrañamiento- debe soportar una invisible e implacable condena social. Sin embargo, ocurre, ¿quién no ha estado alguna vez ante el espectáculo de su propia variabilidad deseante?