Mucho tiempo antes de entender que la vida es camino, pude sentir mi destino de pasajero. Viajar en bondi, trole, colectivo, me tranquilizaba. Juntaba las chirolas de las propinas para dar una vuelta entera en la E, el 10 o el 218. Había cierta magia en aquel escape, tal vez la misma que encontré tiempo después en los boliches, cada vez que me escondía junto a una ventana para ver la gente pasar y sentir de repente que era yo el que se movía, el que viajaba, el que se iba. El transporte escolar no existía, todo quedaba cerca, empezando por la escuela, la dinámica barrial nos hacía sentirnos parte del paisaje, no necesitábamos mucho para vivir y lo poco que consumíamos lo adquiríamos en las inmediaciones, a personas conocidas no a multinacionales, en base a confianza, nunca a slogans. Algunos sitios necesarios y emblemáticos a los que visitábamos frecuentemente quedaban lejos para llegar caminando, La Piedad, el Monumento, la Florida, Arroyito, el Sol de Mayo. La sala de avenida Pellegrini, era una mezcla del séptimo arte, cancha de fútbol, industria, chupinas y Far West. Exhibía un espectáculo en continuado tanto en la pantalla como en las butacas. El bufetero del lugar aprovechaba los intervalos para vocear “¡Hay sanguches de mortadela...hay Coca!". En una oportunidad, intentó imitar a vendedores de las grandes salas, cambió de pregón, ofreció golosinas de marca Noel, "¡Bombonero, caramelos Noé, bombones Noé...!" La voz del ingenio popular no tuvo piedad en ubicarlo inmediatamente. “¿Entonces, qué mierda é? ¡ Volvé a lo tuyo, que acá tenemos hambre!" 

El apetito y la realidad se apagaban junto a las luces. Pasábamos las tardes recostados sobre un sólo punto cardinal. Soñábamos despiertos el sueño del proyector. Recorríamos como forasteros estados afiebrados por el oro y la codicia. Texas, Arkansas, California, unidos en un mismo paisaje, sheriff, Winchester, saloons, prostitutas, pianos, trenes, forajidos con rostros tapados con pañuelos y Apaches que surgían de la nada. El protagonista repetido y necesario en todos los films era el animal más noble que pisa la tierra, el caballo. Tal vez mis paseos en sulki por caminos rurales casildenses o la vuelta diaria que nos regalaba a los pibes de la cuadra el vasco Achával en su carro lechero, condicionaron mi debilidad por los carruajes. Repetí varias veces el viaje entre Buchanan y Sacramento, una vez llegué hasta Lordsburg, esquivando balas y flechas, me sentí un viajero más entre condenados por la Liga de la decencia, banqueros corruptos, alcohólicos perdidos, intentando toda una segunda oportunidad, utópicos seguidores de la estrella de la libertad, buscando un amor que los libre para siempre de las ventajas de la civilización. 

Abandonábamos el lugar de noche. Como arquetipos de cowboy, caminábamos con las piernas arqueadas hasta el kiosco de diarios de Velero para comprar alguna novelita de Silver Kane, material con el que nos dormíamos leyendo nuestra propia película. 

El 107 que parte a las 5 de la mañana desde el lejano noroeste, como una volanta de seis ruedas y 200 caballos de potencia en su motor, traslada diariamente mano de obra barata para alimentar un sistema que agoniza. En las mismas esquinas, semidormidos pero vitales para iniciar la jornada, suben enfermeras, empleados de estaciones de servicio, personal no docente, agentes de seguridad, empleadas domésticas, entre otros. 

Mario nunca tuvo una raqueta entre sus manos, pero las manchas rojas en sus zapatillas delatan que gran parte del día lo vive sobre el polvo de ladrillo, barriendo las canchas de tenis de algún club de la costa. La casaca de fútbol que luce Amílcar debajo de su atuendo de albañil parece ser de San Lorenzo, pero al escucharlo hablar uno entiende que los colores pertenecen a Cerro Porteño. Ocupamos el mismo asiento, reivindicamos el gesto sobre la palabra, todos hablamos lo menos posible, todos menos María, a quien espero ansioso todas las madrugadas para que me ilumine con su presencia. Mujer morocha que mueve con agilidad un cuerpo pesado de medio siglo de antigüedad pero que porta una sonrisa preexistente, antigua, originaria. Una sonrisa con la cual no seduce, no vende, no engaña. Una flor de jazmín con raíces en el corazón. Tal vez sea el mismo gesto que descubrió Colón antes de borrarlo con la espada y la cruz, la misma maravilla que registró en su diario de viaje, "gente buena, gente mansa, gente pobre." Con dicha marca indestructible de felicidad por el sólo hecho de pertenecer a la tierra, los ríos, los amaneceres, toma asiento delante mío, espera a Roxana que sube dos esquinas más adelante, se saludan con un beso y comienzan un diálogo de amigas. 

María cuenta que tiene tres hijos metidos, uno en Coronda, otro en la droga y el más chico en la secundaria. Habla sin rencores ni odios, no busca culpables ni se queja, parece no esperar nada de nadie, sólo sonríe agradeciendo el comienzo de un nuevo día, como otra oportunidad de insistir, de volver a intentar. No puede darse el lujo de aflojar, sus viejitos en el geriátrico la están esperando, ella es la única que todavía los toca, los mima, los escucha. 

En tiempo de pandemia parecemos villanos enmascarados subidos a la carreta, huyendo de dardos venenosos lanzados por un enemigo invisible. El número de pasajeros se redujo sensiblemente, los autorizados respetamos a rajatabla los asientos vacíos de los ausentes. Ella viaja sola. Ayer me animé a hablarle. " Lo que debés extrañar a tu compañera de viaje, ¿no? --le pregunté respetando el protocolo--. Ni se imagina! Se me hace interminable el trayecto", me contestó con su sonrisa tapada con barbijo, pero reflejada en el brillo de sus ojos achinados. "Si querés... podes hablar conmigo ", le propuse sin suerte. Aproveché el bache de silencio antes de que se hiciera distancia, “María, ¿cuál fue el juguete de tu infancia que no pudiste olvidar?", repregunte apuntándole directo al corazón. "¡Una muñeca negra!", respondió casi gritando. "Antonia, mi mulata, la llevaba a todos lados, dormía conmigo, la bañaba a cada rato, nunca destiñó, a los negros no nos empalidece ni la muerte... ¿y el suyo, ¿cuál fue?“, quiso saber mientras inclinaba su cuerpo para mirarme de frente. "Una diligencia, me la había regalado mi abuela, tenía cuatro caballos negros y ruedas amarillas, me pasaba horas jugando sólo. Nada sabía de Platón ni de su alegoría del carro alado. Tampoco que los corceles representaban los vientos del alma, inmanejables por momentos, desbocados en los sueños. Desconocía la importancia de aligerar la carga para poder llegar más lejos, ignoraba el valor de la memoria para no pasar dos veces por el mismo pantano. Hoy intento conducir mi existencia con el temple de un cochero cansado, pero con fuerza y maña para mantener en armonía las dos riendas, lo que soy y lo que creo ser, aprendiendo diariamente de los más humildes, sobre todo de aquellos que ostentan con impunidad un rayo de luz como sonrisa".

 

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