De la emergencia sanitaria surge el apogeo de les ermitaños y les fobiques sociales. La oportunidad perfecta de ser les mejores anfitriones sin estar bajo presión o con temor de que les destruyan el hogar y la utopía de prescindir del tortuoso (y dolarizado) traslado hacia el hogar porque ya nos encontramos ahí. El amanecer de un nuevo formato de escena nocturna: la fiesta virtual o “house party”. Incluso hay una aplicación (entre otras más populares que lleva un nombre similar) que permite realizar varias videollamadas en simultáneo para generar reuniones sociales.

Si bien los encuentros virtuales dejaron de ser originales en un mundo que se encuentra en cuarentena hace meses, es un nuevo modo de compartir, el motor y el universo de cada persona los que pueden desviar las miradas paranoicas de miedo a la extinción por la búsqueda de distinción, el devenir del glamour y el entretenimiento del futuro. La iluminación, escenografía, adornos y visuales como “dress code” fundamental: luces navideñas, lamparas de colores, flashes, lasers, proyectores, carteles, fotos, juguetes, plantas y lo que se les ocurra.

Montadas extravagantes (con las que quizás no nos atreveríamos a ir a una fiesta en el plano terrenal) vs pijamas, babydolls, kigurumis (enteritos con forma de animales) y atuendos de entre casa de todo tipo. Pantuflas y pies descalzos bailando a la par de tacos vertiginosos que resultan ideales para usar en este contexto por el simple hecho de poder quitárselos en el momento que el dolor sea insoportable.

Abundancia de nudes y seminudes en vivo (mood con el que no nos permitirían entrar a una discoteca) y hasta la fantasía idílica de bailar con nuestras propias mascotas (solo les que se animan) y cambiar el cuento de buenas noches de les hijes por una coreografía. También resulta la ocasión ideal para ponerse esa prenda que tanto nos gusta y que no queremos llevar a un boliche por miedo a que la quemen con un cigarrillo y la chance de estrenar ropa nueva (sin sacarle la etiqueta) sin transpirararla ni llenarla de olor a humo y poder devolverla cuando pase la pandemia.

DJs pinchando sus discos en vivo por streaming, ofreciendo sets musicales de variados estilos aunque lo predominante sea irónicamente el house (“casa” en inglés). El género de música electrónica originaria de Chicago que sonaba en los 80’s en los clubes concurridos mayormente por las disidencias y que en los años 90’s llegaría a las masas en las raves. Caracterizado por influencias de la música disco, bajos prominentes, sintetizadores, samples y, sobre todas las cosas, por esa filosofía y energía integradoras en la pista de baile (en este caso en el living de casa), algo que puede resultar clave para quienes viven la cuarentena en soledad. ¿Habrá sido bautizado así a causa de una enroscada premonición?

En cuanto a las bebidas, tenemos la posibilidad de una barra absolutamente personalizada donde nunca se acaba el hielo y hay happy hour toda la noche (adivinen quién paga los tragos). ¡Todo sin hacer filas interminables! (al igual que el baño, del que la higiene y el abastecimiento de papel higiénico depende de cada une). Y por supuesto, chau bares de extranjeros y hola discoteca privada intercontinental, donde la diferencia horaria no es un problema porque en todo el mundo ¡is party time!

Un gran plan en medio del caos universal, donde producir endorfinas se vuelve algo primordial para la salud mental y para mantener con vida un espíritu de unidad y celebración. Una ayuda colectiva, una distracción necesaria. La oportunidad de “brillar por nuestra ausencia presencial”. Podrán prohibirse las salidas y reuniones entre amigues pero nadie podrá quitarnos lo bailado.