Los Ángeles fue la ciudad emblema de la literatura de Raymond Chandler. Una metrópoli nacida del espíritu inmigrante y los sueños de progreso, una ciudad de casas bajas de estilo español, de colores pasteles y arbolitos redondeados. Esa imagen bucólica fue agrietada por las aventuras de Philip Marlowe en las noches de niebla gris, por el misterio que anunciaba un Plymouth convertible estacionado bajo un farol, por el aroma a crimen que inundaba el despertar de la mañana. Esos ambiguos recuerdos de aquella Los Ángeles del temprano siglo XX inundaron la memoria del joven escritor y guionista Robert Towne en su infancia en la soleada San Pedro, donde creció confortable y seguro. Eran mitos literarios, postales de un tiempo imaginario que moldeaba una ciudad esquiva y fascinante. “Era una ciudad destinada a crecer, destinada a perder”, escribe Sam Wasson en The Big Goodbye: Chinatown and The Last Years of Hollywood, su crónica sobre una de las míticas epopeyas de aquella ciudad. En su recorrido por la gestación de Barrio Chino, aquella película que forjó el corazón del Nuevo Hollywood y también su despedida, está Los Ángeles, la del recuerdo de infancia de su guionista y también la de aquella realidad oscura que se avecinaba.

A comienzos de los 70, Robert Towne era apenas un doctor de guiones en las sombras, que había hecho su escuela cinematográfica con Roger Corman y salvado a su amigo Warren Beatty del desastre cuando el guion de Bonnie & Clyde no encontraba rumbo. Era como uno de esos personajes de Chandler, escondido tras una máquina de escribir en una habitación sucia y con olor a cigarrillo, modelando los sueños de otro. El Nuevo Hollywood parecía rugir a sus espaldas, nacido al calor del éxito de películas como Busco mi destino y de la renovación de una industria que renacía con la fuerza de su joven generación. Nombres como el de Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich, Martin Scorsese y William Friedkin asomaban con el atrevimiento inesperado de su potente cinefilia y con la ingesta de los miedos que habían sumergido al Hollywood de los 60 en un cine lustroso, viejo y acartonado. Towne quería ser parte de ese nuevo mundo, quería escribir una película para Jack Nicholson, que asomaba con su rostro hosco y desafiante en el viaje de Dennis Hopper y Peter Fonda por el Sur de Estados Unidos. Quería escribir una historia de detectives en Los Ángeles, homenajear el espíritu de la literatura de Chandler que había alimentado sus sueños de infancia, quería poner su nombre en el cielo estrellado de ese nuevo tiempo.

El libro de Sam Wasson descubre en el retrato minucioso y revelador de la creación de Barrio Chino, película escrita por Towne, dirigida por Roman Polanski, producida por Robert Evans y protagonizada por Jack Nicholson, la puerta de entrada a una era decisiva en la historia de Hollywood. Estrenada en 1974, Barrio Chino resulta en la mirada de Wasson el termómetro de aquel oasis de libertad y locura que vivió la industria del cine por unos pocos años, que dejó películas inolvidables y un legado todavía vigente. Wasson rastrea en los personajes que intervienen en su creación la galería perfecta de aquel devenir, su meteórico ascenso y su precipitada caída, el genio y la decadencia de todo un imaginario. “Barrio Chino puede o no ser la mejor película del Nuevo Hollywood -yo creo que no lo es- pero es sin duda una de las mejores, y su ambiente cínico –o realista, tal vez un término más preciso- la convierte en una película más apropiada para nuestro tiempo que para aquel 1974”, escribe Peter Biskind en su reseña del libro para Los Ángeles Times. “Barrio Chino es un testimonio del famoso aforismo de Balzac: ‘Detrás de cada fortuna, hay un gran crimen’. El gran crimen detrás de Barrio Chino es el robo del agua a los granjeros del Valle de Owens que le dio a Noah Cross, el villano desarrollador inmobiliario, su fortuna, y a los habitantes de Los Ángeles, el agua potable. Cross es el Donald Trump de Barrio Chino”.

Biskind no es cualquier crítico. Es el autor de Moteros tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood, libro imprescindible para comprender lo que significó el Nuevo Hollywood para el cine, sus aristas más espinosas y los entretelones de aquella década de gloria y desilusión. Su mirada sobre el texto de Wasson permite ponerlo en perspectiva, y sobre todo admirar el valor de ese análisis obsesivo sobre el nacimiento de una película, sobre el carácter de sus creadores, sobre los secretos que todavía se mantienen guardados a la luz del presente. Reconstituir ese espíritu tan inasible que dio luz a esa película legendaria es algo que el libro logra encender desde sus páginas, dando voz a sus involucrados a través de entrevistas, recuperando los testimonios de aquella época olvidados por la historia, leyendo entrelíneas el germen del ocaso que sobrevendría apenas unos años después. Desde entonces Barrio Chino se convirtió en la mimada de las listas de mejores películas de todos los tiempos, pedestal consagratorio en la trayectoria de todos sus protagonistas, portadora de la audacia y el temperamento de aquella era irrepetible.

Roman Polanski con Faye Dunaway y Jack Nicholson en el rodaje de Chinatown

EL FIN DE LA INOCENCIA

Si hay una tesis que sostiene Wasson a lo largo de su libro es que nunca hubiera existido Barrio Chino sin Roman Polanski. Si bien la historia comienza con la decisión de Towne de escribir un policial al estilo Chandler, protagonizado por su amigo Jack Nicholson y ambientado en la Los Ángeles de los años 30, Barrio Chino no hubiera sido lo que es sin el oscuro imaginario del director polaco. “La historia es que la chica muere. Así ha sido siempre en mi vida” es la frase con la que Wasson cita al espíritu de Polanski al desembarcar nuevamente en Estados Unidos luego del asesinato de Sharon Tate a manos del clan Manson. Ese recuerdo no solo era el del brutal asesinato de su esposa embarazada, el del rabioso morbo de la prensa y las crudas especulaciones de los investigadores, sino también el eco de sus días en el gueto de Varsovia, la muerte de su madre en Auschwitz y la trágica orfandad durante la guerra. Por ello Los Ángeles estaba teñida de fantasmas cuando llegó al aeropuerto para convertir el guion de Towne en su película, para convencer a Robert Evans de que Barrio Chino tenía que terminar con la inocencia muerta, con el desconcierto de una nueva tragedia. Wasson desnuda a Polanski en todas sus facetas, como un hombre clave de aquel período, aquel que hizo carne en su cine y en su vida, que sintetizó la irremediable transición entre las ilusiones del movimiento hippie y la realidad de Vietnam y el Watergate.

“Era increíble descubrir los paralelismos entre lo que estábamos filmando y lo que ocurría en el país”, recuerda Howard Koch Jr., el asistente de dirección de Polanski. “Nosotros hacíamos Barrio Chino, la película, y Estados Unidos se convertía en Barrio Chino, el país”. Barrio Chino resultó el descubrimiento de todo aquello que había estado tanto tiempo oculto: la corrupción, la ambición de poder, la crueldad, la inmoralidad. El relato de Towne contenía ello en su germen, el agua como bien preciado disputado por ambiciosos capitalistas, pero también el incesto, el adulterio, el asesinato. Y el detective J. J. Gittes, imaginado por Towne como un héroe e interpretado por Nicholson como un desencantado, asistía a la luz de la inocencia y al horror de la maldad en el mismo instante. En esa escena en la que Evelyn Mulwray –interpretada por Faye Dunaway más diva que nunca, otra vez salida de otra época con ese aire tan vintage como en Bonnie & Clyde- gritaba la desesperación de su tragedia llamando a su hija también su hermana. Esa revelación formulada por Towne todavía anhelaba una redención, un castigo para los culpables, la liberación de los inocentes. Pero no había finales felices en la historia de Polanski, por ello debía reescribir los de sus películas. En esa amarga declaración también hablaba de su tiempo y de esa ciudad que ya no tenía las ilusiones que Chandler había preservado para Marlowe pese a su cinismo. El nuevo final de Barrio Chino, el tiro en el ojo y la mirada perdida de Gittes, nos recordaba que así terminan las cosas en esa América soñada.

SUBIR TAN ALTO, CAER TAN BAJO

El retrato que ofrece Wasson de esos hombres que coincidieron en la gestación de esa obra única está consagrado a aquellas oscuridades que alimentaron su creación. Towne, criado entre privilegios, vivió el resentimiento de sentirse apartado de la industria cuando intentaba asomarse a ella y convirtió a Barrio Chino en su reivindicación. Wasson revela que contó con un colaborador fantasma en todos sus guiones, un compañero de sus años universitarios llamado Edward Taylor al que pagaba para mantener en el anonimato. Luego vinieron sus adicciones, el tormentoso divorcio de Julie Payne, su ego fatídico y monstruoso. Pero él no era el único. También Robert Evans fue otro de los maldecidos por la gloria de Barrio Chino, aquel niño prodigio convertido en director de la Paramount con poco más de treinta años, productor de éxitos como Love Story, El bebé de Rosemary y El padrino, consumido por la locura y la cocaína, rey de su mansión Woodland en una decadencia similar a la del excéntrico Howard Hughes. Evans, a quien Biskind en su reseña consigna como “una prostituta de la prensa, que hablaría con un árbol si le dirigiera la palabra”, es el prisionero más excelso de su propia soberbia, al mismo tiempo que el ejemplo trágico de cómo la industria de Hollywood destruyó a sus talentos más prometedores.

La Paramount renacía a fines de los 60 y Evans era el mecenas de todo el Nuevo Hollywood, el único ejecutivo creativo junto a John Calley de la Warner, el elegido capaz de vislumbrar el talento detrás de las extravagancias, de llevar a buen puerto las apuestas más delirantes y monumentales. Después de su amargo divorcio de Ali MacGraw, el cine fue su único refugio. La arrogancia que Biskind dictaminó como su perdición fue la que impulsó su convicción de que Polanski debía regresar a Hollywood luego de la masacre en Cielo Drive, de que Nicholson debía convertirse en Gittes y proyectar su carrera más allá de las películas de Bob Rafelson, de que los sueños de novelista de Robert Towne podían ser traicionados para alumbrar el mejor guion posible. Hombres terribles todos ellos a ojos de Wasson, monstruos nacidos de tragedias y abandonos, de egos pérfidos y voraces. “Para Evans, Barrio Chino sería la bandera de la victoria en la cima de la montaña”, sintetiza Wasson. “Era su primera película como productor, además de director del estudio. Si Evans era rey hasta entonces, ahora se convertía en emperador”.

Nicholson también exorcizó sus propios fantasmas a través de la suerte de Gittes. Fue él quien convenció a John Huston de convertirse en el pérfido Noah Cross, patriarca de la ciudad y padre de su novia Anjelica, al que tenía en el Olimpo de su admiración como la figura paterna ausente en su vida. Por entonces, Nicholson era el amigo de sus amigos, el que recibió a Polanski en su casa y lo llevó a las fiestas que escondían su dolor, el que era fácil de dirigir, el que no ponía objeciones en el vestuario, el que atenuaba los divismos de Faye Dunaway. Pero Jack también revivía los fantasmas edípicos de su niñez al descubrir que la que creía su hermana era su madre, y la que creía su madre era su abuela, y que el hueco de su padre seguía latiendo en su memoria, vacío de amor y de historia. Así, su Gittes forjaba con Cross una relación ambigua de repulsión y dependencia, la misma que había ocupado Huston en su vida desde su relación con Anjelica, signada por silencios y devociones. Wasson desnuda cómo Barrio Chino era también la historia íntima de los cruces entre sus protagonistas, alimentada por esas tensiones subterráneas que se esparcían desde el rodaje hacia el destino de la película definitiva. Los odios entre Towne y Polanski por los cambios del final, la ambición de Evans se sentirse el verdadero artista de aquella odisea, los miedos de Nicholson de verse expuesto en la tragedia de su personaje. Todo estaba allí, para que todos lo viéramos.

EL PRINCIPIO DEL FIN

Se ha especulado demasiado sobre cuál fue la estocada final de aquella edad de oro que representó el Nuevo Hollywood. Un tiempo que conjugó el talento de los directores, un poco herederos de la teoría europea que los había decretado artistas, y el poder de la industria, que financió rodajes megalómanos, incorrecciones políticas, desafíos estéticos y presupuestos desmedidos. Se dijo que fue la aventura fallida de Michael Cimino con Las puertas del cielo, película carísima y anacrónica que resultó un fracaso. O tal vez las veleidades de Coppola en Apocalipsis Now, con sus actores al borde del infarto y la pasta italiana traída diariamente a la selva filipina. Quizás fueron los éxitos de Tiburón y La guerra de las galaxias, películas que cambiaron el modelo de negocio de la exhibición, las que instalaron el cine adolescente de catástrofes y espadas láser. O fue la imposibilidad de seguir invirtiendo dinero en fantasías imposibles cuando las comedias que anunciaban los 80, la ciencia ficción y el reinado de las remakes, demostraban que se podía hacer un cine más barato y rendidor en taquilla. Quién sabe. Para Wasson, Barrio Chino fue el canto del cisne, no fue el preludio de un nuevo mundo sino el crepúsculo de uno perdido para siempre.

Wasson consigue convencernos que Barrio Chino contenía la premonición de aquel final, o aún mejor, que era su mismo anunciamiento. Esa conjunción de talento y monstruosidad quedó allí expuesta en los meandros de una producción que se nutrió de todos sus protagonistas, drenó su creatividad al mismo tiempo que desnudó sus miserias. El oscuro final que imaginó Polanski, el que tiempo después Towne reconoció como mejor que el que él había escrito, nació de su trágica historia personal nunca saldada. La compleja relación entre Gittes y Noah Croos se forjó en la búsqueda de Nicholson de una figura paterna opaca y destructiva. El riesgo de la producción se formó en la voluntad de Evans de convertirse él mismo en director, en dejar su nombre en la Historia, en conseguir su propio Rosebud como el de Orson Welles, aunque lo llevara a la muerte. Y para Towne fue ese cielo prometido y negado, aquel con el que había soñado Chandler también en la niebla de su alcoholismo, en esa Los Ángeles de ensueño que se paró para celebrarlo cuando ganó el Oscar, que siempre lo recordaría como su hijo pródigo.

El Nuevo Hollywood instaló la figura del artista en el seno de una industria millonaria y en ese gesto resignificó el sistema de estudios durante una década, lo convirtió en una usina de películas únicas e inolvidables. Pero también se alimentó de sus tortuosos creadores, expuso sus miedos en cada una de esas historias, exploró esas monstruosidades como tema de sus tragedias. Drogas, locura, egos desmedidos, crueldad, explotación. Fue también el cine de una etapa decisiva del capitalismo, el último estertor de un mundo libre. Fue el cine de los desencantos, el de la conciencia de que no quedaba inocencia alguna, que los villanos eran siempre los que ganaban. Como lo sintetiza Biskind en su crítica: “Towne, criado en Los Ángeles en un regazo de lujo, quería un final feliz para su película, en la que Evelyn mata a Cross, castigándolo por violarla (y engendrar a la hija de su hija). Sin embargo, Polanski, criado en el gueto de Varsovia bajo las botas de los nazis, había visto demasiado para creer en la felicidad para siempre. Como Polanski y Towne me dijeron una vez, el director objetó: ‘Pensé que era una película seria, no una historia de aventuras para niños’. Towne lo entendió. ‘Las rubias hermosas mueren en Los Ángeles’. Sharon había muerto. Evelyn también”.

UNA DESPEDIDA

El libro de Sam Wasson termina con el mismo sabor amargo que su convicción sobre la premonición de Barrio Chino. El final no fue muy prometedor para ninguno de los protagonistas. Con el éxito de la película se había ido el último rastro de una celebración posible. Towne no vio nunca más su nombre en las alturas, se sumergió en las adicciones y en un sórdido proceso de divorcio, en una relación perversa y conflictiva con su hija. Evans se hundió en el abismo de sus ilusiones perdidas, se convirtió en una parodia grotesca de su propio personaje, inundado por escándalos financieros y detenciones por posesión de drogas. Nicholson siguió siendo una estrella, pero como también le pasaría a Al Pacino y Robert De Niro quedó prisionero de aquellos personajes de otra época, aceptó roles menores por dinero y emprendió la ridícula aventura de filmar una secuela de Barrio Chino que concluyó en un fiasco. Y Polanski fue condenado por violación y desde entonces no puede salir de Francia. Wasson desmenuza los pormenores de aquel proceso sin ninguna condescendencia: la gloria de sus películas convive con la estela de su crimen.

“En retrospectiva –señala Wasson casi al final de su recorrido-, 1974 representa el último florecimiento de un jardín cinematográfico alimentado por la vocación y la libertad de los ejecutivos de los estudios, y un acuerdo tácito entre los cineastas y sus audiencias. Como lo observó el mismo Towne en una ocasión, ‘las películas de la Segunda Guerra (el tiempo de mayor éxito del Hollywood clásico) se beneficiaron por las creencias compartidas; ahora, hay una convicción común de que algo de aquello estaba equivocado. En el despertar de Vietnam y el Watergate, de los asesinatos de Mason y los disturbios sociales, nació una urgencia por encontrar algo nuevo, diferente; eso dio luz a un año tan poderoso como 1974’”. Ese fue el año más exitoso de la década. Junto a Barrio Chino se estrenaron El padrino II, Una mujer bajo influencia, Alicia ya no vive aquí, Asesinos S.A., Traigan la cabeza de Alfredo García. Ya no habría otro año igual. El espejo ya no podía ponerse más negro, ahora solo le quedaba volver a iluminarse. Barrio Chino había tocado ese fondo, había desnudado la futilidad de las buenas intenciones, había dejado a Gittes con la certeza de que nada podía hacerse, con esa frase final que escucha de su compañero: “Forget it Jake, it’s Chinatown”. Como el mismo Wasson concluye, el veneno estaba en el perfume.